El poeta  W. H. Auden / WIKIPEDIA

El poeta W. H. Auden / WIKIPEDIA

Artes

Los renos de Auden y la jirafa de Gumiliov

Consciente de la variedad del mundo, nuestra inteligencia nos permite asistir simultáneamente a fenómenos diversos y hasta de naturaleza contraria

29 marzo, 2020 00:00

Pienso en el elefante.

Los titulares del boletín de Radio Praga Internacional de ayer dicen: Sigue aumentando la cifra de contagios en Chequia – El gigante automotriz Skoda prolonga el cese de su producción – La embajada checa en EEUU recomienda compra de boletos de avión para volver a Europa. Nace una cría de elefante en el zoológico de Praga.

Me parece especialmente interesante el nacimiento del bebé elefante, que como todos los de su especie debe de pesar cien kilos y tener un metro de altura. ¿Cómo vivirá su vida en aquel zoo de las afueras, al otro lado del río Vltava?

Todo tiene su importancia, pero… el elefante… el elefantito…

Consciente de la variedad del mundo, nuestra inteligencia nos permite asistir simultáneamente a fenómenos diversos y hasta de naturaleza contraria, pero este ojo mental que ve en varias direcciones, esta conciencia panóptica tiene el efecto –el defecto, acaso—de despegarnos de las cosas al hacernos conscientes de su importancia relativa. Esta relatividad, también del yo, el yo que en el cerebro primitivo lo ocupaba todo, también, digo, del yo y su sufrimiento, se siente de una forma tan aguda y doliente que los poetas no han podido dejar de cantarla y los artistas de representarla.

Pienso por ejemplo en La Flagelación de Cristo de Piero della Francesca, tabla dividida en dos asuntos dispares –quizá enigmáticamente relacionados–: al fondo a la izquierda, la flagelación de Cristo propiamente dicha; delante a la izquierda, la serena conversación de tres caballeros de espaldas al drama. Sobre u identidad, y sobre porqué están allí se han hecho innumerables cábalas y Carlo Ginzburg le ha consagrado su estupendo Indagine su Piero.

Lo que interpelaba a Auden 

Pienso en esas fabulosas panorámicas de la pintura donde se expone todo el esplendor de la naturaleza, del trabajo de los hombres, de la fantasía de los cielos, indiferentes a la tragedia humana en un rincón más o menos pequeño de la pintura: la Caída de Ícaro de Brueghel, o la épica Batalla de Alejandro en Issos de Albrecht Altdorfer, donde con el mismo detallismo de los ejércitos en liza se nos presenta el vuelo de un pajarillo o el curso de un río entre pintorescos meandros hacia el mar y las islas que se alejan bajo el cielo revuelto.

De igual manera nosotros, encerrados por miedo al contagio en nuestros palacios, en nuestras grutas y en nuestras guaridas, nos hemos enterado de que los canales de Venecia han vuelto a se diáfanos y otra vez circula por sus aguas cristalinas una feliz fauna marina. Incluso delfines, según dicen…

Los poetas lo saben. Auden visita el museo de Bellas Artes y describe esa caída de Ícaro: Los Viejos Maestros nunca se equivocaron acerca del sufrimiento, dice. Tiene lugar mientras otro come o abre una ventana o sencillamente pasea aburrido; “y el caro y exquisito barco que debía haber visto / algo asombroso, un chico cayendo del cielo, / tenía que llegar a alguna parte y tranquilamente siguió su curso.”

Éste debía de ser un tema que interpelaba a Auden, porque vuelve a él, ahora en versos de arte menor y tono tragicómico más desenfadado, en La caída de Roma. Cada estrofa retrata algo que pasa en ese momento de colapso, y la penúltima dice: “Sin las dotes de la riqueza o la compasión, / unos pajarillos de patas rojas / mientras empollan sus huevos moteados / observan cada ciudad infectada de gripe.” Y a renglón seguido, sin solución de continuidad ni transiciones, la última estrofa dice: “En otro lugar del todo distinto, enormes / manadas de renos atraviesan / millas y millas de dorado musgo, / en silencio y muy deprisa.”

La vida del Elefante

Es como si la poesía se hubiera inventado como un lenguaje capaz precisamente de expresar los poderes de ese ojo panóptico, sus veloces parpadeos, esa fabulosa, lacerante, fría simultaneidad de las cosas. En esto el más audaz fue Nikolai Gumiliov (1886-1921) con su famosa La jirafa, que se encuentra en internet en seis versiones en español y veintiuna en inglés.

En La Jirafa el poeta de San Petersburgo, asiduo viajero por el África Negra, héroe de la primera guerra mundial, poeta de la escuela acmeísta, primer marido de Anna Ajmátova, habla con su amada, que está deprimida y ensimismada e intenta consolarla: “Hoy descubro que tienes una mirada triste, / una particular finura de los brazos que rodean tus rodillas. / Pero escucha: muy lejos, allá en  el lago Chad, / Se pasea con gracia una jirafa…”

Gumiliov no ocultaba que despreciaba a los bolcheviques y que execraba su poder. Era un espíritu demasiado sutil y refinado para Lenin y sus criminales. Le acusaron de formar parte de una inexistente conspiración monárquica y lo fusilaron junto a otros sesenta inocentes.

“¿Lloras? Escucha: muy lejos, allá en el lago Chad / se pasea con gracia una jirafa.” Según la versión de Prieto y Hernández Bustos.

Llevo un rato pensando en Gumiliov. Pensando en las ciudades infestadas de Auden .

Pensando en el elefante que acaba de nacer en el zoo de Praga, en la vida que tendrá.