El editor y crítico literario Ignacio Echevarría, en Sevilla / @JMSANCHEZPHOTO

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Letra Clásica

Ignacio Echevarría: "La connivencia de editores, autores y periodistas en los premios da vergüenza"

El editor reivindica la naturaleza artesanal de su oficio, defiende una reformulación integral de la crítica literaria y advierte sobre los peligros de la concentración editorial

30 noviembre, 2020 00:10

En el menguante territorio del periodismo cultural en España, Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960) resiste como una de las voces más contundentes. Suele escribir con una fiereza de colmillo asomado, aunque muchas veces le basta con ese registro de lector intenso adquirido durante su etapa de editor en Tusquets y Círculo de Lectores, donde estuvo a cargo de las obras completas de autores como Franz Kafka, Elias Canetti, Juan Carlos Onetti y Nicanor Parra. De él podría decirse que en su trabajo no asoma la costumbre sino la vocación. Como si, en el fondo, creyera que en los libros es posible confirmar que un rato de felicidad da sentido a toda a una vida.

–De reciente aparición, su libro Una vocación de editor (Gris Tormenta) es un ensayo sobre el oficio de editor y un tributo a Claudio López Lamadrid. ¿Qué destacaría de su labor? ¿Qué ha quedado?

Claudio [López Lamadrid] postuló un nuevo modelo de editor, menos personalista, menos autorial que el modelo clásico, más preocupado por sintonizar con su público y adaptarse a las tendencias del momento, en una dialéctica sinuosa entre prescripción y moda.

–Precisamente, de su mano, usted se inició en la labor de edición en los años ochenta en Tusquets “en un clima muy amateur”, según ha confesado en alguna ocasión. Imagino que aquella experiencia debió curtirle.

Oh, sí, fue un auténtico máster aquello. Fue en el final de toda una época de la edición que pronto iba a quedar barrida por los grandes conglomerados multinacionales y el impacto de internet, si bien quedan rastros en el ecosistema de las microeditoriales.

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–Y de ahí a Círculo de Lectores, que usted ha calificado como su edad de oro.  ¿Qué supuso su entrada en la aventura de Hans Meinke? 

Supuso incorporarse a lo que hoy se nos antojaría una verdadera utopía. Un proyecto editorial sostenido por una masa social de un millón y medio de abonados que procuraba un soporte lo suficientemente sólido como para emprender proyectos de una ambición y de una exigencia casi imposibles de emular en la actualidad. He discurrido ampliamente sobre eso en el prólogo a un libro de inminente aparición: Círculo de Lectores: historia y trascendencia de un proyecto editorial, de Raquel Jimeno.

–¿Fue allí donde descubrió esa tarea de cuidar los textos?

Sí, gracias sobre todo a Norbert Denkel, fotógrafo, diseñador y tipógrafo alemán del que aprendí la parte que más me gusta de mi oficio, que es la artesanal. Eso mismo: cuidar los libros en todos sus aspectos, materiales también, gráficos, y no sólo intelectuales y lingüísticos.

–¿Qué ocurrió para la desaparición de un club de lectura con más de un millón de socios?

El modelo del club de libro prosperó en unas condiciones culturales y sociológicas muy distintas a las de la actualidad. Había que emplear imaginación y audacia para adaptarlo a los nuevos tiempos. Pero eso es lo que faltó. Faltó un Hans Meinke de nueva hornada que supiera reformular el club de libro en los tiempos de internet, de las redes sociales, del libro digital y de las tarjetas de crédito, en los tiempos en que no hay nadie en casa para recibir al agente comercial que te llevaba los libros. Sin duda era posible tal cosa. Pero los directivos de Bertelsmann, apoltronados en sus sillones, descartaron esa posibilidad y dilapidaron unas portentosas estructuras comerciales que aglutinaban, en efecto, a millones de familias y satisfacían la permanente necesidad de orientación y de compañía que siguen teniendo.

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–¿Esa experiencia en Círculo de Lectores pudo tener su continuidad en Galaxia Gutenberg?

No, se trata de dos cosas distintas. Galaxia Gutenberg fue desde su origen un sello convencional, creado para dar salida en el circuito de librerías a algunas producciones exclusivas del club (serie de obras completas, grandes libros ilustrados, etc.).  Un sello exigente y bien formulado, pero que jugaba en la misma liga que los ya conocidos.

