Las formas de la risa / DANIEL ROSELL

Las formas de la risa / DANIEL ROSELL

Filosofía

Arte del humor, maestría de la farsa

Terry Eagleton explora las retóricas de la risa en un ensayo divulgativo que abre la puerta a la trastienda de una de las más fascinantes capacidades humanas: la burla

25 diciembre, 2021 00:10

La historia de la cultura, en cierto sentido, puede resumirse como un duelo entre la risa y la seriedad. El hombre, condenado de antemano por la certeza de la muerte, tiende a la trascendencia y, en ciertos casos, encuentra consuelo en las múltiples formas de la religión, pero del mismo modo –lo mismo que el verso y la prosa– convive con la risa, la carcajada, la mueca y el espanto. Todas son actitudes diferentes y, en el fondo, análogas. La Biblia atesora la palabra de Dios, pero, en el Antiguo Testamento, Jehová se ríe de los hombres, inconstantes pecadores, cuyas faltas deleitan malévolamente a su propio creador, el Ser Supremo de los hebreos. La práctica tiene algo de ancestral: la primera broma de la literatura aparece en un pasaje de la Ilíada de Homero: el Olimpo, igual que el auditorio de un teatro, comenta con ánimo zumbón la ridícula cojera de Hefesto, dios (menor) del fuego. 

El humor nos divierte. Pero también puede ser un puñal y el mensajero de una infinita de crueldad. O un acto de desprecio ante los males ajenos que, paradójicamente, son inequívocamente los nuestros. Todos nos hemos burlado en alguna ocasión de alguien –los otros, nosotros mismos– y, a su vez, somos dignos de mofa, actitud tan ecuménica como la necesidad o el desamparo. De ahí que cualquier análisis de la historia cultural sea incompleto si, además de ideas, no incluye una antología de chistes inteligentes. Algo así es lo que ha hecho el ensayista británico Terry Eagleton, teórico literario de la escuela marxista, profesor en Oxford, Manchester y Lancaster, en un estudio –libérrimo– dedicado a explorar el papel disolvente que juega la risa en la cultura occidental

Eagleton: formas de leer el caos

El ensayista británico Terry Eagleton

No es el primero, desde luego. Dicha materia ha sido abordada antes por muchos pensadores y filósofos, incluso escritores, como Oscar Wilde, que tratan con brillante ingenio los espejos deformantes que acompañan a la risa. Quizás ninguno más colosal que Mijaíl Bajtín, crítico literario y lingüista cuyo tratado sobre RabelaisLa cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (Alianza, 2005)– es una obra capital sobre la inversión y el carácter subversivo del carnaval, la primera institución contracultural sin academia ni catedráticos. 

Bajtín escribe desde la época del estalinismo soviético, construyendo por analogía, a partir de sus estudios sobre el arte de los goliardos y las novelas de Dostoyevski, una sistema de conceptos que parecen versar sobre literatura pero que también se prestan a una interpretación política. Se trata de una invariante: ningún sistema de creencias o poder que aspire a perdurar tolera el librepensamiento. Mucho menos, la risa. Hasta la figura del bufón, un personaje esencial en las cortes absolutistas, cumplía una función, en apariencia liberadora, que permitía al poder presumir de condescendencia ante sus silentes críticos. La tolerancia, sin embargo, no implica necesariamente aceptación, sino una mera excepción de la norma: el soberano continúa decidiendo si una burla es aceptable y merece castigo. Nada hay más serio que la imposición de una condena, excepto el arma de destrucción masiva que es el humor. 

Bufón con Laúd, Fran Hals (1624), Censura y juicio

Bufón con laúd (1624) / FRAN HALS

La verdadera seriedad es cómica, escribió Nicanor Parra en un antiverso. Es una afirmación exacta: hablar de veras implica, en determinados contextos, practicar sin piedad la burla desmitificadora, el humor negro o la impertinencia de reírse en los entierros. Todo depende –y sobre esto Eagleton construye parte de su ensayo– de la distancia que interpongamos entre el hecho (objeto de evaluación) y nosotros. Sirva para explicarlo una frase que el ensayista británico atribuye al cómico Mel Brooks: “Una tragedia es que uno se haga un corte en un dedo; una comedia es que otra persona se caiga en una alcantarilla abierta y se muera”. 

