Letra Clásica
Vilallonga en Río, en Wannsee y en Lipp
Las numerosas anécdotas de Vilallonga muestran su sentido de la deportividad y su humor, que supo plasmar en toda su obra literaria
19 julio, 2020 00:10Una vez el editor Asensio envió a José Luis de Vilallonga a Brasil, con la misión de escribir una biografía de Ronald Biggs, miembro destacado de la banda del “asalto al tren de Glasgow”: un crimen famoso conocido como “el robo del siglo” por la audacia y precisión con que se llevó a cabo y por la gran cantidad de dinero que proporcionó a los 15 ladrones, aunque poco lo disfrutaron en la cárcel, donde pronto fueron a parar. Biggs logró fugarse de prisión y tras muchas peripecias en Australia y México se refugió en Brasil, donde tuvo un hijo con una bailarina de night club llamada Raimunda de Castro, lo que le ponía a salvo de toda extradición. En Río de Janeiro disfrutaba de una apacible vida de expatriado jubilado.
En las primeras negociaciones para determinar el coste de los derechos sobre la biografía y la colaboración de Biggs, Vilallonga almorzaba con él en un buen restaurante de Río. Otro comensal se acercó a saludar efusivamente a Biggs. Era, le contó éste a Vilallonga, el director de un banco. Se habían hecho amigos, aunque sus relaciones no empezaron bien. Unos meses antes, aquel banquero se había jactado ante él, en aquel mismo restaurante, de que había instalado en su banco medidas de seguridad a prueba de ladrones británicos. Biggs recogió el guante. El viernes fue al banco, se escondió en el lavabo, aguardó a que los empleados cerrasen y se fuesen, y dispuso de todo el fin de semana para desvalijarlo a conciencia. El lunes por la mañana salió tranquilamente por la puerta, confundido con los empleados que regresaban a sus puestos de trabajo. Y esa misma tarde se presentó en el despacho del angustiado director y le devolvió el botín con esta frase: “Para que aprenda a no subestimar a los ladrones británicos”.
"Yo soy un ladrón"
Con historias suculentas como ésta, Vilallonga se las prometía muy felices, estaba seguro de que su biografía sería un best seller. Por eso permaneció tres meses en Río, conversando con Biggs, tomando copiosas notas, escribiendo y, en fin, trabando con él una buena amistad. De vuelta a España concluyó rápidamente el libro y las revistas del grupo Z anunciaron a bombo y platillo la próxima aparición de la biografía del famoso ladrón por José Luis de Vilallonga.
Pero entonces llegó al despacho de Asensio un fax de Stein, Stein, Levy & Pickeford, despacho de abogados que representaba a una gran editorial norteamericana, informándole de que tenían un contrato en exclusividad con Biggs, del que adjuntaban copia, y advirtiéndole que si publicaba el libro anunciado se verían en los tribunales. A Asensio no le quedó más remedio que tirar el manuscrito de Vilallonga a la papelera y dar por perdido el dinero pagado al ladrón por su colaboración, más los gastos de la estancia del escritor en Río. Éste, lógicamente encolerizado, telefoneó a Biggs: “Eres un hijo de puta, he perdido tres meses escuchando tus andanzas y trabajando para nada. ¡Yo creía que éramos amigos”. El otro respondió: “Y lo soy, José Luis, soy tu amigo, pero olvidas una cosa: yo soy un ladrón”.
Esta historia, que Vilallonga cuenta con mucha más gracia y muchos más detalles en alguno de sus libros, siempre me ha gustado por la deportividad y el sentido del humor del novelista barcelonés, a quien no se le caían los anillos, como se ve, por contar fiascos así, situaciones de las que no salía muy bien parado, siempre y cuando hubiera una historia divertida o interesante que sacar de ellas y transcurriese en algún ambiente exótico o lujoso, para que se viera que de todas maneras, aunque el ladrón le tomase el pelo, the world was his oyster, “el mundo es mi ostra”, como dicen en inglés.
Oficiales alemanes
Así también recuerdo la anécdota que contaba en La nostalgia es un error sobre el editor alemán que le invitó a cenar en su palacete de Wannsee para convencerle de firmar un contrato. Para añadirle un poco de dulzura y sensualidad a la cena, el editor había invitado también a dos preciosas, altísimas y sofisticadas jóvenes, Odile e Iris, vestidas con elegantes trajes de noche. Después de cenar el editor se retiró a sus habitaciones con Odile, y Vilallonga se fue a su cuarto con Iris, que era encantadora; pero renunció a acostarse con ella cuando se desprendió de su Balenciaga y reveló que era una transexual. Al marqués esto no le iba; Iris se encogió de hombros y se fue a su cuarto; y a la mañana siguiente cuando estaban el editor y Vilallonga desayunando, las dos transexuales pasaron a despedirse, pero ya vestidas de uniforme militar, con sus gorras de plato, pistola al cinto y correajes incluidos, pues en su vida diurna eran muy masculinos oficiales del ejército alemán. (En aquella época el ejército no admitía mujeres)
Las dos anécdotas que he recordado aquí siguen una misma pauta: ambientes elegantes y cosmopolitas del gran mundo, seguidas de un desenlace divertido y grotesco en el que los protagonistas revelan sus contradicciones y debilidades, el narrador queda pasablemente burlado, y el mundo revela su naturaleza de simulacro, de representación teatral en la que sería tonto creer.