–En el momento actual cada vez es mayor el dominio de los dos grandes imperios editoriales –Planeta y Penguin Random House– en el mercado español. ¿Lo considera usted, como otras voces, una amenaza para la diversidad del libro?

Soy poco dado al catastrofismo. Sin duda, esa concentración editorial entraña sus peligros y tiene efectos perniciosos. Pero, por un lado, está la posibilidad –que Claudio [López Lamadrid] tanteó– de sacar partido de esas grandes estructuras. Y, por otra, está toda esa flora ya aludida de las editoriales pequeñas y las microeditoriales que prosperan en el terreno esquilmado de las grandes corporaciones. Por lo demás, la industria editorial lleva ya tres décadas en una auténtica montaña rusa de transformaciones y de crisis que hacen que sea muy difícil especular sobre su futuro y su desarrollo, sobre su configuración futura. Yo siempre creo en la capacidad que tiene el factor humano de sorprendernos y de cambiar las cosas, en la posibilidad de que surja gente no sólo con visión de futuro, sino resuelta a influir sobre él, capaz de reorientar las inercias del empresariado.

–¿Qué nos perdemos con la paulatina extinción de la clase media editorial en España?

No estoy tan seguro de esa extinción. Le diría que nos perdemos la clase media de los lectores. Pero no sé cuál es la causa y cuál la consecuencia. Quizás es pronto todavía para saberlo. La solidez de sellos como Acantilado invita a pensar que la partida no está perdida, que la sociología de los lectores está en plena ebullición, y que es arriesgado hacer pronósticos.

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–¿Qué futuro le aguarda a las editoriales independientes? ¿La especialización o la literatura de nichos es la única salida para los sellos pequeños y medianos?

No me lo parece. Tiendo a pensar más bien en una dialéctica entre pequeñas y grandes editoriales. La función de las editoriales independientes, por llamarlas así, con todas las reservas, es la de rastrear el terreno, detectar tendencias, articular nuevas sensibilidades con una capilaridad que les está vedada a las grandes estructuras. Pienso en esos pájaros que se alimentan de los restos de comida que quedan en las fauces de los cocodrilos, que dormitan con las mandíbulas abiertas. Pero pienso también en los que alertan con su vuelo de lo que está por llegar. 

–Querría preguntarle por la edición desde las instituciones públicas. ¿No está en ocasiones mal enfocada, convirtiéndose en competencia desleal para las editoriales comerciales?

La edición institucional es irrelevante, al menos en la actualidad. El PSOE desmontó en 1982 la Editora Nacional, que creo que debería refundarse. En otro lugar he dicho que Círculo de Lectores cumplió en los años 80 y 90 las funciones de una Editora Nacional. Publicaba, como aquélla, libros que nadie se atreve a publicar pero que nadie duda de que son bienes culturales, por muy reducido que sea su público o por muy costosos que sean sus preparativos o su realización. Lejos de mostrarme suspicaz con las publicaciones institucionales, tiendo más bien a reclamarlas como instancias de compensación de las carencias y deficiencias del sistema editorial comercial, lamentando que la mayoría de sus libros obedezcan a motivaciones coyunturales y se pudran en los sótanos de ayuntamientos, diputaciones, consejerías, museos, etcétera.

–Los premios literarios, ese fenómeno tan singular del sector del libro español, ¿son un mal necesario o una costumbre a erradicar?

Son una peste. Y no son un mal necesario, por muy difícil que sea erradicarlos. Son una anomalía del sistema editorial español, justificada por las circunstancias culturales del franquismo. Pero hace ya mucho que perdieron su función original –compensar la cerrilidad de la cultura oficial– y se han convertido en estructuras publicitarias cuyo efecto es distorsionar gravemente las dinámicas más naturales del campo literario. Bastaría que los medios de comunicación cesaran de publicitar gratuitamente estos flagrantes montajes comerciales para que todo su corrupto teatrillo se desmontara. La connivencia de editores, agentes, autores, jurados y periodistas en estos estúpidos tinglados da a veces vergüenza, como la dan también los autores que van ganando, sucesivamente, uno después de otro, el premio Nadal, el Primavera, el Biblioteca Breve, el Alfaguara, etcétera.

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–¿Le ha interesado alguna vez una novela ganadora del algún premio bien retribuido, tipo Planeta o Alfaguara, por poner algún ejemplo?

