Ramón Andrés: "La cultura, el dinero y las utopías son conjuros contra la muerte"
El pensador navarro habla sobre el papel del miedo en las sociedades occidentales y analiza las diferencias entre las tradiciones culturales del Norte y el Sur de Europa
1 junio, 2020 00:10Las páginas de sus ensayos nos devuelven el reflejo de un hombre erudito, alguien que dedica su vida a la reflexión, el estudio y la creación artística. Ramón Andrés es un humanista, un melómano y un poeta. Autor de la biografía probablemente más completa de Bach –Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros– y del imprescindible Diccionario de música, mitología, magia y religión, así como de ensayos como Semper dolens o Pensar y no caer (todos editados por Acantilado). La filosofía, la música, la pintura y la religión dialogan entre sí en la obra de un hombre cuya sabiduría es equiparable a su amabilidad y cercanía.
–En esta época, en la que desgraciadamente la muerte está tan presente, su libro Semper dolens presenta el suicidio como una forma de negar la muerte a través de su apropiación.
–El mundo de la modernidad ha negado la muerte o, mejor dicho, la ha querido ocultar. En el siglo XVII se dieron reformas en casi toda Europa para alejar los cementerios de las ciudades, cosa que no ocurrió de manera efectiva hasta el siglo XVIII. Y no sólo por cuestiones de higiene. Cuando uno lee documentos del pasado se da cuenta que lo habitual que era ir por un camino y ver un cadáver en la cuneta sin que nadie se tomara la molestia de sepultarlo. Era frecuente presenciar los cuerpos de los suicidas y los ajusticiados colgando de los árboles, cuando no en la plaza pública, donde se exponían como medio de disuasión y escarmiento.
Las grandes epidemias, como es el caso de la peste negra que empezó a contagiar a partir de 1346 –aunque el punto álgido se daría dos años más tarde–, acostumbraron a los ciudadanos a convivir con la muerte. Las peregrinaciones de apestados, enfermos y tullidos eran tan cotidianas que nadie se asombraba de ver día tras día la fragilidad humana. En Semper dolens procuré ofrecer una historia moral del suicidio, hablar de as ideas condenatorias en torno a este fenómeno o, dicho al contrario, plantear los argumentos que defienden la autoridad sobre la propia existencia y, por tanto, el derecho a la extinción. En cuanto a lo que me pregunta acerca del “suicidio como negación de la muerte a través de su apropiación”, puedo decirle que Freud, entre otros, estudió este mecanismo según el cual quitarse la vida supone una cierta afirmación sobre la muerte, un ir más allá, la ilusión de creer que uno manda sobre su destino.
–En su ensayo sostiene que desde un punto de vista biológico todo conduce a la destrucción. ¿Hasta qué punto, pensando en la pandemia que estamos sufriendo, somos verdaderamente conscientes de esto?
–Es cierto que existe en cada uno de nosotros una pulsión de muerte, aunque esté muy oculta en nuestro cerebro y nos escandalice pensarlo. Pero es verdad que la naturaleza construye y destruye cíclicamente y nuestra mente forma parte de este doble impulso. La filosofía griega ya se preguntó cinco siglos antes de Cristo por la extraña necesidad de destruir y crear. La idea de entregar a la nada y sacar de ella, de lo no existente, de lo muerto, algo nuevo, está en el núcleo de nuestra constitución mental. Un filósofo italiano fallecido hace dos de meses, Emanuele Severino, lo explicó con maestría.
Usted me pregunta por la pandemia que estamos sufriendo y sólo puedo decirle que nos demuestra que vivimos de espaldas a la muerte. Los fallecidos forman parte de números y estadísticas. El dolor, en el fondo, sólo afecta a los familiares de quienes han perecido, porque el resto de la sociedad vive pendiente de si podrá salir de casa para tomarse una cerveza con sus amistades en una terraza, o de cuándo podrá comprar en unos grandes almacenes. Y esto se debe en buena parte a lo que le decía al principio: la tendencia de la modernidad a ocultar la muerte, a disimularla. Estamos en una sociedad que va a tener dificultades para distinguir lo que es verdad de lo que no lo es y saber aquilatar la distinción entre la realidad y lo virtual, porque lo virtual nos halaga. Nos sentimos orgullosos de haber sido capaces de crear casi otra realidad, casi otra verdad. Esto nos endiosa, en el sentido exacto del término.