El alma de la risa es paradójica, lo mismo que las máscaras del teatro. También lo es su naturaleza: muchos tienen a la burla como una actitud humana que nos aproxima a las bestias, un gesto reflejo, una liberación silvestre de energía. Sin embargo, cosa que recuerda Eagleton, los animales no se ríen nunca, a excepción de las hienas, cuya sonrisa nos resulta pavorosa y es un anuncio de la muerte.

Pieter Brueghel el Viejo, El combate entre el carnaval y la Cuaresma, 1559.

El combate entre el carnaval y la Cuaresma (1559) / PIETER BRUEGHEL EL VIEJO.

El libro de Eagleton, escrito con espíritu divulgativo, trufado de citas y reflexiones sobre el humor de filósofos e ingeniosos creadores, resulta en apariencia desordenado y voluntariamente contradictorio. Es algo perfectamente natural: no existe nada más polisémico que el espíritu de la risa, que puede servir –dependiendo de la situación, los interlocutores y los sentidos en juego– para festejar la vida o denigrarla, expresar clasismo o superioridad, insultar sin adjetivos y, siempre, para desconstruir los grandes relatos.

Visto de cerca, el sentido del humor sirve absolutamente para todo. Es una cosa y su contraria. Una espada infalible. El mayor enemigo de la empatía (mal entendida) y de su hija más reciente, la sororidad, capaz de justificar la censura intelectual de la misma manera que el Santo Oficio defendía con la sangre y el fuego de las hogueras el infalible dogma católico. Una sociedad obsesionada con la identidad y presa del sentimentalismo –que no es lo mismo que la emoción– es una comunidad donde la risa parece una ofensa.

André Derain, viñeta tomada de Comment Panurge gagnait les indulgences, mariait les vieilles et eut des procès à Paris, cap. 17 de Pantagruel (Paris, Albert Skira, 1943)

Viñeta de una edición del Pantagruel de Rabelais (1943) / ANDRÉ DERAIN

¿Acaso no es lo que está sucediendo en estos tiempos donde se exige al humor que sea un cuchillo sin filo? La lectura del ensayo de Eagleton, en este sentido, ayuda a entender las similitudes entre las intolerancias antiguas y las inquisiciones contemporáneas. Todas se amparaban en una (supuesta) buena causa. Y todas, sin excepción, hacen de esta bondad autoconcedida la patente de corso para prácticas que niegan frontalmente su mensaje. Los puros no son tales.

El pensador británico diferencia entre el humor y sus variantes y las teorías culturales de la risa –como mecanismo de descarga, gesto de superioridad o acto de aceptación de la incongruencia vital– tan antagónicas como los usos sociales relacionados con la carcajada. La costumbre dice que un chiste no se explica; se entiende o se ignora. Hay excepciones, por supuesto: formas de humor depuradísimo cuya gracia consiste en glosar su propia ausencia. No son las más comunes, desde luego. Porque otra de las ideas que Eagleton pone sobre la mesa es la tradición que alimenta este debate perpetuo que el hombre mantiene con la risa

'El loco que ríe' (1500), pintura atribuida al pintor holandés Jacob Cornelisz van Oostsanen.

El loco que ríe (1500), pintura atribuida al pintor holandés Jacob Cornelisz van Oostsanen

De hecho, está en el origen de la filosofía y la poesía. Dos artes en busca de la solución de un mismo enigma, aunque con métodos divergentes. Platón define a la risa en el Filebo como “una burla maliciosa”. Una definición de corte moral que también aparece –como actitud violenta– en las categorías de Aristóteles. De su formulación se infiere que para algunos las carcajadas deben ser –por fuerza– un acto (profundo) de sentido. Una significación, más que un significante. ¿Es así? Depende. En ocasiones, sin duda; pero otras veces los atributos del humor son tan complejos y abstractos como la noción del tiempo para Agustín de Hipona: “Si nadie me pregunta qué es, lo sé; pero si quiero explicárselo a alguien, no lo sé”. 

