La España imaginada de Miguel Herrero
El historiador conservador, estudioso de la vida cotidiana en la España del siglo XVII, reflexiona en su obra académica sobre la secular parcelación espiritual de los españoles
30 diciembre, 2020 00:10El andaluz Miguel Herrero García es uno de los historiadores del siglo XX más prolífico y olvidado, quizás sea por su colaboración con el régimen franquista, sea por su ideología conservadora, monárquica y católica o por su eclecticismo tan criticado por los gremios académicos. Sea por una u otra razón, lo cierto es que su figura se fue desdibujando desde su muerte en 1961, pese a las reediciones de varios de sus trabajos.
Nacido en Ronda en 1895, estudió bachillerato en Sevilla, se licenció en Filosofía y Letras en la Universidad de Granada y se doctoró en la Universidad Central de Madrid. Desde 1917 ejerció como catedrático de Latín en varios institutos de secundaria, entre ellos el emblemático Instituto-Escuela de Madrid. Entre 1919 y 1928 realizó diversas estancias de estudio en Suiza, Francia, Bélgica, además de lector en Cambridge y en el Middelbury College (Estados Unidos). Durante el curso que impartió en la universidad británica preparó su libro más conocido y consultado: Ideas de los españoles en el siglo XVII, publicado en 1928 por la editorial Voluntad de Madrid. Fue reeditado por Gredos en 1966 y, de nuevo, se agotó rápidamente.
El historiador Miguel Herrero García
Ha habido que esperar hasta 2020 para que, por fin, haya salido la tercera edición en un volumen de excelente factura publicado por el Centro de Estudios Europa Hispánica. Esta obra formaba parte de un proyecto mucho más amplio que el autor no llegó a concluir y que incluía cuatro estudios sobre las ideas de instituciones, de tipos sociales e ideas éticas y psicofísicas de los españoles en aquella centuria. Herrero dedicó también sus esfuerzos en la recuperación de testimonios literarios sobre la vida cotidiana en dicho siglo. El primer libro con ese enfoque fue El Madrid de Calderón (1926), reeditado en 1963 en una versión ampliada y con un título más certero: Madrid en el Teatro.
A inicios de la década de los treinta, Miguel Herrero continuó sus investigaciones sobre la vida cotidiana en el siglo XVII cuyo primer volumen dedicó a las bebidas (1933). Aunque nunca llegó a culminar este proyecto, en años posteriores publicó de manera dispersa estudios sobre el alumbrado, los aguadores, los teatros, los juegos, los relojes, las fiestas, la indumentaria o los grupos sociales, siempre con las fuentes literarias como base documental de sus trabajos. No será hasta mucho después de su muerte cuando se recopilen y ordenen sus notas sobre diversos aspectos cotidianos. El resultado fue Oficios populares en la sociedad de Lope de Vega (Castalia, 1977) y la edición de un diccionario inconcluso sobre los tejidos en la época de los Austrias (CEEH, 2015).
Además de la docencia y los estudios históricos y filológicos, a Herrero le atrajo desde muy joven el periodismo. Sus colaboraciones en la prensa comenzaron en 1914 en El Correo de Andalucía y en El Correo Español de Madrid. En los años veinte publicó periódicamente en el diario católico El Debate y se incorporó como redactor jefe a la revista Acción Española, desde 1932 hasta su cierre en 1936. En su redacción compartió días y páginas con Ramiro de Maeztu, Eugenio Montes, José María Pemán, Ernesto Giménez Caballero, Víctor Pradera, José Calvo Sotelo, etc., el grupo más sobresaliente del nacionalismo autoritario español durante la Segunda República.
Tras el golpe de Estado todo cambió. Acción Española fue cerrada, el ministerio de Educación republicano desposeyó a Herrero de su cátedra y poco después fue detenido. Fue encerrado en las checas de Madrid y Barcelona junto a destacados intelectuales y militares que también habían apoyado la sublevación militar. Uno de ellos fue el prestigioso cirujano Gómez Ulla, a quien dedicó uno de sus libros más singulares por su contenido y explícito título: Mes de María. Piadoso ejercicio de las Flores de Mayo que en peregrinación espiritual por los principales Santuarios de España practicaron los presos políticos en Barcelona el año 1938 (1943).
