Bouquet (merlot), 2020, de TR Ericsson / HI-PROJECTS

Bouquet (merlot), 2020, de TR Ericsson / HI-PROJECTS

Letra Clásica

TR Ericsson, lo mejor de Arco

La primera impresión que provocan las serigrafías de TR Ericsson está marcada por una elegante desolación

13 marzo, 2022 00:00

“Me siento como si me fuese. Claro que no hay ningún sitio adonde ir y de todas maneras no puedes huir de ti misma. No sé qué hacer, esto me está royendo por dentro. Qué voy a hacer, escríbeme, dime algo = Haz algo. Estoy lista para croar como una rana… para mí no hay escapatoria ni refugio en ningún sitio en este mundo… No tengo donde ir ni dinero para ir allí. Hijo = qué puedo hacer. Ayúdame. Ayúdame. Creo que me estoy volviendo loca. Estoy hecha pedazos. Por favor llama o escríbeme cuando recibas esto. Tengo que oírte sobre esto. Siempre con todo mi amor hijo”.

La reproducción serigrafiada de esta carta patética, fechada en el año 2003, en Cleveland, Ohio, y enviada a Nueva York, es una más de las muchas obras de TR Ericsson (1972), un artista norteamericano que expuso en Arco en el espacio de la galería Harlan Levey Projects, y que fue una de las aportaciones que más nos impresionaron en la feria de este año, que se celebró el mes pasado.

Cartas, entre los materiales de TR Ericsson / HI-PROJECTS

Cartas, entre los materiales de TR Ericsson / HI-PROJECTS

La carta la envió Susan Robinson a su hijo, estudiante en una escuela de arte, antes de suicidarse, en el año 2003, teniendo 57 años de edad. Su reproducción serigrafiada es una más de las piezas, de las muchas piezas que éste ha dedicado a la memoria de su madre en un trabajo de ribetes obsesivos. Leyendo la cartela uno se entera además de que en la tinta de la serigrafía se mezclan cenizas mortuorias, y que ésta es una práctica habitual en Ericsson. Al incorporar las cenizas de su madre a algunos de los impresionantes trabajos que ha dedicado a su memoria, a la memoria de su vida desdichada, zozobrante, alcoholizada, en el límite de la indigencia y con tan mal final, físicamente introduce parte de sus vestigios, de su propio cuerpo, en la obra de arte Y al ser expuesta ésta en los museos que las compran le otorga una segunda vida simbólica e idealizada (aunque desde luego no se puede decir que sea una segunda vida feliz), y no sólo eso, sino que también confiere a la obra misma una dimensión animista y hechicera. Yo creo que los brujos de las tribus primitivas operan de forma análoga. Y no sólo ellos sino todos nosotros, fetichistas de un tipo u otro de objetos --sean reliquias religiosas, óleos de buenos pintores, objetos heredados, etc-- que les atribuimos un poder de evocación especial y establecemos con ellos relaciones emocionales.

Monumentos de amor

La primera impresión que provocan las serigrafías de TR Ericsson, elaboradas a partir de viejos documentos (como la carta que he transcrito en el primer párrafo) y fotografías casuales, muchas veces instantáneas familiares sin especial valor ni interés estético, fotografías y documentos que han sido rescatados de su destino natural que era la destrucción, bañados en sustancias agresivas, muchas veces el vodka al que la desdichada señora Robinson era demasiado aficionada, que los vuelve borrosos e imprecisos, como si cayese sobre ellas no ya el líquido alcohólico sino como si se estuvieran ahogando en tiempo y en olvido, es una impresión de elegante desolación. Una impresión de verdad pura.

Con el lenguaje típico del mundo curatorial, la Harlan Levey sostiene que estas obras son una indagación sobre el tiempo y la imagen, la vida y no sé qué más cosas; el mismo TR dice ofrecer este trabajo “con un espíritu más de redención que de dolor elaborado”; y todo ello es plausible, lo cierto es que estas obras son indiscretos monumentos de amor y grandes lamentos, responsos abismales. Que el “acabado” sea tan bonito y aparentemente frío, técnico, precisamente las hace aún más lancinantes.

Muchas se basan en los archivos de fotos de familia. Las que vimos en Madrid estaban hechas reuniendo imágenes de su madre, Susan, hija de padres divorciados, tomadas en 1963 en California, durante un viaje a casa del padre que hizo a los diecisiete años con la idea de quedarse a vivir con él (pero volvió enseguida con la madre) y los informes sobre su suicidio realizados por el laboratorio forense en el 2003. Yo diría que TR Ericsson traslada al escenario de la exposición artística esa tendencia literaria hoy tan difusa (y tan denostada por algunos buenos críticos) que es la llamada autoficción. No vamos ahora a entrar a analizar el tema de la autoficción, pero es obvio que es algo más que una salida fácil y kitsch al problema de la falta de imaginación (tipo “como no se me ocurre nada, contaré la triste historia de mi madre que no me quería y éramos muy desdichados”) sino que es un signo de los tiempos y responde --de lo contrario no tendría el éxito que tiene-- a un determinado estado mental y emocional colectivo. En cualquier caso, la obra de Ericsson, como hemos dicho ya, está entre lo que más nos gustó en la pasada feria de arte; y creo que no sólo a nosotros.