Pocas veces, pero sí alguna. Donde menos se espera salta la liebre. El Planeta mismo ha tenido etapas en la que apostaba por autores de calidad que, si bien han entregado al premio novelas no muy exigentes, no dejan por eso de ser quienes son. Me parece que eso no me ha ocurrido nunca, de momento, con el Alfaguara. O sí, con las novelas de Ray Loriga y Patricio Pron, a quienes sigo. Pero la verdad es que, conociendo el paño, hay que atravesar una gruesa capa de escepticismo para ponerse a leer una novela ganadora de estos premios.

–¿Es tanta la influencia de los grandes agentes literarios en el destino de los premios o en el juicio de la crítica, por citarle algunos ejemplos?

En el juicio de la crítica no me consta que los agentes tengan influencia. En los premios, sí. A ellos acuden directamente los editores para que les proporcionen novelas de autores más o menos afamados, por lo general dispuestos a cambiar de sello si la cuantía del premio resulta suficientemente sustanciosa. Un cambalache más deprimente que indignante.

–Imagino que el nombre Andrew Wylie no le trae precisamente buenos recuerdos…

Imagino que lo dice porque actuó como único testigo de la parte demandante en el juicio en que se desestimaron las acusaciones de la viuda de Bolaño sobre mis actuaciones. Pero qué iba a hacer el pobre Wylie. ¡Es su cliente! Tengo amigos que me aseguran que es un tipo estupendo. Como agente, para mí encarna lo peor del oficio: la prepotencia, la ausencia de escrúpulos, el oportunismo. Pero basta ver su agenda de autores para darse cuenta de que algo hará bien, por mucho que su administración del legado de Bolaño no haya sido especialmente brillante ni convincente. 

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–Tejió una gran amistad con Bolaño, ocupándose de la publicación de sus primeros libros póstumos. Usted avisó de la existencia de un proceso de mitificación en torno a su figura, con malentendidos y exageraciones, ¿en qué sentido? 

Lo del proceso de mitificación es algo más o menos inevitable sobre lo que no recuerdo haber dado ninguna voz de alarma. Otra cosa son los malentendidos. Se sabe que en Estados Unidos se abonó la leyenda de un Bolaño beat, drogadicto, rebelde, que se ajusta muy poco con la realidad y que ha derivado, en ocasiones, en una lectura reaccionaria de su obra. Por lo demás, Bolaño resiste cualquier malentendido y cualquier exageración. Su sombra todavía se proyecta hacia delante.

–¿Le preocupa que el negocio del libro reduzca riesgos a costa de la precarización de toda la cadena de producción (autores, traductores, correctores…)?

Esa precarización viene produciéndose desde hace al menos dos décadas, y parece imparable. Las vacas gordas del mundo de la edición ya han pasado. El proletariado editorial (e incluyo a los traductores) ha estado siempre malpagado. En cuanto a los autores, excepto los que se dedican a fabricar best sellers, ya pueden olvidarse de los adelantos que se pagaban en los años 90 y aun después. No hay nada que hacer en este sentido. Si bien no creo que haya una relación directa entre la buena literatura y las buenas condiciones económicas de los escritores, por muy a favor que esté de que éstos vivan con toda la holgura que sea posible. Allá cada cual con el ramo que escoge para ganarse la vida. A la vista están los datos.

–¿Percibe que esa precarización ha afectado a los niveles de calidad o los criterios de selección de las editoriales, por ejemplo?

En cierto sentido quizás sí. Si los informantes editoriales, que seleccionan los manuscritos, deben leerlos a destajo por cantidades irrisorias, es fácil deducir la desgana con que leerán libros que se aparten de la norma, de lo consabido. Pero es que los mismos informantes van siendo sustituidos cada vez más por los agentes, a quienes acuden los editores en busca de materia prima. A ratos pienso que lo bueno, como el agua, se abre paso tarde o temprano, de cualquier manera. Otras veces no sé qué pensar. Sin duda, el sistema se cierra para los productos anómalos. Pero ahí está el papel de las pequeñas editoriales, de la entusiasta autoexplotación a que se someten sus impulsores, dispuestos a encontrar pepitas de oro en los arroyos más remotos, como los viejos buscadores del Oeste.

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–No sé si la crisis del coronavirus le dará el golpe definitivo a la industria del libro. Evidentemente, no en el sentido de la desaparición, pero sí acusando tendencias como la precarización o el predominio de Amazon como canal de venta.