En la carta dedicatoria que abre el libro, Herrero dio detalles sobre cómo lo escribió mientras estuvo encarcelado. En el castillo de Montjüic le requisaron los cartapacios, empezó a reescribirlo en la checa barcelonesa del Seminario y de nuevo se lo confiscaron. Fue en la Cárcel Modelo donde “cada día entregaba las cuartillas por el enrejado del locutorio” a su colega latinista José Vallejo, “sufrido y fraternal conllevador de mis trabajos”. De este modo rehízo este librito de proclamas, historias de santuarios e himnos de vírgenes de España, donde también aludió a otro compañero que también padeció “las penalidades de aquellos días” y que murió poco después en 1940: el general golpista Abilio Barbero Saldaña, padre del prestigioso historiador medievalista y marxista del mismo nombre.
Repuesto como catedrático, Herrero simultaneó su docencia en secundaria con su puesto como jefe de Ordenación Bibliográfica del recién creado Instituto Nacional del Libro Español, sin olvidar su vocación periodística que volcó en Ya, periódico insignia de la Editorial Católica. Además, en los años cuarenta publicó varias ediciones cervantinas (Entremeses, Viaje del Parnaso), incluso una voluminosa Vida de Cervantes (1948). Fue también autor de una magnífica síntesis –muy leída y aún no superada– sobre la literatura religiosa en el volumen tercero (1951-1953) de la Historia general de las Literaturas Hispánicas que dirigió Guillermo Díaz-Plaja.
La mayoría de las obras de Miguel Herrero son clásicos que aún siguen vigentes. Se puede comprobar el estado de sus libros en las bibliotecas universitarias: deshojados, anotados, desencuadernados. Su hijo, el jurista Miguel Herrero de Miñón, afirma en el prólogo de la última edición de Ideas de los españoles en el siglo XVII que se trata “de un libro de hechos más utilizado que citado. No es obra de arquitectura sino de cantería (…) Pero los buenos arquitectos saben lo útil que es contar con una buena cantería”.
La intención del autor no era quedarse en un repertorio de citas y estimaciones literarias, sino crear una obra de referencia de la historia de las ideas en España que superase el enfoque de los estudios sobre personalidades aisladas: “El método que sigo es absolutamente empírico. Nada de hipótesis brillantes ni de teorías sorprendentes. Quiero llegar a la reconstrucción del pensamiento del siglo XVII por el riguroso y exclusivo conocimiento de los hechos”.
En ese sentido, es pertinente la observación que hace Herrero Miñón cuando afirma que este libro fue un estudio avant-la lettre de la posterior historia de las mentalidades. El objetivo de Miguel Herrero era trazar un perfil preciso de la mentalidad del español del siglo XVII como un proyecto que contribuyese a delinear el alma de España como nación histórica, que aportase datos definitivos sobre la formación de su conciencia. Su admiración por Menéndez Pelayo y su obra condicionaron el punto de partida providencialista, religioso y conservador de Herrero.
Pero, paradójicamente, la España resultante en su libro no fue la imaginada (unívoca y homogénea) sino plural y diversa formada por castellanos, portugueses, andaluces, extremeños, manchegos, gallegos, asturianos, cántabros, vascos, aragoneses, catalanes, valencianos e indianos. Y para completar ese mosaico de tan diferentes y contradictorios estereotipos añadía citas literarias de autores españoles que habían opinado sobre gitanos, moriscos, judíos, holandeses, irlandeses, ingleses, alemanes y turcos. Algunos salían mejor parados que otros, entre ellos los catalanes a quienes atribuía en ese siglo tres cualidades bien definidas: amor a sus libertades, firmeza en la amistad y violencia en la venganza de sus agravios.
Al final, Herrero imaginó una España y comprobó que la realidad y el deseo eran bien distintos. Reconoció, como ya hizo Saavedra Fajardo, “la parcelación espiritual de los españoles, es decir, la casi anulación de la idea de nacionalidad en la conciencia española”. Unas regiones contra otras y una falta de cohesión nacional: “Los españoles del siglo XVII ni se entendían entre sí ni se entendían con los demás”, escribió en 1928. Después vino la Guerra Civil y Herrero pudo comprobar cuán profundas y perdurables eran esas diferencias. Aunque siempre le quedó la esperanza, como leyó en un inédito Juicio Imparcial de la Nación del siglo XVIII, que el español fuese “un tesoro escondido”, que algunos aún deben estar buscando.