Manual de filosofía contra idiotas
Josep Maria Esquirol traza en ‘Humano, más humano’ un itinerario que nos ayuda a vivir cada día con sabiduría y alejados de la superficialidad que confunde la fortaleza con la crueldad
29 junio, 2021 00:00La filosofía es un bálsamo ante las calamidades de la existencia. No las remedia por completo, pero sí contribuye a relativizarlas, aceptarlas y, en determinadas circunstancias, permite combatirlas con éxito. Siendo esto así extraña que en nuestros días, tan llenos de profetas y salvapatrias, los libros de pensamiento apenas si se vendan. Las estadísticas señalan que desde principios de este siglo el comercio de las obras que versan sobre filosofía ha descendido más de un 62%. Las secciones antes dedicadas al pensamiento filosófico en las librerías han ido menguando en favor de los discursos ideólogicos trendy: feminismo, pulsión política inmediata, baja espiritualidad simulada y ese género (piadoso) que se denomina autoayuda, probablemente porque leer, aunque sea una colección de consejos de saldo, hechos del acarreo del talento ajeno, siempre es mucho mejor que no hacerlo nunca.
Resulta llamativo cómo la sociedad española, donde presentarse como filósofo todavía es una excentricidad, más incluso que declararse abiertamente poeta, ha ido mejorando su nivel de prosperidad material –hasta la crisis de 2008, cuando la dura realidad se interpuso frente a la ensoñación colectiva– mientras se desprendía de las herramientas intelectuales que permiten comprender de verdad lo que nos sucede, que es bastante más que aquello que nos ocurre. Precisamente por eso hay que saludar que pensadores como Josep Maria Esquirol (Sant Joan de Mediona, 1963) se dediquen –con ahínco– a la difícil tarea de llamar la atención de los demás con una filosofía de proximidad que no sólo es bella, sino que resulta útil. Fértil.
Josep Maria Esquirol / MIQUEL TAVERNA
Profundidad y sencillez, que es la fórmula que han practicado todos los sabios que en el mundo han sido, es lo que ofrece Humano, más humano (Acantilado), el último ensayo de este pensador que ha recibido (por obras anteriores) el Premio Ciudad de Barcelona de Humanidades y el Nacional de Ensayo. ¿De qué nos habla Esquirol? Básicamente, de nosotros mismos. ¿Existe acaso otro tema? Algunos dirán que por supuesto, pero lo cierto es que cualquier reflexión intelectual –y en este caso también vital, puesto que pensar consiste en darle sentido a las cosas– termina indefectiblemente en el terreno de juego del sujeto. Del individuo concreto, que es lo único cierto que existe. El resto es abstracción.
Hablar sobre nosotros, cuando se hace bien, huyendo de la cháchara y el narcisismo, es una forma infalible de alcanzar la universalidad. Todos somos, al cabo, el mismo, aunque nos diferencien los matices. En este libro, hermosamente concebido y escrito con la franqueza que tienen los balbuceos de quien ha elegido ser claro y sincero, antes que hermético y solemne, Esquirol traza un itinerario de pensamientos que permite a cualquiera –que quiera– vivir con sabiduría, sin caer en esa trampa que vincula la fortaleza de carácter con la crueldad. Sobre todo cuando ésta es gratuita o un recurso cobarde para camuflar los cargos de conciencia.
El ensayo es breve –172 páginas– pero está cargado de sobria inteligencia. Se acoge a esa larga tradición de los libros sapienciales que no se dan importancia porque la tienen de forma natural. Sin impostaciones. Esquirol escribe en su ensayo una bellísima definición de la existencia: “El inicio: una libreta con un lápiz. El final: una libreta con un nombre”. Entre medias, la vida, concebida como una herida infinita –con forma de cruz griega– cuyos interrogantes, los mismos que se hicieron los clásicos –¿qué te pasa? ¿cómo te llamas? ¿de dónde vienes?–, terminan imponiéndose a los espejismos de la riqueza y el triunfo y a las maldiciones de la pobreza y la soledad. Esquirol escribe su meditación apoyándose en la sabiduría de los poetas –Miguel Hernández, Claudio Rodríguez– y logrando una extrañísima clarividencia que serena y consuela. El suyo es un manual de filosofía contra idiotas cuya tecnología consiste en resistirse a dejar de ser un ser humano, entendiendo tal condición como la capacidad de comprensión de los sentimientos propios y el dominio del arte de su manejo y enseñanza, incluyendo los eventos que nos atemorizan, la muerte incluida.
Lejos de ser un libro dramático y atormentado, de su lectura se sale reconfortado: aunque hay cosas que no tienen remedio, vivir consiste en conocerlas y extraer de su jugo amargo los soberbios instantes de felicidad que aporta la experiencia. La filosofía de Esquirol es una suerte de humanismo frente a un mundo deshumanizado donde la cultura y la educación no residen en la acumulación de información ni en las aptitudes sociales –entre ellas, la servidumbre– sino en “hacer durar lo bueno y darle su espacio, en hacerlo crecer. En conseguir que el infierno retroceda o, lo que viene a ser lo mismo, en aplazar el momento de la inhumanidad”. El viaje no es sencillo: cuesta más, según el filósofo catalán, mantenerse humano –esto es: sensitivo– que dejarse llevar por la frialdad y el interés que caracterizan muchas de las relaciones humanas. “La agresividad” –escribe Esquirol–, tan frecuente en el mundo de la empresa, los negocios y las relaciones personales, “no es más que una forma de inmadurez y una muestra de debilidad”.
“Un hombre insensible es un filósofo idiota”, escribió Juan Clímaco, monje cristiano del Monte Sinaí del siglo VI y VIII. Alguien que no siente, o ha perdido la capacidad de hacerlo, es un ignorante, para hacer el bien a los demás, que es la sabiduría vital por excelencia. No importa que tenga poder o dinero: habrá perdido la capacidad de sentir, que no es más que aceptar que todos, por el hecho de nacer, ese milagro que es venir de ninguna parte pero no para cualquier cosa, vivimos a la intemperie, incluso cobijados dentro de un palacio. La educación consiste –escribió Adorno– en combatir la insensibilidad. La cultura prolonga esta batalla eterna. La salida al fracaso del cristianismo, que intentó extirpar la insensibilidad del corazón humano pero “dejó intacto el ordenamiento social que produce y reproduce la frialdad” pasa por sentir mucho más, en lugar de ignorar lo que se siente.
Evitar convertirse en un idiota necesita pues una disciplina y una humildad franciscana poco valorada en nuestros días. Ni la verdad ni la artesanía, que son cualidades poéticas, practicadas por quienes realmente crean cosas, no gozan de mucho prestigio social. Vivimos en una sociedad donde la primera molesta y la segunda es menospreciada por la mentalidad industrial. Pero la única lección válida para transitar por este mundo terrestre consiste “en hacer las cosas bien y añadirle un poco más de bien”. Vivir con sabiduría es tener la piel fina y el corazón grande. No dejar de palpitar ni un instante de los días que tenemos asignados en la Tierra. “Quien no cree en lo que ve, en lo que toca, ni en lo que siente, quien no sabe hacer del otro el prójimo y el amigo, no está bien. No puede confiar en nada ni en nadie. No cree en nada o cree que todo es una especie de nada. Esto es el nihilismo”. Lo contrario a los dones de la palabra y el canto. La muerte de esa vibración interior que llamamos alma.