–Usted habla del amor “a los pasajes de muerte y la catástrofe” y de la afinidad con “el exterminio como respuesta frente a la debilidad del ser humano”. ¿Es posible sentir ese tipo de amor cuando la catástrofe se convierte en una realidad?
–Estos pasajes a los que se refiere han creado una iconografía, sobre todo a partir de las imágenes de los campos de exterminio del nacionalsocialismo. Se trata de una muerte masiva, industrializada. Los medios de comunicación nos presentan casi a diario este conglomerado de muertes que ya no pertenecen al hecho de morir, sino que son la muestra de la capacidad de aniquilación. Entonces, podrá argüir: ¿pero no me ha dicho usted que la modernidad oculta la muerte? Sí, pero oculta la muerte personal, la muerte que cabe en nuestro recalcitrante individualismo.
–¿Ver morir a los otros nos ayuda a aceptar nuestra propia muerte?
–Jankélévitch decía que siempre morimos en tercera persona, como si la finitud no fuera con uno. Ver morir, es verdad, te hace más benigno con tu propia muerte, la hace más tolerable, la entiendes mejor, te sitúas en el mundo de manera más precisa. Pero también influye cómo fallece la persona que está ante ti. Cuando vi morir a mi padre, después de una larga agonía, comprendí que agonía procede del griego agón, que significa lucha, pelea. El arte tiene la capacidad expiatoria que tú le otorgas, pero en condiciones normales nada consuela ante una pérdida. El consuelo es muy posterior al desenlace. Una muerte voluntaria casi siempre se oculta. A las familias les cuesta, en términos generales, admitir que uno de sus miembros ha tomado esta decisión porque un suicidio causa un sentido de culpa en quienes rodeaban a la persona que decide marcharse.
–Si desde un punto de vista romántico el suicidio es una negación de la realidad terrenal, el arte, al transformar el dolor en belleza, ¿no es una forma de huida?
–Son cosas muy distintas. Un desafortunado autor británico publicó hace unos años, no muchos, un libro que se titulaba algo así como El arte del suicidio. Desde un punto de vista intelectual, y no digamos moral, sugiere que es obra de una mente muy tosca, es decir, superficial y despistada. El arte ayuda a huir del mundo o, mejor dicho, de una realidad del mundo que no nos gusta, pero el suicidio no es una huida, sino una ruptura con el mundo y, sobre todo, consigo mismo.
–En El luthier de Delft describe usted un mundo que se parece mucho al nuestro, donde los individuos viven el presente sin temer al Juicio Final. ¿Nosotros vivimos esperando lo mismo?
–Vivimos atenazados por el motor de la humanidad: el miedo. Casi toda la cultura, casi todo el mundo del dinero, casi todas las ideas utópicas, son un conjuro contra la muerte. Vivimos siempre con el sentimiento de que algo va a ocurrir. Hegel desconfió de la paz y la sencillez que se percibe en la pintura holandesa del siglo XVII. Dijo que esas escenas eran “las tardes de domingo de la Humanidad”. Se equivocaba porque, ciertamente, no hay idealización en esta pintura, como en general no la hay en las obras de los pintores septentrionales, por así decirlo. Es normal que Hegel sospechara de esta paz, porque él entendió muy bien las relaciones de poder, que son las que han marcado la modernidad, no ya las relaciones de poder entre los Estados y las multinacionales, sino entre las personas.
–¿Esa visión de la vida tiene que ver con el catolicismo o con la tradición metafísica?
–No me gustaría establecer comparaciones morales entre religiones, pero usted misma puede ver la diferencia que existe entre los países del centro y del Norte de Europa y los países mediterráneos, que son católicos. Los valores son muy distintos en ambos. El protestantismo ha derivado en mayor medida hacia una concepción nihilista de la vida, incluso en los no religiosos, mientras que el catolicismo lo ha hecho hacia la utopía. En relación con su pregunta, el catolicismo, como el protestantismo también, tienen en la metafísica su materia prima. La religión necesariamente piensa y genera futuro, porque la vida terrena no es suficiente para quien desea el absoluto.
–Hábleme de Spinoza, al que usted define como un filósofo de la aceptación.
–Spinoza fue sabio en muchos aspectos. Sabía que no se nos pueden pedir imposibles. Los seres humanos estamos bastante limitados. Más que de aceptación, la postura spinoziana es de indulgencia. Juzga poco, deja hacer.
–La libertad que define el pensamiento de Spinoza contrasta con la lectura que hace Hegel de su obra, antes de refutarlo. ¿Somos más hegelianos que spinozistas?
