Josep Maria Espinàs: en busca del fuego
Periodista y escritor paciente, observador de paisajes y analista del tejido humano, Espinàs cuidó con esmero la lengua catalana
6 febrero, 2023 14:40Adiós al flâneur. La trayectoria literaria de Josep Maria Espinàs, fallecido ayer a la edad de 95 años, ya era muy densa cuando el escritor y periodista pasó a formar parte del Jurado de los premios Nadal y Josep Pla, junto a Joan Teixidor, Juan Perucho, Joaquim Marco, Nestor luján ,Vilanova, Masoliver, Vázquez-Zamora o Maurici Serrahima. Este último, cuenta en sus memorias, El passat quan era present, que Espinàs participaba con pasión en aquellos cenáculos aparentemente invisibles; era la pareja de baile de Gabriel Ferrater en las cenas del Ritz, donde las ostras, a cargo del editor Josep Vergés, eran siempre salvajes y nunca de criadero; y los jóvenes, todavía mechants se atrevían a llamar pesados a Riba y a Sagarra –“nunca fui de los que iban en procesión a casa de Carles Riba”- o se complacían con descripciones montserratinas de dos ejemplares totémicos, hasta entonces intocables, como Joan Maragall y Jacinto Verdaguer.
Cuando Terenci Moix publicó L’any que va morir Marilyn, la literatura catalana -dos lustros antes de la normalización de la lengua- gozaba de una salud de hierro, gracias a la semiclandestinidad de editores maravillosos. Mucho antes, bullía ya la Nova Canço a la que se incorporó Espinàs como traductor e intérprete de Brassens; la revolución de Porter Moix y Delfí Abella desembocó en Els Setse Jutges, con la entrada de Quico Pi de la Serra, la aparición de Raimon y los primeros pasos de Serrat, un músico de voz melodiosa y futuro imparable. La Cançó, hija de los primeros sesentas, nació una década antes del primer remonte literario de posguerra de la lectura en lengua catalana. En ambos frentes participó Espinàs.
El autor fallecido ha sido paseante bajo soportales y escaparates urbanos; y especialmente, excursionista a pie y mochila al hombro, en un país de picos nevados, bosques densos y ensenadas de granito, tal como dejó reflejado en la serie A peu (A peu per Mallorca, A peu pel Priorat, A peu per Extremadura, A peu per Castella, A peu per Murcia, entre otros). Lo trasladó todo a la narrativa, empezando por el Viaje al Pirineo, junto a Camilo José Cela, cuando el Nobel español todavía se dejaba vencer por la belleza implantada durante su infancia en Iría Flavia, municipio de Padrón.
Admirador secreto de las bocacalles
Conversador atento, apasionado del detalle, editor minimalista del sello La Campana, Espinàs ha sido un aprendiz de las letras vienesas, un devoto de la generación perdida de Hemingway y un admirador del impresionismo literario de sus hermanos mayores, como Josep Pla o Gaziel. Ha buscado con denuedo el fuego sagrado que une al periodista y al escritor con su público. Ha sido un buzo de la hiperrealidad, a la caza de perlas poco aparentes con las que puntuar su letra.
Este caminador sin meta prefijada, dispuesto a mantener su infinita curiosidad, ejerció la abogacía en sus comienzos, pero abandonó el Derecho por la letra; trabajó de periodista en el Noti, en Destino o en el Periódico de Catalunya. Y sobre todo, fue columnista del Avui desde su fundación, en 1976: más de 10.000 artículos que totalizan un ensayo iniciático con multitud de lectores desperdigados; y para muchos, una guía didáctica del catalán bien escrito, sobrio y dulce a la vez. Ha publicado 90 libros entre reportajes, viajes y novelas. Él decía con sorna que publicar un libro somete al autor a una experiencia absolutamente democrática: “El librero lo expone y el público lo compra o lo deja para escoger otro. Tu suerte, como autor, depende de los demás. Cuando el libro está escrito, el autor desaparece”.
