El escritor y filósofo Norbert Bilbeny / PABLO MIRANZO

El escritor y filósofo Norbert Bilbeny / PABLO MIRANZO

Letra Clásica

Norbert Bilbeny: "La dignidad es el único valor por el que vale la pena dar la vida"

El pensador barcelonés, que acaba de escribir un ensayo sobre las implicaciones éticas del Alzheimer, advierte sobre las patologías de un modelo social basado en la ansiedad

21 marzo, 2022 00:10

Catedrático de Ética en la Universidad de Barcelona, Norbert Bilbeny acaba de un publicar La enfermedad del olvido (Galaxia Gutenberg), un ensayo importante desde todos los puntos de vista. En él habla del Alzheimer, una enfermedad que cada vez afecta a más población, desde una perspectiva ética. Bilbeny reflexiona sobre la condición del enfermo una vez que este ha perdido la memoria y la capacidad de reconocerse a sí mismo y a los demás, así como sobre la vida digna que merece y las obligaciones que la sociedad tiene que hacia quienes padecen la desmemoria. 

–Una de las tesis de su ensayo es que el enfermo de Alzheimer, aun perdiendo el raciocinio, la memoria o siendo incapaz de reconocerse a sí mismo, no pierde su personeidad, algo que está más allá de la identidad. ¿Qué entendemos por personeidad?

Personeidad es un concepto que tomé de Xavier Zubiri, el mejor filósofo español del siglo XX. Pero le doy mi propio significado: la cualidad que reconocemos a todo individuo, por su condición de ser miembro de la misma especie, y por adjudicarle, sin condiciones, un valor de dignidad. Es decir: de no ser medio, sino fin. Tanto para nosotros como para él mismo. Es una dignidad atribuida, resultado de una libre y razonable atribución de valor. Nadie, ni un asesino, merece un trato degradante. Otra cosa es la dignidad meritoria, aquella que adjudicamos sólo a quien se la ha ganado por sus méritos como ser moral. El asesino ya no la tiene. La personalidad viene, o no, después de tener personeidad. Aquí entra ya en juego la psicología.

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–La idea según la cual el enfermo de Alzheimer sigue siendo una persona tiene como punto de partida una crítica a una historia de la filosofía que, desde perspectivas distintas, concibió que era la razón lo que definía al hombre. ¿La filosofía ha olvidado el elemento emocional?

–Así es. El sujeto de la cultura occidental es logocéntrico y desiderativo, o deseante, desde los antiguos griegos. “En el principio era el Verbo”, dice el Evangelio. Idea griega, resultado de una cultura ya entonces sólidamente alfabetizada y que centraba la educación en la formación del intelecto y la personalidad pública. Eso aún nos parece bien, pero le falta algo: reparar en la sensibilidad y la emotividad, así como en la no dependencia de la felicidad con respecto al deseo. Lo que nos mueve como individuos son las emociones, más que cualquier otra cosa. Lo poco racional que es el mundo humano y lo poco que sabe ser feliz se debe a que lo relacionamos con el cumplimiento del deseo. Pero seguimos insistiendo en el logos y el deseo. O, mejor dicho, en la obtención del objeto del deseo. Porque desear en sí mismo es bueno: indica que estamos vivos, que tenemos potencia y que prometemos.

–Usted reivindica una visión integral del individuo. ¿Nuestra cultura, a diferencia, quizás, de la oriental, ha pecado de escindir lo racional de lo físico/emocional?

–Por descontado. En cierto modo esto es bueno, porque además de que podemos distinguir entre el obrar emotivo y el racional, debemos mantener esta distinción, y unas veces decidir por razonamiento y otras por la emoción. Pero en cierto modo es algo malo cuando juzgamos opuestos el sentimiento y el raciocinio, para acabar dando primacía sólo en éste último. La artificialidad de esta dicotomía es que, como se ve, nuestra naturaleza y nuestro modo de socializarnos muestran lo poco razonables que solemos ser en nuestras decisiones. La llamada inteligencia artificial, expresión incomprensible, porque aún no sabemos qué cosa es la inteligencia natural, pretende reducir la comprensión y la acción humana a programas algorítmicos, a creer que la computación resolverá los dilemas de la razón y la complejidad de la emoción. Con lo cual continuamos abundando en esta separación entre lo sensible y lo inteligible. Las neurociencias vienen a apoyar indirectamente tal división o, por lo menos, a ser tomadas como excusa para creernos seres más inteligentes que emocionales, más racionales que razonables. ¿Por qué será que, cuanto más se insiste en esa inteligencia artificial, más se apela a una inteligencia emocional? Aunque esta expresión también se las trae, porque son términos antitéticos.  

