Seguró: "Las calles no son de nadie, son espacios de cruce y de encuentros"
El filósofo señala que la idea de ciudadanía y el apego al territorio "son conceptos casi heterogéneos", aunque muestra su preocupación por los espacios de "anonimidad"
15 septiembre, 2019 00:00Miquel Seguró (Alger, 1979) se pronuncia con fluidez, pero con cautela. Es consciente de que las sensibilidades están a flor de piel. Doctor europeo en filosofía y profesor en la URL y en la UOC, ha llevado a cabo diferentes estancias de investigación pre y postdoctoral en París, Roma, Basilea y Freiburg im Breisgau. Autor de tres monografías y coordinador de diversas obras colectivas, ¿Dónde vas, Europa?, con Daniel Innerarity, y En clau de procés, con Gemma Ubasart, mantiene un difícil equilibrio entre el marco teórico, el que quiere defender a toda costa, y la evolución de la política catalana, en plena ebullición y a pocas semanas de que se conozca la sentencia del Tribunal Supremo sobre los dirigentes independentistas presos. Su último libro es La vida también se piensa (2018), y fiel a la necesidad de reflexionar con cierta distancia, Seguró reclama, tras analizar la Diada de este año, que se respete el espacio público: “Las calles no son de nadie, son espacios de cruce y de encuentros”.
--Pregunta: ¿Cómo puede ayudar la filosofía cuando se pide una explicación por la convulsión política, sea en Cataluña o en otros países del contexto occidental?
--Respuesta: Lo primero que hay que decir es que por filosofía no se entiende una sola cosa. Pero si hacemos caso a su etimología, que es amistad o amor por el saber, lo que es indudable es que la filosofía no implica estar en posesión de la verdad, si no precisamente preguntar por ella. Por eso hay que insistir en que la experiencia filosófica es la experiencia de la pregunta, del desencaje. En momentos donde prima lo inmediato, donde se privilegia lo emotivo y donde los hechos no ostentan mayor relevancia porque estamos en lo que se llama la era de la posverdad, la experiencia filosófica, es decir, la de poner en cuestión todo, empezando por uno mismo, aporta una cierta pausa, distancia y musculatura conceptual para prolongar el espacio de la pregunta y refrenar el ansia de respuestas totales e inmediatas. Eso, creo, ayudaría a generar espacios donde el disenso puede ser más sosegado y manejable.
--¿Estamos ante un proceso de repensar lo público, de recuperar el valor de la identidad, por encima de todo, como plantea Fukuyama?
--Me parece que no, que estamos en un momento que tiende más bien a privilegiar lo privado de manera que la esfera de las creencias y convicciones pasa por delante de cualquier proceso de deliberación, debate o simplemente cotejo de argumentos. Lo subjetivo no es un motivo de peso, sino “el” motivo: pienso X, luego X es cierto. Tengo la impresión, a veces, que adentrarse en la abertura del espacio público, donde las certezas propias pueden tambalearse porque las del otro pueden ser más consistentes, genera hoy día más miedo. Y precisamente el tan reclamado diálogo exigiría de ello, de una abertura a las posiciones del otro y no una mera confrontación desde el propio repliegue de posiciones.
--En Cataluña, ¿se debe recuperar la idea del espacio público como algo que pertenece a todos y a nadie al mismo tiempo, tras aquel eslogan del independentismo "els carrers seran sempre nostres"?
--Sí, y no solamente en Cataluña. Siguiendo el modelo de Max Weber que distingue entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad, un gobernante puede y debe mantenerse coherente con las convicciones que lo han llevado a ser elegido, pero al mismo tiempo debe pensar y ponderar que es un representante electo con una responsabilidad institucional. Y las instituciones tienen que ver con la totalidad de la ciudadanía, por eso perduran, mientras que los gobiernos se suceden. No es que las instituciones estén en manos de unos u otros, sino que, circunstancialmente, esas instituciones quedan bajo la responsabilidad de unos u otros. Por eso hay cuestiones que deben ser tratadas desde esa responsabilidad transversal y no solamente a partir de la propia convicción. De ahí que las calles no sean de nadie: son transitables y, sobre todo, espacios de cruces y encuentros de unos y otros.
