Filosofía

El tiempo de las profecías

8 junio, 2020 00:00

Uno de los signos característicos del tiempo que estamos viviendo, o más bien dejando de vivir, es que los lemas positivos, las frases motivadoras, como se dice ahora, apenas duran un suspiro. Se evaporan nada más ser enunciadas. La realidad las destruye instantes después, convirtiéndolas en muestras de impotencia. Ha ocurrido con los dos eslóganes gubernamentales sobre esta pandemia: “Este virus lo paramos unidos” y “De esta crisis saldremos más fuertes”. Al principio parecían buenas ideas, pero tres meses después del encierro general, y pese a la competición entre las autonomías para adelantar las fases de la desescalada, se antojan no solo fallidas, sino falsas. Los buenos deseos no equivalen a la realidad.

Unidos, desde luego, solo lo estamos en la desgracia, bien bajo el ancestral ritual del funeral colectivo --esta crisis ha matado a gente que no hubiera muerto si las cosas se hubieran hecho bien-- o por la amenaza económica --esa lucha por la supervivencia-- que afecta a todos los sectores, proyectos e iniciativas. En términos políticos no es ya que no exista unidad, ese principio que reclaman los gobiernos que están en guerra --en general para que nadie cuestione sus decisiones--; es que vivimos en un guerracivilismo interesado que manipula a las víctimas, oculta la falta de eficacia de todos los estamentos políticos y presenta como un imponderable lo que, en realidad, estaba escrito antes de que ocurriera. Nadie quiso leer la verdad. 

El debate público no existe; todo es confrontación, enfrentamiento y hostilidad. Cada actor político, a su manera, aspira a aniquilar al contrario, dejando de lado el severo dilema moral que plantea la pandemia y que tiene que ver, sobre todo, con cómo vivimos. Tampoco es cierto que salgamos más fuertes. La enfermedad que ha paralizado al planeta, haciendo regresar miedos milenarios, define la agenda. Son hechos: el coronavirus no tiene cura y nadie es inmune. Además, quienes han tenido la fortuna de superarlo se enfrentan a efectos colaterales devastadores que los convierten --en el mejor de los casos-- en enfermos crónicos. No están curados, como aseguran las estadísticas oficiales. Están vivos, sí, pero el sufrimiento se ha instalado en sus vidas de la misma manera que robó la suya a miles de ancianos, abandonados en residencias gestionadas por multinacionales y condenados por las autoridades sanitarias en una suerte de holocausto

Junto a este rosario de calamidades, surgen un sinfín de profetas que anuncian la hora de un nuevo comunismo. Es el caso del filósofo esloveno Slavoj Zizek. Otros, como Byung-Chul Han, ensayista alemán de origen coreano, uno de los cerebros de moda, pronostican que la idea de comunidad, el propio concepto de sociedad, está en peligro al haberse consolidado con el encierro masivo el individualismo salvaje que postula el capitalismo digital. No es extraño que estos augurios, de un signo u otro, adquieran la forma retórica de un manifiesto, donde alguien –en nombre de la colectividad– da la bienvenida a una supuesta nueva era. Basta recordar la candidez grandilocuente de los manifiestos de las vanguardias artísticas para no olvidar cómo determinadas revoluciones se consumieron sin llegar siquiera a crecer, extinguidas por un movimiento –aquello que antes denominábamos modernidad– donde lo importante es el cambio y los motivos se tornan accesorios. 

En realidad, nadie sabe exactamente lo que nos espera. La Historia no se repite; son sus simulacros los que nos parecen conocidos. El coronavirus, pese ser comparado con las pestes medievales y las gripes modernas, es un fenómeno absolutamente nuevo que parece poner en solfa el futuro de la globalización y anima un resurgir de los nacionalismos. Paradójicamente, también sucede lo contrario: algunos estados han entrado en una espiral –ya veremos si duradera o pasajera– de autodestrucción. Sucede en el Reino Unido dividido por el brexit. También pasa en Norteamérica: la espiral de violencia y protestas provocadas por el caso Floyd nos devuelve los peores fantasmas del odio racial y batallones en las calles. La Unión Europea no reacciona como debiera ante este desafío general, que pone en peligro rentas, patrimonios, sistemas de protección social y principios de conducta. 

Los profetas, ya se sabe, son esencialmente ambiguos: su credibilidad, además de un auditorio atemorizado, requiere de la práctica del hermetismo. El misterio ayuda a presentar sus visiones del porvenir como situaciones posibles, en lugar de probables. Frente sus proclamas quizás habría que recordar la enseñanza de la navaja de Ockham: la respuesta más probable ante un problema suele ser la más simple de todas las posibles. El coronavirus sólo alterará el mundo de aquellos que se atrevan a pensar por sí mismos. Para el resto, conducidos por el viento de los lemas emocionales, parecerá una pesadilla pasajera que les habrá ocurrido a otros. El fin del encierro es el trampantojo perfecto: nos permite fingir que vivimos la vuelta a una normalidad –sobre todo económica– que es imposible, aunque sea deseable. Más que hacer caso a los optimistas o refugiarnos en los profetas del Apocalipsis deberíamos practicar el realismo. Las desgracias, como el océano, vienen en oleadas. No hay manifiesto que las anuncie ni dique que las detenga.