Todos intuimos en qué consiste el humor, pero no nos reímos de idéntica manera con las mismas cosas. Lo que es indiscutible es que, igual que sin el tiempo no existiría el mundo –el cambio vital es el principio de la metafísica–, la cultura no sucedería sin la colaboración de la risa y la impertinencia que enuncia la burla. Todo sería teología. Hasta Schopenhauer, el filósofo de la angustia negra, expresaba con una carcajada el desconcierto que le producía el espectáculo de la humanidad, ese “mundo de criaturas necesitadas y dementes que apenas duran un tiempo a base de devorarse unas a otras, que pasan su existencia padeciendo desgracias y carencias y soportando dolores hasta caer al fin en brazos de la muerte”. 

Terry Eagleton, Humor

La mirada de la literatura nos aporta otra perspectiva. ¿Es casual que en la definición de los géneros literarios de la Poética de Aristóteles las formas maestras de enunciación sean la tragedia, la epopeya y la comedia? La dos primeras son descritas como literaturas elevadas, mientras que la última goza de inferior prestigio. Eagleton lo explica: “La gran tragedia es excepcional, mientras que la comedia es común y corriente”. La jerarquía clásica establece una nítida línea entre el drama de los héroes y la vulgaridad del dolor (o la alegría) de las masas. Aunque, por supuesto, una ampliación del campo de batalla trastoca esta impresión inicial: hasta la muerte, como sucede en época de pandemias, pierde su dramatismo cuando, al multiplicarse exponencialmente, se convierte en una mera fotocopia. 

Cada individuo es irrepetible. Cada deceso es singular. Pero la Rueda Fortuna, por decirlo a la manera de Boecio, termina haciéndonos intercambiables y mudando lo que inicialmente nos parecía capital en insignificante. Aquí, según Bajtin, radica el significado profundo de la risa: el humor, además de un rasgo de inteligencia, es un método de conocimiento, acaso el más depurado posible, sobre ese misterio que denominamos realidad. La escatología, el sexo o las bromas macabras, materia de la mayoría de los chistes en casi todas las culturas, desvelan la biología insalvable que subyace bajo la ilusión idealista.

Johannes Moreelse   Democritus

Democritus / JOHANNES MOREELSE

Los hombres aspiramos a emular a Dios, pero el primer desengaño comienza por nuestro cuerpo, que es efímero y mortal. En este punto, como explica el escritor británico, la sátira tiene una utilidad altamente pedagógica, incluso contribuye a la reforma social: la ridiculización de determinados vicios es más efectiva mediante la risa que a través de los sermones. Aunque la enseñanza mayor del humor –su significado supremo– tenga que ver con otra certeza más fatídica: la inmensa fragilidad del hombre, atado a sus significados como un tronco estéril en el océano. 

Toda la cultura no es más que el maravilloso esfuerzo por evitar la inevitable conversión de lo sublime en lo vulgar. El turbulento viaje entre el spleen y el ideal de Baudelaire. El fracaso del deseo frente a la realidad de CernudaLa risa es la poesía (sucia) del sinsentido. Justo por eso, también es la mística más reconfortante: atenúa la desesperación de sabernos los muñecos rotos de un cuento.

William Thackeray clausura La feria de las vanidades

Lo de Shakespeare: “La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a ser oído: es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que nada significa”. O este artificio fatal con el que William Thackeray clausura La feria de las vanidades: “¡Ah, Vanitas Vanitatum! ¿Quién de nosotros es feliz en este mundo? ¿Quién de nosotros tiene su propio deseo? ¿Quién, si lo tiene, lo satisface? Venid, niños guardemos las marionetas en la caja y cerrémosla. La representación ha terminado”.