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–Decía Goya que la razón produce monstruos y algo parecido llegó a decir Althusser en su Crítica de la razón ilustrada. Leyendo su ensayo pensaba que si la razón nos hace humanos también nos convierte en monstruos. 

–Eichmann, el alto oficial nazi que fue condenado a la horca por genocidio sistemático, dijo que enviaba a la gente a los campos de exterminio porque obedecía órdenes y que obedecer era lo racional. Eso es lo que aprendí, dijo sin cinismo. O peor, por ignoranciadel imperativo categórico de Kant y su racionalismo moral. Es decir, que obraba, según él, a lo kantiano, de modo racional. ¡Por Dios! Sin embargo, si hubiera actuado de modo racional, como recoge propiamente el imperativo moral kantiano, no habría enviado a las cámaras de gas a centenares de miles de niños y adultos.   

–¿Hasta qué punto la sobrevaloración de la racionalidad tiene que ver con las exigencias sociales propias del neocapitalismo?

–Los sistemas educativos reflejan cada vez más nuestra pobreza mental. No digo que no seamos inteligentes y que no se eduque para serlo. Pero el fenómeno de individualización masiva que comporta el capitalismo y las ideologías neoliberales y populistas –en éstas, el pueblo son individuos que se miran sólo a sí mismos–, nos arroja a un mundo en que cuenta más el éxito que la felicidad. Esto último era, por cierto, la justificación del viejo liberalismo, pero las tornas han cambiado. Por ello, lo que se enseña no es a tener cualidades y a ser críticos, sino a tener competencias y a ser flexibles, adaptativos. Si no triunfamos es porque no nos hemos preparado o no servimos. ¡Qué pena! Somos una sociedad de esclavos satisfechos, con su dominio tecnológico, con lo poco que se nos deja dominar.  

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–Resulta paradójico que nuestra sociedad destaque valores que muchos no cumpliremos al ser el Alzheimer una enfermedad cada vez más generalizada

–A mitad de este siglo se calcula que habrá en España un millón y medio de personas con demencia. Dejando a un lado que nuestra sociedad ya es demenciante de por sí, esas patologías neurodegenerativas son un mal personal y social, además de un problema económico. De momento, no hay forma de detenerlas ni evitarlas. Pero confiemos que se logrará, intuyo que no muy tarde. Si el problema está en las neuronas y su conexión deteriorada por una alteración proteínica, es de suponer que un problema bioquímico tendrá una solución bioquímica. Lo previsible es que el Alzheimer pueda al menos llegar a controlarse como se ha llegado a dominar el cáncer y las cardiopatías en diversos sentidos. Mientras tanto, la espada de Damocles de estos tres trastornos de salud, tan frecuentes, debería hacernos vivir la vida de modo más razonable y sensible. Y no en la locura actual, un ritmo de vida enfermizo y enfermante, sin otros valores que el consumo y una frustrante realización personal. 

–En el capítulo dedicado a la memoria escribe: “El recuerdo lo despierta la sensibilidad, y el olvido puede servir a la ocasión para poder recodar mejor, sin la hojarasca acumulada sobre la memoria que no vale la pena recuperar”. ¿Es necesario repensar la memoria no solo mediante un ejercicio racional?

–La memoria está ahí y debe seguir estando desde que nacemos hasta el último día. Sin memoria no hay aprendizaje y, sin éste, vivir es sobrevivir cada día dando palos de ciego en el aire. Pero es un hecho que la memoria se usa cada vez más sólo para resolver operaciones elementales y problemas inmediatos. ¿Qué memoria podemos tener de nuestra historia, nuestros antepasados, incluso de nuestra propia vida, cuando la memoria no se valora como tal –hay que aprender a aprender, parece ser que sin aprendizaje– y nos olvidamos de lo que hicimos ayer o el año pasado porque estamos siempre pendientes de cosas nuevas y efímeras? Poca cosa queda, entonces. No hay pósito. Solo quien ha vivido aprendiendo y recordando lo aprendido llega más tranquilo a la ancianidad y le preocupa menos la muerte. Una persona es su biografía y la personalidad es lo que la escribe. Si la vida se ha vivido a toda velocidad, en tramos de minutos y paisajes que desaparecen, la mente se empobrece y nos vamos pareciendo más unos a otros, hasta sospechar de la “personalidad” de alguien casi como un peligro social. ¡Qué lástima de sociedad en la que van desapareciendo la filosofía y las humanidades de la enseñanza y dejamos que eso pase! Una sociedad mentalmente pobre e inculta tendrá una vejez aburrida e infeliz.

la enfermedad del olvido 1

–A partir de Proust usted retoma la idea del “recuerdo involuntario”. El enfermo de Alzheimer, más que olvidar, ¿es que no puede recordar de forma voluntaria?

