Javier Marías / DANIEL ROSELL

Javier Marías / DANIEL ROSELL

Letra Clásica

Javier Marías, veneno y acero

El escritor prolonga con ‘Tomás Nevinson’, una soberbia novela sobre la moral del asesinato inspirada en la literatura de espías, el ciclo novelesco de ‘Berta Isla’

8 mayo, 2021 00:10

El arte del verdugo, que consiste en matar a alguien cumpliendo órdenes ajenas, sin incurrir nunca en sentimentalismos excesivos y, a ser posible, sobre todo para el ajusticiado que se encuentra en tan dramático trance, con rigor y eficacia, es un ejercicio imposible de deslindar de la metafísica. El ejecutor de una sentencia máxima, por supuesto, no debe pensar en cosas sublimes al afrontar su trabajo, sino en los aspectos más vulgares y ordinarios de la muerte. Su desapego, que en el fondo es una manifestación refinada de profesionalidad, sin embargo, esconde casi siempre un reverso momentáneo, una pasajera cara en sombra, que le impide prescindir de la inevitable trascendencia. Aunque una guillotina opere todos los días, cada uno de ellos es distinto, igual que son diferentes sus víctimas, sean o no culpables. 

La última novela de Javier Marías, probablemente el mejor escritor en lengua española desde hace décadas, se adentra en esta maldición –nuestra incapacidad de pensar en el asesinato en términos morales– que vincula a quien mata con aquel que es o puede ser ajusticiado. Tomás Nevinson (Alfaguara) se presenta como una fábula con la apariencia de una novela de espías, anclada en la tradición literaria –la de Marías, obviamente– que fascina y, en paralelo, proyecta una duda existencial, una pregunta universal. ¿Matar puede ser bueno? 

Espía

El decimotercer mandamiento lo prohíbe expresamente, pero Dios, al dictar su sagrado decálogo a Moisés en la cima del Sinaí, no se para a explicar sus razones. Tampoco ofrece argumentos. Enuncia una orden rotunda. Exactamente la misma que un buen verdugo, sea profesional o un simple diletante, debe desobedecer. Marías, que en este libro prolonga el ciclo novelesco inaugurado con Berta Isla, su anterior narración de largo aliento, una reelaboración contemporánea del mito homérico de Penélope, y que es más un complemento que una continuación, se sumerge en este interrogante y lo prolonga –con una maestría portentosa– durante 677 páginas (más un colofón de agradecimiento formulado como innecesaria defensa ante los estúpidos guardianes de la originalidad, que no diferencian el homenaje de los plagios) en las que desarrolla una trama de misterio –a partir del código narrativo de los agentes secretos británica– que culmina con una reflexión moral, filosófica. 

Berta Isla

Como sucede con las novelas colosales –y ésta no anda nada lejos– el argumento sólo es un instrumento para otra cosa distinta que no es exactamente el cómo contar, sino ese arcano que llamamos estilo y que, marca de la casa, se concreta en la voz de un narrador –Tomás Nevinson, que cuenta su historia en primera persona, pero tiempo después de los hechos– trabajadísima, perfectamente lograda y deslumbrante. Marías tiene una portentosa habilidad para convertir en sencillo lo complejo. En el orden técnico y en el ideológico, pues esta novela también puede leerse como la reflexión sobre una sociedad que cree obrar correctamente en función de un fin que, si no podemos garantizar que sea noble, suele presentarse como un mal menor, necesario.

Javier Marías

El escritor desvela en las primeras líneas que su narración es la crónica de un proyecto de asesinato. En este caso, el de una mujer. Una presunta terrorista vinculada a ETA que diez años antes del abyecto crimen de Miguel Ángel Blanco –España, 1997– había participado en los atentados más sangrientos del terrorismo nacionalista vasco. Entre ellos la matanza de Hipercor en Barcelona. Hay quien ha visto en este punto de partida un cierto eco de Patria, la novela de Fernando Aramburu, pero Tomás Nevinson es otra cosa. De entrada, muestra sin dudar su estirpe: una serie de episodios históricos en los que distintos personajes se han formulado la pregunta crucial de si matar a un semejante puede ser considerado, en determinadas circunstancias, un acto loable. 