Su arte contemplativa se forjó en devaneos mil de badoc frente a los anaqueles acristalados, hoy convertidos en contenedores. Fue un admirador secreto de las bocacalles de su ciudad que han conservado el hollín de los bombardeos; un enamorado de las avenidas de color de gos com fuig, con flancos descascarilladas e inermes, batiendo la profundidad de su cosmopolitismo íntimo, hecho de encuentros, cenas sin postre y reuniones vernáculas. A las calles de Barcelona --Espinàs era hijo de L’Eixample-- les ha dedicado cuatro libros sobre la cotidiana actualidad del mercadeo, la arquitectura o la cultura, fetiches de su siglo, un tiempo alboreado por Walter Benjamin en su Libro de los pasajes, cuyas conclusiones Espinàs ha reducido a dulce prosa. Así disolvió el abuso contemporáneo de la gastronomía --otro fetiche-- ensalzando a su particular maître de cuisine: “Mi mujer y yo comemos en un restaurante que nos aconsejó Néstor Luján, mi cuñado gastrónomo, increíble conocedor de platos y de vinos. Néstor tenía dos cualidades: la curiosidad y la memoria. Memoria del nombre de los vinos y, si se puede decir así, memoria palatal”. Todos sabían de que hablaba, pero su prosa protegía intimidades y descartaba el acento cruel de los inmaduros.
Catalanismo natural
Su obra publicada agrupa momentos dulces como Una vida articulada, antología de artículos, reflejo de su concepción de la vida cotidiana, dotado de humor inteligente; Inventari i jubilacions, un título lanzado en el momento de convertirse en el jubilado que nunca aceptó ser, porque las letras de un autor no caen si no se agota su vida, tal como ha ocurrido ahora. Y especialmente su trabajo más sensible: El teu nom és Olga, un acto de amor por su hija Olga, con síndrome de Down, donde se va viendo como las familias afectadas han avanzado en la comprensión de este difícil destino, que transforma el amor circunstancial en pasión vocacional de padre. Destacan también El meu ofici; Entre els lectors i jo o Els nostres objectes de cada dia; y las obras primigenias al estilo de Com ganivets i flames con la que ganó el Premio Joanot Martorell. Una y otra vez, repasar a Espinàs significa volver al periodismo, la mirada penetrante sobre la actualidad, capaz de captar en un “nimio detalle la esencia del ser humano”, escribe Albert Sáez, director del El Periódico. En su despedida al camarada caído por la gravitación del reloj biológico, Sáez recuerda a Pla cuando aclara que el oficio de los diarios es un trabajo de intermediario y parafrasea al mismo Espinàs al señalar que el oficio “exige un contrato de veracidad”.
La sociedad civil casi al completo se volcó el domingo por la noche en el homenaje al escritor fallecido, empezando por el minuto de silencio del Camp Nou en los prolegómenos del Barça-Sevilla; en el aforo del Estadi se oían a grupos de personas recordando que Espinàs era coautor del himno del Barça, una loa que él dulcificaba llamándole Cant del Barça. En numerosísimas ocasiones Espinás –“el observador discreto”, escribe hoy Ernest Alós- desmitifico la letra futbolera, que “se ha convertido en mi obra más internacional, lo cual es, ante todo, divertido”, en palabras del autor. Espinàs nunca explosionó, si acaso implosionó; no aceptó lo entorchados de los que presumen otros, con menor mérito. Labró y labró la tierra de los hechos narrables y narrados hasta convertirse en nuestro Balzac de bolsillo, sin la explosividad de estenógrafo francés, pero dotado de una contundencia que lo hacía mas creíble. Rozó el romanticismo; abrazó el naturalismo; diseccionó el neorrealismo.
Por su capilla ardiente, instalada en el Palau Sant Jordi, desfilan ya cientos los ciudadanos que rinden un homenaje sentido a la profundidad de su trabajo. Espinàs rechazó la verificación del yo propio de las ideologías excluyentes en tiempos de ira identitaria; su catalanismo ha sido natural y está contrastado por la dedicación incansable a su lengua materna de la que no se bajó jamás, siguiendo el consejo de Miguel Delibes (el gran maestro vallisoletano), cuando entró en la nómina de Destino. Empezó a escribir de niño, antes de cumplir los diez años por la sencilla razón de que “no podía evitarlo”. Nos acostumbró a esta humildad nada impostada. En busca de los iconos inmutables de la lengua catalana conoció el ambiente del exilio exterior -aquel desgaje seco en el que no cabían matrioskas ni cajas de bombones- trabajó incansablemente con la muñeca y la Olivetti, antes que bloquearse con el ceño fruncido de los del morro fort. Hizo programas de cultura en TV, de los que toca hoy destacar su entrevista a Salvador Espriu, poeta de Sinera, sanguinariamente cabizbajo a la hora de calibrar su altura. Vivió de joven el renacer de la poesía catalana en los veranos en Prats de Molló o Viladrau, pero nunca se detuvo ante los héroes; al contrario caminó con ellos hasta sentirse reconfortado, como Octavio Paz en Los hijos de la Malinche, dispuesto a revelar las vetas lingüísticas, históricas y sociales de su arte: su trance ontológico.