–Por supuesto, somos más hegelianos. Lamentablemente, y dada gran la complejidad del mundo actual, sólo tienen cierta capacidad de acción y de organización los sistemas. Aunque parezca una paradoja, cuanto más individualista es uno más necesidad tiene de participar en un sistema. Para vivir al margen del orden se necesita de una gran altura moral y un sentido de la responsabilidad altísimo, cosa que es minoritaria.
–¿La música permite penetrar la realidad en toda su complejidad?
–La buena música, la que entra en el detalle y articula un lenguaje para expresar algo que no está al alcance de la oralidad, ayuda a entender los muchos pliegues que tienen el mundo y la realidad. De entrada, su relación con el tiempo es tan distinta a la que mantiene con el lenguaje, que nos sitúa en otro estadio mental, en otra dimensión.
–Su ensayo sobre Bach hace una historia cultural desde Lutero hasta la primera mitad del XVIII.
–La música clásica, la que conoce el público, apenas abarca un siglo y medio, o un poco más, pongamos desde Mozart a Mahler, por decir algo. Es la música que responde a un fenómeno: la aparición de los auditorios y la celebración de los conciertos públicos. Es la música que se ha explotado comercialmente, si es que se puede hablar en estos términos tratándose de música clásica. Pero hay otro fenómeno no menos importante: el siglo XIX inventa el intérprete, el virtuoso, y lo hace hasta tal punto que hoy se habla del Chopin de Pollini o del Bruckner de Celibidache. Y todavía más: “Voy a escuchar a Sokolov”, “voy a escuchar a Rattel”, en fin, es así. El descubrimiento de la llamada música antigua, que contiene tesoros incalculables, sigue siendo minoritaria, pese a lo mucho que los estudiosos y los intérpretes hacen por ella.
–¿Cuál es el papel del luteranismo en la música clásica?
–Su importancia fue capital. Nos asombramos de que en Alemania se toque música en familia, o de que haya tantos aficionados que tocan instrumentos. No es más que una muestra de la importancia que los luteranos dieron a este arte. El propio Lutero tocaba el laúd y la flauta y decía que no quería saber nada de un maestro de escuela que no supiera cantar. Fue muy consciente de que la música atraía a los feligreses y que con ella aguantaban mejor la misa. El fruto milagroso del luteranismo es Bach, aunque su genio, de haber sido católico, habría creado igualmente monumentos únicos. Su música estuvo presente en muchos compositores románticos alemanes, entre ellos Schumann y Brahms. Mostró el camino. En el siglo XX Anton Webern, discípulo de Schönberg, escribió que con Bach ya estaba todo dicho, y que fue él quien preparó el camino.
–Su libro sobre Bach, pero también otros escritos suyos dedicados a la música reflejan los vínculos entre filosofía, literatura y música.
–La música y la filosofía siguen estando muy vinculadas. Son muchos los pensadores contemporáneos que han dedicado páginas a la música, desde Bloch a Cacciari, desde de Zambrano a Sloterdijk. La novela contemporánea aporta también ejemplos de este lazo: en Thomas Bernhard es un tema recurrente, y Milan Kundera escribió un libro en el que la música tiene protagonismo. Una novelista de nuestros días, violinista también, Isabel Mellado, ha escrito una inteligente novela cuyo título lo dice todo: Vibrato.
–Me gustaría preguntarle sobre la relación entre silencio y ruido. ¿El silencio es una forma de escucha? ¿Hay pensamiento o reflexión sin silencio?
–El silencio es uno de los fundamentos del pensamiento. Es el campo desde el que se siembra para obtener la cosecha. Tener silencio significa tener tiempo para pensar, para escribir. El ruido nos condena a tomar decisiones rápidas y a la violencia. En efecto, el silencio es una forma de escucha y una manera estar atento a lo que casi nadie oye.
– John Cage compuso una obra a partir del silencio –4’33’–y Malévich intentó llevar a la pintura la representación de la nada. ¿Es el silencio el punto final de una determinada concepción de la música? ¿Se puede crear después de Cage?
–La famosa propuesta de Cage fue en realidad un manifiesto contra los excesos de la música. Una buena composición debe contener también algo de silencio, un silencio implícito en su lenguaje. La dodecafonía expresaba –a su manera– esa incomodidad que Cage sentía ante las grandes orquestas y su habitual tendencia al efectismo y a la grandilocuencia. Después de la Segunda Guerra Mundial los compositores han cuidado mucho la recuperación de ese silencio esencial que debe contener cada obra.