Pero mi historia preferida de Vilallonga no la he leído en sus libros sino que me la contó Albert Mauri, hombre de vasta cultura, al que conocí en ambientes editoriales, y uno de los mejores narradores orales que he conocido en mi vida.
Su padre trabajaba en una oficina bancaria de la calle Lauria a la que siendo todavía joven acudió Vilallonga, que vivía en París pero estaba pasando una temporada en Barcelona, para retirar un millón de pesetas. Y al cabo de unas pocas semanas, volvió a retirar otro millón. Como al escritor parecía quemarle el dinero y estaba dejando su cuenta en números rojos, el señor Mauri senior le preguntó para qué necesitaba tanto dinero. Vilallonga se lo explicó:
--Llevo un par de meses viviendo en el Ritz, porque estoy a malas con mi padre y no quiero instalarme en su casa. Y como usted comprenderá, cuando vienen los amigos a comer o cenar conmigo, no puedo dejar que paguen, estando en mi hotel. ¿Entiende, señor Mauri, por qué el dinero vuela?
--Entiendo. Pero mire, don José Luis-- El bancario paternalmente le convenció de que pelearse con el padre es una chiquillada, de que se reconciliase con él y dejase el hotel por el palacio Maldá, la espaciosa y confortable casa familiar. Así su madre estaría muy contenta, y él se ahorraría una fortuna. El escritor comprendió que tenía razón, le hizo caso, dejó el Ritz y volvió a casa como el hijo pródigo, y quedó muy agradecido al señor Mauri por tan sensatos consejos.
Años después Albert (Mauri junior) se casó con una inteligente, bella y rubia chica alemana, llamada, si mal no recuerdo, Jeanette, y el viaje de bodas les llevó a París. Esta noche, le dijo Albert a Jeanette, te llevaré a cenar en la brasserie Lipp, que es uno de los sitios chic preferidos por el tout Paris.
(Sí, muy prestigioso local, aunque con una leyenda tenebrosa porque a su puerta, 151, Boulevard Saint-Germain, el líder de la oposición marroquí a Hassan II, Mehdi Ben Barka, fue abordado por dos policías, falsos o auténticos, introducido en un coche y secuestrado, probablemente por los servicios secretos marroquíes, acaso en colaboración con los franceses, sin que nunca más se haya sabido nada de él)
Vilallonga, con su mejor luz
Cuando los recién casados llegaron, por desgracia Lipp estaba abarrotada y solo pudieron acceder al peor sitio del comedor: una mesita bajo la escalera y al lado de la puerta de los lavabos. Pero bueno, esto es Lipp, decía Albert, resignándose. Mira, Jeanette, aquel señor de allí al fondo es Michael Piccoli, el famoso actor, y la mujer que le acompaña es Catherine Deneuve. Mira en esa otra mesa, esa pareja que come sopa son Sartre y Beauvoir. Aquel tipo es François Mitterrand, el jefe de los socialistas…
En ésas entra en el comedor de Lipp José Luis de Vilallonga, con un séquito de actores y actrices. Ve a Albert bajo la escalera (hay que decir que se parece muchísimo a su padre), se lo queda mirando y le dice: "¿Perdone, no será usted Mauri? Ah, su hijo. Yo le tengo mucho aprecio a su padre… ¿Y puede saberse qué hace en París? ¿En luna de miel? Felicidades…. Pero ¿por qué ha elegido esta mesa tan desdichada?... ¿Que no había otra? Esto no puede ser, espere, vamos a arreglarlo”. Chasqueando los dedos, Vilallonga llama al maître –“¡Gaston! ¡Gaston!”--, le imparte instrucciones, le desliza discretamente un billete, y en dos minutos hay un ir y venir de camareros llevando en alto una mesa, con revuelo de manteles, dos sillas, platos, cubiertos, vasos y copas, para instalar a los recién casados en medio del comedor, en el corazón de la fiesta, en el luminoso corazón de París.
Y cuando iban a pedir la cena, todavía el sommelier acerca un cubo de hielo con una botella de champagne. “Monsieur de Vilallongá se la envía”. Albert alza la cabeza y ve, unas mesas más allá, el saludo que le envía Vilallonga antes de volver a abstraerse en la conversación con sus amigos y olvidarse ya de ellos dos. Gesto gratuito de humanidad y de simpatía que, como una promesa de que la vida sería con ellos benigna, redondea magníficamente la escena y retrata a Vilallonga a su mejor luz.