La adorable Isabel Núñez
La escritora y traductora fue uno de los iconos de la Barcelona previa a la era Pujol, algo "excéntrica" y siempre "interesante"
1 junio, 2020 00:00Las hermanas Núñez eran prácticamente una institución en la Barcelona juvenil de los años de la Transición. A día de hoy sigo sin saber cuántas eran con exactitud --yo diría que cuatro o cinco--, pero te las encontrabas en todas partes: bares, fiestas, conciertos, inauguraciones…Mi favorita era Isabel (Figueras, Gerona, 1957 – Barcelona, 2012), lo más parecido a una femme fatale que uno hubiera visto en sus veintitantos años de vida. Tenía un físico antiguo, a medio camino entre una actriz del cine mudo y la modelo de algún cuadro prerrafaelita, y vestía de una manera tan personal como intemporal, frecuentemente de negro y con mucho lujo de bordados y brocados (nunca se apuntó a ninguna moda del momento, siempre se mantuvo fiel al aspecto que había decidido tener).
Guapa, lista, interesante, mantuvo romances con algunos amigos míos, pero a mí nunca me tocó el turno. Se que me tenía cariño, pero no me veía muchas posibilidades en el mundo horizontal. Una noche, en Bocaccio y con la ayuda (es un decir) de una tajada monumental, me puse especialmente pesado a la hora de convencerla de que lo mejor que podía hacer esa velada era acostarse conmigo (todo ello ante la mirada pasmada de nuestro común amigo Agustín Tena, miembro destacado de la Movida Madrileña de visita en Barcelona, que no daba crédito a lo pelmazo y baboso que se estaba poniendo un servidor de ustedes). Teniendo en cuenta que soy el único que queda vivo de los tres, me podría haber ahorrado esta confesión bochornosa, pero dice mucho sobre el carácter de Isabel. Otra habría dejado de dirigirme la palabra después de tan torpe operación de acoso y derribo, y aún recuerdo la vergüenza que se apoderó de mí a la mañana siguiente cuando desperté en mi cama y recordé el ridículo de la víspera, pero Isabel nunca hizo el menor comentario al respecto y me siguió tratando con la amabilidad de costumbre.
Cuando ya nos había pasado la edad de tirarnos las noches en los bares, solíamos cruzarnos por el Ensanche y siempre intercambiábamos algunas palabras, ya fuese en el café más cercano, en el interior de una librería o en mitad de la calle. Se había casado (y divorciado). Tenía un hijo llamado Guillermo. Traducía del inglés (a Dorothy Parker, Patricia Highsmith o Richard Ford, entre otros), ejercía la crítica literaria en La Vanguardia y se había lanzado a escribir tras años dándole vueltas a la idea: late bloomer, publicó dos libros de relatos en 2006 y 2008; en 2009 escribió Si un árbol cae. Conversaciones sobre la guerra de los Balcanes, una serie de conversaciones con víctimas de Sarajevo y Kosovo que ponían los pelos de punta; dos años antes, emprendió una cruzada personal para salvar un árbol de la calle Marimon, llamado a desaparecer junto al edificio que lo albergaba, y consiguió salvarlo (los interesados en sus peripecias las encontrarán en La plaza del azufaifo, de 2008).
Isabel siempre transmitió cierta melancolía que le sentaba muy bien a su físico. No era una mujer triste, pero su inteligencia parecía recordarle constantemente que el mundo no era un sitio muy de fiar (o esa impresión tenía yo siempre que la veía), que las relaciones sentimentales son efímeras y que, pese a toda la literatura del universo, aquí no hay más cera que la que arde. Si Richard Cocciante le dedicó una canción a una Bella sin alma es porque no conoció a Isabel, prototipo ideal de la Bella con alma. Siempre pensé que la habían criado para ser guapa y pillar un buen marido y que ella se había salido por la tangente, sin acabar de tener muy claro si su bien amueblado cerebro era una bendición o una maldición. Me recordaba un poco a Daisy Buchanan, la novia de Jay Gatsby, pero con más agallas. El cáncer acabó con ella hace ocho años y Barcelona perdió a otro de esos seres excéntricos e interesantes que tanto proliferaban antes de la era Pujol: hay una placa en su memoria a la entrada de esa casa del azufaifo que logró salvar de la demolición.