--Ese apego a la calle, a la demostración de fuerza, ha comenzado a disminuir en esta Diada, ¿es un cansancio, una distancia hacia el propio proyecto político?
--No me parece que sea prudente tomar la temperatura a la fuerza del movimiento independentista en base a la gente que salió a manifestarse. En otras ocasiones donde ha parecido que el movimiento era hegemónico luego en comicios oficiales no ha superado el 50% de los votos. Y estoy convencido de que si ahora se convocaran elecciones saldría una horquilla de voto similar a la que tenemos. Las posiciones están muy asentadas. Así que no, no creo que haya una distancia de fondo, aunque sí una mayor conciencia de realidad, o de complejidad. Ha dado la impresión de que un proceso de este tipo era rápido, inmediato y efectivo a partir del mismo momento en que se planteaba. El famoso "tenim pressa", como si de una mudanza se tratara, que un día te despiertas en una casa y duermes en otra. Y es evidente que pocas cosas en la vida son así, y menos aún en política. Pensemos si no en el Brexit.
--¿Hay un aterrizaje hacia un principio de realidad, de valorar posiciones y repensar lo que se ha hecho hasta ahora?
--Eso por una parte, y luego que el uso de las analogías debe ser más ponderado o, cuanto menos, entender que se trata de analogías y no de realidades. Valga la del piso o la del divorcio, tantas veces usada. Pueden ayudar a simbolizar una realidad política determinada, pero quien las usa debe saber que no reducen la complejidad inherente de la verdad de este tipo de procesos o proyectos. Por otra parte, además, en Cataluña se dan unas condiciones que hacen el caso más complejo todavía, siendo la principal una sociedad dividida casi al 50% y por lo tanto una mayor dificultad para encontrar acuerdos transversales entre las posiciones.
--¿Cómo puede repercutir en la sociedad la sentencia del Supremo? ¿Una reacción airada, que se convierta en aceptación al poco tiempo?
--Sinceramente, no me atrevo a pronosticar nada. Demasiadas cosas han pasado ya que nadie sospechaba ver. Lo que espero y deseo es que la dinámica cambie y se den las voluntades necesarias en todas partes para encauzar de otro modo este conflicto político.
--¿Necesitamos como ciudadanos recuperar el apego al territorio, por culpa de un proceso que sólo prima las grandes aglomeraciones urbanas, porque sólo éstas fomentan la acumulación de talento e inversiones, siguiendo a Guilluy?
--Ciudadanía y apego al territorio son conceptos casi heterogéneos, a mi modo de ver. Pero es verdad que la ciudadanía se desarrolla y despliega en un territorio, y eso hace a cada ciudadanía específica. Lo universal en lo particular, podríamos decir. Creo que lo que me plantea tiene que ver con la globalización y la despersonalización y abstracción de la vida cotidiana, lo que ha comportado que la ciudad se convierta en un espacio de anonimidad. No veo, sin embargo, que haya que volver a lo anterior de la globalización. Entre otras cosas porque no es posible. Más bien hay que entender que las ciudades en red son el nuevo paradigma de vivencia y convivencia en Europa, y por eso hay una creciente preocupación por su sostenibilidad medioambiental, laboral y humana. Al mismo tiempo, también hay que saber cómo integrar las zonas no urbanas en ese proceso porque territorio lo es todo: la ciudad y el campo. Cómo hacerlo, y hacerlo bien, es lo que ahora tenemos sobre la mesa.
--Señala Houellebecq en Serotonina que Europa padece una especie de letargo, que, en su novela, se identifica con la pérdida de deseo sexual. ¿Nos pasa eso, hemos perdido la ilusión, porque la democracia es aburrida?
