El pudor al desnudo
La aceptación de la exhibición del cuerpo humano ha ido evolucionando a lo largo de los tiempos, muy influida por la religión
3 noviembre, 2019 00:00El historiador Gilles Néret, en uno de sus dos tomos de Erotica Universalis, reverenciaba a Miguel Ángel (1475-1564) por haber llenado la Capilla Sixtina de penes y efebos desnudos. El maestro alegaba que todos esos cuerpos “habían salido de la mano de Dios”. Sin duda, aquella obra era el reclamo de la piel puesta al servicio de la causa noble, por lo que el pensamiento impuro no era posible. No obstante, unas décadas más tarde el papa Paulo IV (1476-1559), apodado con razón Il Braghetone, ordenó a Daniele da Volterra (1509-1566) que cubriese cada una de esas desnudeces, dando por sentado que todo deseo sexual surgía de la observación de la carne. De modo que la conciencia de los fieles ya no sólo les dictaba lo que debían hacer, sino además lo que debían ver.
Según el Génesis, el pecado original fue el causante del pudor. Adán y Eva sintieron vergüenza al verse desnudos ante la presencia Dios. Desde ese momento, desde los orígenes de la tradición judeocristiana, la desnudez ha sido objeto de prohibición y controversia. Pero obviamente, la valoración moral del desnudo no ha sido siempre la misma, ni a lo largo de la historia ni en otras culturas. En el mundo greco-latino la sensualidad era vista como un impulso divino. Los dioses se representaban mostrando todo el esplendor del cuerpo humano. Era muy frecuente que en parques y jardines se erigiesen estatuas del dios Príapo, dotadas de un falo descomunal. Incluso en la cerámica de uso doméstico aparecían escenas sexuales.
Es a partir del Medievo, cuando el cristianismo dominante identificó el desnudo con el paganismo, por el simple hecho de que aquellas creencias politeístas reproducían a sus dioses al natural. A ello había que añadir la idea platónica de que el cuerpo era la cárcel del alma. Así, las ánimas siempre se representaban desnudas, despojadas de todo residuo terrenal, carentes de atractivo y con los atributos sexuales minimizados. Pero el desnudo conoce un cambio relevante durante el Renacimiento. Vuelven los ideales de belleza clásica. Se concibe al hombre como un ser hecho por Dios, a imagen y semejanza. Se aligera de ropa el santoral, como si se tratasen de dioses griegos. La Virgen se representa con hermosos senos que amamanta a Jesús con la pureza de su leche. El desnudo triunfa, pero se detiene en el límite del acto sexual, insinuándose mediante alegoría o metáfora. El grabador Marcantonio Raimondi y el dibujante Giulio Romano publican I Modi, el primer libro erótico impreso, una colección de estampas que recrean mitos mediante la representación de posturas sexuales.
Con la llegada del Barroco, la carne se sigue transmutando en alegoría, pero la vergüenza y el pudor se transforman en provocadora exhibición. En las representaciones los modelos son conscientes de que están siendo observadas. Muestran pudor y a la vez sumisión, un juego erótico con el que se deleitaba el promotor de la obra. En una de las versiones de Susana y los ancianos de Rubens (1577-1640), la protagonista intenta cubrirse de cuclillas dirigiendo su inocente mirada hacia el espectador, mientras es observada descaradamente por unos ancianos.
Frente a la corrección académica de las anteriores etapas, durante el siglo XIX un autor como Courbet (1819-1877) transgrede los límites de lo moralmente aceptado. Pinta una provocadora vulva que titula con un nombre aún más subversivo: El origen del mundo. Con semejante obra el autor se opone a la divinidad para concebir criaturas, al mismo tiempo que despliega toda la carga sensual de la modelo mediante el bello, símbolo de la pasión y de la potencia sexual. Manet (1832-1883) va más allá y realiza el retrato de una prostituta. Ya no existe pretexto alegórico que desvíe la atención de su sordidez, salvo su irónico título: Olympia.
En los siglos XX y XXI, el desnudo gana protagonismo a través de la fotografía, el cine y más recientemente, los medios digitales. Se produce una masificación de la desnudez, y salvo en las inocentes chicas pin-up que llenaban de ingenuidad los almanaques con sus pubis rasurados (censurados mediante aerógrafo), el bello y los cuerpos eclosionan de manera natural, sin cánones ni chispazos de perfección física. El mejor exponente de esta saturación de la carne es el fotógrafo Spencer Tunick (1967), quien contrasta la desnudez humana frente a la materia asfáltica de avenidas y edificios. Para ello, cita a cientos de personas desnudas, desplegando una orgía de carne exenta de erotismo, como si se tratara del escaparate de una carnicería. Sus obras ilustran la existencia de un nuevo canon en el arte, con formas más sutiles y de mayor impacto. Se trata de la aceptación de la humanidad a través de la mera exposición, de la exhibición de la belleza y del error de lo físico. Al fin y al cabo el cuerpo es tan solo eso, repulsión y atracción, la exégesis cárnica del alma.