–Ambas cosas. El Alzheimer es la enfermedad del olvido por doble partida: porque el enfermo olvida, y porque no se puede permitir el esfuerzo de recordar porque también se ha olvidado de hacerlo. Con la desmemoria el resto de las facultades cognitivas se desvanecen: el entendimiento, el juicio, la voluntad, la imaginación, la curiosidad, el habla, la lectura y, al final, la propia sensibilidad, que es lo último que se pierde. A un político que hoy sufre Alzheimer desde hace años alguien que lo ve a menudo me dijo que le gusta escuchar música y que durante días insistía en escuchar el Concierto de Aranjuez… El enfermo de Alzheimer pierde la memoria voluntaria y la involuntaria, la reciente y la antepasada, aunque esta última, sobre todo la de la infancia, es la que más perdura. Recordará canciones, oraciones, formas de saludo, etc., además de confundir a sus hijos o hermanos con su padre o su madre, que está presente hasta el final.

–Al perder la memoria perdemos la voluntad. Dependemos de la voluntad ajena.

–Al perder la memoria, facultad crucial desde la infancia, se pierden las demás. Deberíamos poner etiquetas a todas las cosas, como sucede en el Macondo de García Márquez, pero incluso olvidaríamos leer lo que dice cada etiqueta. La demencia hace que primero no se recuerde donde pusimos las tijeras, luego el nombre de las tijeras y finalmente qué son unas tijeras. La memoria es crucial y el olvido es cruel. Se olvida el nombre de la pareja o del hijo, y el propio, y no sabemos quién es éste que te mira en el espejo. De la voluntad, ya ni hablamos. Por eso es inútil y perjudicial para ambos, enfermo y cuidador, reñirle al que está perdiendo la memoria y nos pregunta una y otra vez la misma cosa. La comprensión, la paciencia y el cariño serán su principal medicina y una fuente de bienestar. Nunca la compasión, ni el menosprecio o la indiferencia. Pensamos que como ya no es el mismo ya no son ellos. “Ya no es mi madre”, nos dijo una cirujana. Pero son ellos y son ellas: Son personas. Han perdido la identidad personal, pero no la condición de ser personas. Y el cuidador no puede dejar tampoco de ser persona y, en su dignidad, y por su dignidad, recordar y hacer respetar la dignidad del enfermo. Ahora somos nosotros su voluntad, su razón, su memoria: no nos las ha delegado, cierto, pero es son sus derechos y es nuestro deber actuar como procuradores y garantes de la persona que es y de la personalidad que fue. 

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–¿Hasta qué punto la incapacitación de un enfermo de Alzheimer puede llegar a ser una usurpación de derechos fundamentales?

–Podría serlo, está claro. Pero sería un delito y una inmoralidad. Incapacitar a alguien sólo puede hacerlo una resolución judicial y lógicamente sólo cuando se cumplen muchos requisitos precisos. La familia puede y suele pedirla, pero no va a depender de la familia, sino de la medicina y la justicia. Por eso es mejor, y así lo facilitan los buenos profesionales de la salud, que el paciente arregle sus asuntos materiales y legales antes de que su enfermedad se lo impida. Es una tarea dolorosa, pero redunda en beneficio del propio paciente, de sus íntimos y de sus allegados. Estar incapacitado desde un punto de vista legal no es estarlo para la vida. El Alzheimer no es el final de la vida, sino un tramo más, indeseado, en el que no hay que renunciar al placer y al bienestar, ni impedirle al enfermo el contacto y la comunicación con los demás. La mejor terapia para combatirlo es la comunicación y el amor. “¿Qué echas en falta más?”, le pregunté a un amigo con Alzheimer: “El amor y el sexo… por este orden”. 

–Es cierto que estar incapacitado legalmente no significa estarlo para la vida, pero es una cuestión controvertida. Pienso en las esterilizaciones a mujeres con diversidad funcional. ¿Hasta qué punto es ético?

–Una vez más, sólo se puede decidir sobre un sólido dictamen médico y una decisión judicial justa, respetuosa de la libertad y la dignidad de la persona afectada. Hasta el final. Hay ocasiones en que el profesional puede fallar, pero para eso están las familias, las asociaciones, la fiscalía y una ciudadanía alerta y vigilante. Por lo demás, este es un asunto muy delicado desde un punto de vista ético, pues tenemos el derecho a vivir y a reproducirnos, así como el de someter a una libre decisión moral dar a luz a un niño con la seguridad de que presentará un grave problema de salud.  

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–¿Son los demás los que le devuelven al enfermo de Aalzheimer la identidad perdida?