--La mayor amenaza para la democracia es darla por hecho, dijo hace no mucho Wolfgang Schäuble. Y lo mismo pasa con Europa. Damos por descontado todo lo que Europa nos brinda: desde el mayor periodo de paz reciente, a la libre movilidad de personas y mercancías, por ejemplo. Y ya dice el refrán que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Dicho lo cual, es importante que los procesos de mejora de la vida democrática de las sociedades europeas no se den por agotados, ya que siempre se puede profundizar en más y mejor vida democrática. Y lo mismo vale para el proyecto de Europa, no solo en lo económico, sino también en lo intercultural, interpersonal y por supuesto social. Hay cosas por mejorar (por ejemplo, la cronicidad de la vida laboral precarizada o la excesiva liberalización de servicios sociales fundamentales), pero no hace falta caer ni en la autocomplacencia de lo logrado ni en la autodestrucción por lo todavía no conseguido.
--¿Cómo se recupera la interlocución con el otro, cuando se rompe la relación como ha ocurrido con el proceso independentista?
--Primero, reduciendo el tremendismo y otorgando un valor real a las palabras que se utilizan. Pero sobre todo atendiendo a las razones del otro, lo que implica rebajar la carga emocional disgregadora. Y eso no implica ni mucho menos tener que estar de acuerdo en todo ni renunciar a las propias convicciones, pero sí entender que en democracia hay que saber convivir con quien no piensa de la misma manera y que eso nos conviene a todos. Por otro lado, es imprescindible ver la complejidad de las cosas tal y como son y no reducir o interpretar la realidad de manera partidista. Eso tiene que ver también con el prisma que le damos a las palabras.
--¿Se puede pedir al otro que renuncie a su proyecto porque se entiende que es inviable?
--Se le puede pedir que entienda que su proyecto, o al menos tal y como lo plantea, es inviable. Una exigencia que también debe valer para la propia posición, claro está. Hay una realidad que no se puede trocear y servir al gusto, y todos debemos hacer el esfuerzo de querer entender la pluralidad y complejidad de las dinámicas sociopolíticas para dar con la mejor solución. Mientras no lo hagamos, erraremos en el diagnóstico del desencuentro y, por lo tanto, en su desarticulación.
--Se habla, por parte de diferentes colectivos, y de posiciones contrapuestas, que la ‘sociedad civil’ está de su parte. ¿Pero qué se entiende por ‘sociedad civil’? ¿Existe en Cataluña? ¿Ha existido desde la recuperación de la democracia y el autogobierno?
--Alexis Tocqueville definió ‘sociedad civil’ como el conjunto de organizaciones que sin formar parte del poder público median o engranan las relaciones entre los individuos y ese poder. A partir de ahí en toda sociedad democrática existe la sociedad civil como un ingrediente de la vida política. Para otro teórico de la política, J. Habermas, la importancia de la sociedad civil radica en que dinamizan la vida pública al pedir e incentivar nuevas políticas y acciones, o reclaman la mejora de las existentes. Sin embargo, me parece importante no perder de vista que las acciones de la sociedad civil no deben sustituir las responsabilidades de las instituciones, por muy en crisis que la ciudadanía perciba que estas estén.
--¿Qué nos enseña el Brexit, el proceso independentista en Cataluña o el movimiento de los chalecos amarillos en Francia? ¿Hay resortes comunes?
--Que la idea de la soberanía tal y como la entendemos no se ajusta con la realidad. Eso de que uno tiene una varita mágica para decidir qué hacer y qué no de manera automática no se ajusta con la realidad interdependiente que somos. Ni en el mundo de los individuos, donde todos dependemos de todos y lo intersubjetivo explica tantas cosas de lo subjetivo, ni en el ámbito de los Estados-nación (otra categoría que puede que esté camino de reformulación), donde las dinámicas supraestatales condicionan, y cómo, la supuesta autonomía de los países y su soberanía.
