El fenómeno es global y los expertos lo han analizado con detalle. Sin embargo, los responsables no se dan por aludidos y se sorprenden por las consecuencias de sus actos. Las élites, necesarias, imprescindibles para que los países funcionen, tienen responsabilidades que han querido aparcar. Y ahora buscan cómo paliar algunos de los efectos colaterales que han provocado. Resulta que han aparecido populismos indeseables, movimientos políticos que pueden matar las democracias en nombre del “pueblo”. The Economist señala que esas democracias habían aprendido a morir a través de golpes militares o revueltas que acababan en dictaduras, y que ahora deberán aprender a ser estranguladas en nombre de ese pueblo. Curiosa paradoja.

¿Pero por qué sucede? Hay distintos elementos. Ahora que se inicia el nuevo curso político, y con muchas incógnitas por despejar, en Cataluña, en el resto de España y Europa, es pertinente la reflexión sobre el papel de las élites y de las clases sociales que se apoyan en esas élites con la esperanza de que podrán salvarse del “pueblo”. Lo ha explicado el geógrafo Christophe Guilluy en su libro No society, el fin de la clase media occidental. Señala que existe un peligro real: el fin de las propias sociedades. Sin esas clases medias, que actúan de colchón, la cohesión peligra, y lo que queda son individuos atomizados que se agarrarán a lo que puedan, a movimientos populistas o a acciones violentas, como ha ocurrido con los chalecos amarillos en Francia.

La respuesta ha sido la de ignorar a los perdedores del proceso de globalización económica. La ofreció, de forma indirecta, François Hollande. Fue la exmujer del expresidente francés, la periodista Valérie Trierweiller, quien señaló, en un libro, que Hollande llamaba a los más desfavorecidos como los “desdentados”. Es una palabra que lo dice todo. Los defensores de la socialdemocracia llegaron a conclusiones muy similares a los neoliberales. Si había perdedores, en gran medida se debía a sus decisiones a lo largo de sus vidas. Eran responsables de ser pobres. Por tanto, ¿qué podían pedir los desdentados? Esa posición explica por qué la izquierda ha sido superada por movimientos populistas. Pero la derecha también debe implicarse. No es una cuestión de ideologías. Es el futuro de las sociedades occidentales como las hemos conocido y se han desarrollado desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Las élites han entendido que el futuro está en las grandes ciudades, en las urbes que concentran el talento y que permiten el crecimiento económico. Con esas grandes capitales interconectadas, el negocio está asegurado. ¿Pero qué pasa con los territorios, qué ocurre con las personas que viven en ciudades medianas y pequeñas? ¿Qué ocurre con las zonas rurales? Connais pas, responden.

Los grandes think tanks europeos han constatado una realidad que no aparece todavía en la agenda política. Capitales del Este de Europa, por ejemplo, como Praga, Budapest o Varsovia, han conseguido inversiones. Se desarrollan, crecen. Pero la despoblación de sus territorios nacionales es enorme. Polonia tiene un grave problema en sus extensas zonas rurales. También Hungría. Y, por supuesto, Francia, España e Italia. Es la geografía lo que importa ahora, como bien ha puesto sobre la mesa Guilluy.

En esas grandes ciudades, además, la polarización social aumenta. Es el grito del geógrafo francés, que pide que se tenga en cuenta el reto: “El reto no es, ya no es, gestionar la regresión social, sino volver a formar sociedad, no por altruismo, sino por necesidad. Este modelo globalizado, complejo, interdependiente y desigual ahora tiene que cohabitar con una sociedad del mundo de abajo más igualitaria, en que la gestión de los recursos y del patrimonio común no es una opción, sino una obligación. Pero esta convivencia sólo será posible si las clases dirigentes occidentales toman conciencia de los límites del modelo. La crisis del modelo metropolitano, quintaesencia de la economía global, es un buen revelador de su agotamiento”.

Es decir, ¡Hay que ayudar a las élites! El mundo de arriba, dice Guilluy, está perdido. Necesita orientación. Hay que hacerle ver que los obreros en Estados Unidos no son todos “deplorables”, como señaló Hillary Clinton. Hay que ayudar a esa élite a comprender “que las clases populares no son sólo despreciables desdentados. La idea es que no se puede vivir de espaldas a los ciudadanos de tu territorio, por más cosmopolita que quieras ser: “En el actual siglo XXI, las clases dominantes y superiores occidentales tienen que aprender de una vez a convivir con su pueblo. Está en juego la supervivencia de las sociedades occidentales. Está en juego su propia existencia”.