Filosofía

España y las tribus morales

25 mayo, 2020 00:00

El concepto procede del mundo de la programación informática, se conoce como la ley de Brandolini y reza así: “La cantidad de energía necesaria para refutar una estupidez es muy superior a la que se necesita para producirla”. Parece ideal para describir la espiral de la política española, que ha saltado del delirio catalán –casi un enfrentamiento civil– a la diatriba salvaje provocada por la crisis del coronavirus. En pocas palabras: el Gobierno entre socialistas y podemitas, forzado tras la debacle de Sánchez I, el Insomne en la segunda repetición electoral, niega ser responsable de las muertes y la debacle económica provocada por la pandemia, pero se ha acostumbrado, con la coartada del estado de alarma, a gobernar por decreto, criminalizar las críticas y relativizar la tragedia para sobrevivir a la tempestad. La oposición que forman PP y Vox –Cs vuelve a situarse en tierra de nadie–, en cambio, ha declarado la guerra absoluta a la Moncloa y, en lugar de presentar una moción de censura –que perderían–, agitan las calles en una suerte de insumisión contra las resoluciones gubernativas, que presentan como un ataque frontal contra las libertades

Algunos comentaristas denominan polarización a esta situación. En realidad se trata de una batalla entre dos legitimidades divergentes. Y, como en todas las guerras por el poder, los caídos son daños colaterales. Lo trascendente es vencer o fracasar en la liza. No hay más. Igual que siempre. Los politólogos llaman ventana de Overton al espacio simbólico en el que, en un determinado contexto, la mayoría de una sociedad determina qué puede discutirse y qué no. Es un nombre nuevo para un asunto secular: el establecimiento de cualquier dogma hace emerger las correspondientes heterodoxias, calificadas como indignas por la autoridad competente; ya sea religiosa, militar o social. O las tres cosas al mismo tiempo.

Uno de los rasgos de los populismos consiste en salirse de este supuesto marco de consenso, que en cierto sentido es una imposición de la mayoría, para plantear discusiones que hasta hace poco eran impensables en la agenda pública, de forma que, aunque sea mediante la refutación salvaje, terminen convirtiéndose en asuntos trascendentes. Es la táctica que ha llevado a Trump a la Casa Blanca, ha hecho presidente de Brasil a Bolsonaro, precipitó el Brexit y, en España, explica el fenómeno del Podemos inicial o ha conseguido que los ultramontanos de Vox sean la tercera fuerza política del arco parlamentario. Salirse del marco de Overton, un riesgo antes de la crisis económica, es ahora un mérito. La pauta a seguir.

El método no es excesivamente complejo: consiste en apelar a la identidad y a las emociones para movilizar a las tribus morales, un concepto, acuñado por el ensayista Joshua Green, que ayuda a explicar de forma sobresaliente la fragmentación de la sociedad española en un rosario de grupos enfrentados y belicosos, que ya no se molestan en discutir sobre política o ideas, sino acerca de quiénes son. Más que debatir, confrontan, convirtiendo los antiguos espacios de intercambio social en auténticos eriales. Nietzsche escribe en su famosa Genealogía que la moral es una convención de conductas y valores asentada por el tiempo. Su sacralización es efecto del olvido: la amnesia sobre su verdadero origen vulgar termina convirtiéndola en lo que denominamos costumbres, esos rituales artificiales que nos parecen naturales.

La militancia moral, que es la gasolina de los extremismos, nos cohesiona junto a los consideramos nuestros iguales, pero nos enfrenta con los distintos, destruyendo la semilla de  cultura, que es el flujo libre de ideas. En el paradigma de las tribus morales, la individualidad se disuelve en lo colectivo. La pertenencia induce a la justificación –en el mejor de los casos– o la demonización del diferente –en el peor–. En eso estamos. La política española, más allá de lo contingente, ha sustituido los argumentos por ficciones emocionales –basta con definirse a favor o en contra de cualquier cosa; sin necesidad de dar más razones–, transformando la ideología en identificación marcial. El resultado es el constante negacionismo de lo evidente –léase, los muertos del coronavirus–, la demagogia interesada –que sustituye la verdad por sus simulacros– y el matonismo verbal, antesala de la violencia. 

La política posmoderna desprecia las ideas. Prefiere gestionar dogmas –reversibles– que convierten cualquier discusión a una pelea entre barras bravas. El Parlamento funciona como un campo de fútbol y la calle se llena de hordas –que unos llaman pueblo y otros, la gente– a las que no les interesa la verdad, sino las certidumbres, que, aunque parezcan racionales, son meras pulsiones pasionales. El bucle sentimental es el único eje de un tablero donde se exige fidelidad perruna a cualquier causa (la que sea), pensar con libertad se ha convertido en un estorbo y la discrepancia intelectual se considera una afrenta. Se cumple así la ley de Benford: “La pasión en una discusión es inversamente proporcional a la cantidad de información real disponible”. España nunca ha destacado por la calidad de sus debates políticos. Ahora, aún menos. Más que un país europeo, parecemos un gallinero.