--Éric Vuillart, en su libro 14 de julio, señala, con toda la documentación analizada, que en la noche del 13, los ciudadanos de París intuían que iba a ocurrir algo extraordinario. Aquella noche “nadie durmió” en París, escribe, en vísperas de lo que sería la toma de la Bastilla. ¿Hay momentos de ese tipo? ¿Se han intuido en Cataluña, o es lo que se intenta forzar desde el poder político?
--Hablaré en primera persona, pero creo que el mes de octubre de 2017 fue para muchos un mes muy poco plácido. El ambiente general era de una efervescencia continua ya que cada día pasaban cosas que alteraban por completo cualquier tipo de previsión. Recuerdo hacer un post el día 10 de octubre, jornada en la que se declaró y suspendió la independencia, donde decía que si esa tarde nos hubiesen tomado la presión arterial, la mayoría hubiéramos dado valores de clara hipertensión. Y no era para menos. Algo que me hace pensar en el papel de las emociones en política, que son indispensables, y no tienen por qué ser siempre negativas. Siempre que pensamos en la emotividad en política lo vemos como algo que separa y disgrega, y es posible que también se apele a emociones, o sentimientos para ser más exactos, constructivos y positivos. Depende, como tantas otras cosas, de la voluntad con que recurramos a ellos.
--¿Hay que volver a repensar conceptos y enseñar qué significan, desde democracia, libertad o ciudadanía?
--No es que haya que volver a pensarlos, sino que no hay que dejar de pensarlos. Son conceptos nunca cerrados ni aclarados por propia naturaleza Es lo que comentaba al inicio respecto a la filosofía: hay demasiada prisa por la respuesta sin dejar que la pregunta se expanda en toda su riqueza. Y eso pasa, en lo político, con el concepto paraguas de tantos otros, el de democracia. Democracia es esto, democracia es aquello, como si el eslogan certificara la respuesta total a la pregunta abierta de qué es democracia. A mi modo de ver, si algo podemos decir que es democracia es que se trata de un conjunto y un equilibro siempre en movimiento y cambio de muchas cosas que exige, ante todo, no darla nunca por completada, como he parafraseado antes. Porque hay que saber combinar la dinámica de las demandas de los individuos y los colectivos con el respeto al estado de derecho y sus procedimientos, sin tampoco parapetarse en la legislación vigente para dejar de afrontar los retos y cambios que la complejidad y transformaciones de la vida social implican. Es decir, un constante ejercicio de audacia, de prudencia aristotélica en el sentido más clásico del término.
--Pero, ¿cómo se crea la realidad en estos momentos? ¿Gana aquel que convence de esa realidad construida al mayor número de ciudadanos posibles? ¿Es Trump el nuevo hombre posmoderno?
--Ha tocado lo que para mí es una de las grandes cuestiones a resituar. Lo relevante no es solamente que los hechos hayan dejado de tener relevancia, puesto que las mentiras ya no son escandalosas y desacreditadoras, sino que se quiere que eso sea así. Y con esto sí que nos adentramos en terreno inexplorado. Sea por la crisis de la razón y la consiguiente sustitución de lo verdadero por lo verosímil como criterio de realidad, o por el uso irresponsable de las incertezas por parte de quien tiene el poder de incidir en la opinión pública, lo cierto es que la voluntad de creer o no algo se ha convertido en el último eslabón de verdad. Y eso no creo que tenga nada que ver con la posmodernidad. La posmodernidad se propuso llevar a cabo una crítica de los excesos de la modernidad, desenmascarando sus lagunas y excesos racionalizadores. Algo que en el fondo traslucía un espíritu de crítica y, paradójicamente, de búsqueda de la verdadero. Lo que ocurre ahora es que lo que no interesa simplemente no existe, porque lo que prima es justamente el interés. Veremos a dónde nos lleva todo esto, porque una cosa es discutir qué es un hecho y cómo lo interpretamos y otra muy diferente asumir que en el fondo es igual lo que sea o deje de ser porque no afecta a lo que entendemos por realidad.