Me temo que algo de eso ocurrirá, sí. La precarización ya está aquí. En cuanto al sistema de ventas… Amazon no es una amenaza para la industria del libro tanto como para el circuito de las librerías. Pero sobre eso habría mucho de qué hablar.

–La crítica literaria –y cultural– está acusando el declive de los periódicos. ¿Qué futuro le aguarda?

Hace ya mucho que la crítica debe reformularse enteramente. Reformular sus planteamientos, sus objetivos, sus procedimientos… ¡su público! Llevamos un siglo anunciando su decadencia. Me impresiona constatar la falta de imaginación para discurrir fórmulas nuevas. A lo mejor las tenemos en las narices y no sabemos verlas. En cualquier caso, pasó el tiempo de las lamentaciones. A quien se interesa por la crítica sólo le queda actuar, en la medida de sus posibilidades, 

–¿Es compatible la prescripción atendiendo a criterios de calidad y valores literarios sin medios fuertes e independientes económicamente?

Creo que sí. Me sorprende que internet no haya acuñado aún nuevos moldes críticos que sean ya de curso corriente. Pero llegarán. Es pronto todavía. Recordemos que, cuando se inventó el automóvil, los primeros diseños, durante bastante tiempo, imitaban los carruajes tirados por caballos: los coches. Todavía estamos en eso.

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–Sobre este mismo asunto, ¿cree que han cambiado las relaciones entre el crítico y el editor a raíz de la pérdida de influencia y alcance de los periódicos?

Más que cambiar, se han vuelto irrelevantes. 

–Usted lleva desde comienzos de los noventa como freelance. ¿Por qué esa elección? ¿Una cuestión de libertad, quizás?

Quedaría muy bonito hablar de libertad, pero fue más bien una cuestión de incompatibilidad temperamental con los horarios de oficina y las servidumbres (que no los privilegios, ay) del asalariado. Me gusta leer y trabajar al aire libre. Digámoslo así.

–Abundan las revistas y las publicaciones digitales dedicadas al mundo de los libros, pero acaso se echa en falta en muchas más profundidad. Se asemejan, por así decirlo, a la mesa de novedades de las librerías. ¿Es posible esa combinación?

Supongo que sí. Soy un neanderthal del mundo digital, pero creo en las posibilidades, ya que no en el futuro. Todavía somos, me temo, los gorilas que dan vueltas asombrados al monolito de 2001: Una odisea en el espacio.

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–En su opinión, ¿ha puesto en riesgo el procés la consideración de Barcelona –su ciudad natal– como capital editorial en español?

Sospecho que bastante menos de lo que se temió. Y, en cualquier caso, no me preocupa gran cosa, a pesar de que mi negociado, por así decirlo, está en el mundo editorial en castellano.

–En una charla, precisamente, con López Lamadrid, subrayaba la existencia de dos mundos diferenciados, sin conexión, entre la edición en catalán y la edición en castellano. ¿Persiste ese aislamiento? En caso afirmativo, ¿qué consecuencias tiene?

Soy mal observador de estas cosas. Puede que esos mundos paralelos tengan en la actualidad más puntos de convergencia que en el pasado, siquiera sea por imperativo político. A mis ojos, sin embargo, siguen siendo mundos paralelos, y peor consecuencia de que lo sean es que lo sigan siendo, aunque parezca un chiste.

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–En su ensayo Trayecto: Un recorrido crítico por la reciente narrativa española ponía el foco en el pacto cultural de la Transición que la condujeron desde la resistencia hasta el ornamento. ¿Qué nos perdimos con ese intercambio?

La cultura de la Transición, como la bautizó mi amigo Guillem Martínez, espantó durante años el espíritu crítico, la insumisión, la resistencia al status quo. Y de aquellos polvos estos lodos.

–¿Está dotado el crítico para la creación literaria o sería implacable con su propia obra?

Pues claro que lo está. Los mejores críticos de los que se tiene noticia son en su mayoría escritores, artistas, creadores. Y, sin duda, la crítica puede ser un género literario, al menos cierta crítica, que yo no he practicado, o apenas. Por lo demás, pienso que la institución literaria es dinámica: llamamos literatura, en la actualidad, a cosas que jamás hubieran pasado por literatura tiempo atrás. Y viceversa. ¿Qué hacen una moneda o un hacha en un museo de arte? Pues algo parecido ocurre en las bibliotecas, hacia el pasado y hacia el futuro.