Filosofía

Desconectados

22 enero, 2022 00:00

Hace poco vi Don’t look up, la película de Netflix que ha arrasado estas Navidades, y la única escena que se me ha quedado grabada en la cabeza es la del inicio, cuando la actriz Jennifer Lawrence, que interpreta a una estudiante de doctorado en astronomía llamada Kate Dibiasky, detecta en la pantalla de su ordenador el cometa que impactará contra la Tierra en unos meses mientras se come una tostada y rapea una canción de Wu-Tang Clan. 

¿Por qué me llamó la atención esta escena? Seguramente porque en lugar de estar mirando por un telescopio, como todavía me imagino a los astrónomos, Dibiasky está haciendo lo mismo que hago yo  todo el santo día cuando no estoy corriendo detrás de mi hijo: mirando a una pantalla.

“Hoy en día, los astrónomos profesionales rara vez miran el cielo a través de la lente de un telescopio. Se sientan frente a las pantallas de los ordenadores”, constataba en un artículo reciente en The Atlantic Alan Lightman, ensayista, físico y profesor de Práctica de las Humanidades del MIT.

Lightman empezaba el artículo mencionando una entrevista con Pascal Oesch, líder de un equipo de astrónomos de la Universidad de Ginebra que en 2016 descubrieron la galaxia más lejana que se conoce hasta el momento, llamada Gnz-11. Esta pequeña galaxia está tan lejos que su luz tuvo que viajar durante 13.000 millones de años para llegar desde allí hasta aquí.

“¿Podía sentirse personalmente conectado a esa pequeña mancha en la pantalla de su ordenador?”, quiso saber Lightman. “¿Era posible sentir esa débil mancha como parte de la naturaleza, igual que cuando salimos al exterior en una noche despejada, lejos de las luces de la ciudad, y contemplamos las estrellas, o damos un paseo por el bosque sin la compañía de nuestros dispositivos digitales?”.

Oesch le responde que no. Que sabe que esas manchas que ve en su pantalla --detectadas por un satélite y transmitidas a la Tierra por ondas de radio para ser procesadas en centros de datos de Maryland y Nuevo México antes de aterrizar en la pantalla de su ordenador en Ginebra-- forman parte del universo, pero no siente lo mismo que cuando contempla el cielo a través de un telescopio.

A partir de ahí, Lightman plantea una cuestión interesante: la tecnología ha disminuido enormemente nuestra experiencia directa con la naturaleza, y esto tiene un coste para nuestra felicidad y bienestar. “Vivimos vidas mediadas. Hemos creado un mundo sin naturaleza”,  constata, haciéndome sentir mal por todas esas veces que salgo a pasear por la montaña con el móvil y me detengo a media subida para tomar una foto o contestar un whatsapp.

Sin embargo, no siempre fue así. Lightman nos recuerda que la primera casa con techo apareció hace sólo 5.000 años. La televisión hace menos de un siglo. Los teléfonos conectados a internet hace sólo unos 30 años. “Durante la mayor parte de nuestros 2 millones de años de historia evolutiva, las fuerzas darwinianas moldearon nuestro cerebro para encontrar el parentesco con la naturaleza (la llamada biofilia), y ese parentesco tenía beneficios para la supervivencia”, escribe. La selección del hábitat, la búsqueda de alimentos o saber leer las señales de las tormentas que se avecinan habrían favorecido una profunda afinidad con la naturaleza. Todas estas sensibilidades siguen presentes en nuestra psique hoy en día, según han documentado numerosos psicólogos sociales.

Otros estudios psicológicos y fisiológicos han demostrado que pasar más tiempo en la naturaleza aumenta nuestra sensación de felicidad y el bienestar, mientras que pasar menos tiempo aumenta el estrés y la ansiedad.

“Así pues, existe una profunda desconexión entre el entorno sin naturaleza que hemos creado y los afectos naturales de nuestras mentes”, escribe Lightman. “En efecto”, concluye, vivimos en dos mundos: un mundo en estrecho contacto con la naturaleza, enterrado en lo más profundo de nuestros cerebros ancestrales, y un mundo sin naturaleza, el de la pantalla digital y el entorno construido a partir de nuestra tecnología y nuestros logros intelectuales.

El coste que tiene todo esto es sin embargo algo sutil y difícil de medir:  significa perder un sentimiento de conexión con cosas más grandes que nosotros mismos, “una calma frente al ritmo frenético de nuestro mundo conectado, una fuente de creatividad y la plenitud que solo puede sentirse en comunión espiritual con la naturaleza”, concluye.