–Sin duda. Son su consciencia. La consciencia es un misterio, como la memoria misma: ¿dónde se aloja? ¿qué queda de ella cuando el cuerpo muere? No me acuerdo de un nombre e insisto en recuperarlo, pero no hay forma. Hasta que, de pronto, aparece como si nada, sin esfuerzo y con nitidez. ¿No es milagroso? Igual que la consciencia: es una maravilla el número y la complejidad de circuitos cerebrales y de operaciones computacionales que se precisan para hacerse una imagen y una comprensión cabal de la realidad, siquiera para leer un poema, reconocer de lejos a un vecino, advertir del peligro de un accidente o calcular el mejor modo de presentarnos en una entrevista. La consciencia podemos perderla, pero no se perderán las cosas que la produjeron y la formaron. De alguna manera nuestra consciencia sobrevivirá. Parecidamente, sucede también con la pérdida de la memoria: ciertas personas y ambientes que nos dejaron recuerdos sobrevivirán y, con ellos, en parte lo hará nuestra memoria si estas personas, con la suya, como actores y receptores de la nuestra, se hacen portadores de la memoria de quien fue y quiso ser, de lo que hizo o no llegó a hacer… Se trata de un papel de gran envergadura, mérito y responsabilidad porque no podemos ignorar ni disfrazar lo que el otro fue cuando tenía el control de su vida.

–Señala que esta enfermedad es el inicio de “un nuevo aprendizaje, en el que nadie, ni el enfermo ni sus familiares, están obligados a renunciar a la felicidad”. Sin embargo, el enfermo, sobre todo una ambientes económicamente precarios, se convierte en una carga. Muchas cuidadores son mujeres. ¿Quién las cuida a ellas? 

–Ahí está el problema. ¿Quién cuida al cuidador, sea un familiar o no? Su tarea es dura y sacrificada. Existen programas de apoyo psicológico a familias y cuidadores de enfermos de Alzheimer. Ellos no sufren, pero sus acompañantes, sí. Es fácil que se desanimen y entren en una depresión al ver que la enfermedad no se detiene. Pero están ayudando a que el paciente la sobrelleve mejor y, al mismo tiempo, están dejando bien alto el pabellón de la dignidad humana y la importancia del amor. Hoy en día, al flaquear la convivencia continuada en las parejas y las familias, el mérito del cuidador abnegado es mucho mayor. Crece el número de pacientes que tienen que ser ingresados en centros especializados porque no tienen pareja o un familiar que se preocupe de ellos. Sucede más en otros países de tradición más individualista que en los meridionales, donde la familia está más presente y se hace vida comunitaria. Aún así, los cuidadores necesitarán apoyo. Y empieza porque ellos o ellas puedan ver que la familia y los amigos están pendientes del enfermo.

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–Usted afirma que gobiernos y empresas deben preocuparse por la investigación y garantizar a estos enfermos una vida digna. ¿Dónde está esta justicia cuando no hay medios? 

–La justicia de un país se ve, ante todo, en el modo y los medios con el que tanto las instituciones como la sociedad tratan a la gente mayor, así como a la infancia y a la juventud. Falta bastante para mejorar en el tratamiento de la enfermedad del Alzheimer y el apoyo a sus cuidadores. Es un asunto de la sanidad, tanto pública como privada, pero también del gobierno y la administración, incluida la de justicia, que deben poner medios e introducir programas en el combate contra esta epidemia, por así decirlo, dada su magnitud. No se olvide que en el caso del Alzheimer la enfermedad puede iniciarse antes de los sesenta años, cuando aún nos parece que estamos bien. El diagnóstico precoz es muy necesario. También hay que mentalizar a la industria farmacéutica para que haga un mayor esfuerzo en la farmacología de la enfermedad.  

–Muchas de estas cuestiones son aplicables a cualquier persona dependiente. ¿Nuestra sociedad les ofrece verdaderamente una vida digna? ¿Hemos olvidado lo que significa la dignidad?

–No creo que hayamos olvidado el valor de la dignidad. Afortunadamente, cada vez se tiene más conciencia de la necesidad de tener un mínimo de seguridad y bienestar en la vida. Pero una cosa es la calidad de vida y otra la dignidad de vida. Aunque una no pueda darse sin la otra, la esencial es la dignidad de vida. Nunca se hará lo suficiente para protegerla porque la fuerza del egoísmo y la irracionalidad humana, que conduce a la desigualdad y al conflicto, no va a desparecer. La dignidad es el único valor absoluto y el único por el que valdría la pena dar la vida. Otros valores pueden ser malos si no se acompañan de dignidad. “Quien fuera diamante puro, piensa un pepino maduro. Todo necio confunde valor y precio”, escribió Machado. La dignidad, no tiene precio