El novelista cita, entre otros, el caso del espada de Calais, el verdugo que consumó la pena capital en la persona de Ana Bolena, cuyo esposo, Enrique VIII, rey de Inglaterra, impulsó en 1536 contra ella una denuncia falsa por infidelidad y elaboró un prontuario con todas las circunstancias necesarias para convertir la ejecución en un espectáculo político, fijando el sitio (la Torre Verde), la presencia del público (una multitud de espectadores) y el procedimiento. El propio monarca –autor del cisma anglicano– encomendó la decapitación de la reina a un verdugo profesional traído desde Calais (Francia), capaz de ejecutar la pena con un golpe único, un corte certero de espada en el cuello. Un acto de benevolencia que, sin duda, tenía también mucho de excentricidad. 

Otros antecedentes –unos ciertos, otros fabulados, como el caso de Walter Pidgeon, recogido por Fritz Lang en la película Man Hunt– son la decapitación de María Antonieta o los episodios de las muertes imaginarias de Hitler (antes del Holocausto) que no fueron consumadas por la falta de decisión o la inseguridad repentina de los implicados, hombres que pudieron haber cambiado el curso de la Historia con una acción criminal que hubiera evitado un sinfín de muertes, la Shoá y la Segunda Guerra Mundial. Uno de ellos es Friedrich Reck-Malleczewen, autor del Diario de un desesperado –editado por Reino de Redonda, la exquisita editorial de autor propiedad de Marías– muerto años después en el campo de concentración de Dachau por orden de quien él pudo asesinar primero en 1932 en la Osteria Bavaria, cuando sólo era un charlatán risible, librándose así de su incierto destino.

HISTORIA DE UNA DEMENCIA COLECTIVA  FRIEDRICH RECK MALLECZEWEN

“Matar no es tan extremo ni tan difícil e injusto si se sabe a quién”, explica Nevinson en su infinito monólogo interior, que guía el curso de toda la novela. Que es, en definitiva, la joya de este libro. Los devotos de Marías reconocerán aquí a las criaturas y el tono de otras narraciones del escritor madrileño, así como el brillante estilo que constantemente demora los episodios y el desenlace mismo de la narración mediante digresiones, reflexiones generales, meditaciones y meandros que, igual que el cauce de un río sinuoso, evita hacer un recorrido lineal del relato en favor de una demoratio que, lejos de incurrir en la pirotecnia, es quizás la mejor expresión de la forma de narrar de Marías, cuyas novelas están ejecutadas a partir de la sensación de que es del todo imposible contar la realidad de forma fidedigna e infalible y que, justamente sobre esta duda, a partir de esta certeza vacilante, debe construirse la verdadera enunciación literaria. Algo así como contar para aproximarse a un imposible.

La poética de Marías –cuya lógica formuló en su brillante discurso de acceso a la Real Academia de la Lengua, contestado “por soberbio” por Francisco Rico, maestro malévolo de filólogos e hispanistas–, llena de riqueza, fruto de una lectura intensa de los clásicos, desde Cervantes a sus carísimos autores ingleses, no está reñida con las dotes de la amenidad. Tomás Nevinson distribuye su materia narrativa, donde cohabitan los elementos más característicos del universo del escritor, como las repeticiones expresivas, las espléndidas citas de Shakespeare, un educadísimo espíritu burlesco, en episodios medios y breves, organizados en tiradas o partes narrativas que van encadenando las diferentes intensidades y aires de la novela, modulando así la lectura, al modo de una pieza de cámara

Tomás Nevison, Javier Marías

Cada episodio pasa el relevo de la carrera al siguiente, convirtiendo la trama y sus variantes en un organismo vivo, despierto y en marcha, sin que en el cauce de la narración el agua se estanque en ningún momento, de forma que el caudal de sucesos, pensamientos e ideas discurra veloz hacia su desembocadura. En ella, por supuesto, nos espera un delta: la estación término donde lo que para unos puede entenderse como un acto de venganza para otros, sin lugar a dudas, tiene la forma de los justos castigos de la Biblia. Y viceversa. Probablemente porque ambas cosas, como tantas vidas contempladas desde cerca, aparentan ser idénticas pero, vistas a una cierta distancia, de repente se nos revelan como dispares. “Basta introducir un poco de verdad en la mentira” –explica el narrador de Tomás Nevinson– “para que ésta no sólo resulte creíble, sino irrefutable”. Igual que el veneno y el acero. La infalible aleación Marías.