Ensayo

Arturo Pérez Reverte, el barbero de Treblinka

6 enero, 2019 00:00

Al parecer, a Arturo Pérez-Reverte, se le pilla casi siempre con mal cuerpo y con Twitter a mano. Le cabrea que le hablen del general (en esto estamos de acuerdo, ves), una pose de los nacional-populistas que no conocieron el hierro y hablan de Franco, aunque lleve 40 años muerto, para ponerse a sí mismos el cartelito de anti-fascistas.

Digo lo del mal cuerpo porque el escritor (¡ojo! Este hombre ha devuelto la novela naturalista a los anaqueles, tras años y años de monserga vanguardista iletrada) ha de salirse siempre con la suya; le caigan por donde le caigan. Reverte es el más rojo, el que ha sido enviado especial en más guerras, el que mejor aguanta el alcohol, el más viajado y el que más liga; total un mon petit Hemingway o un camarada Dos Pasos. Si se lo cruzan por la calle verán que pone cara de estar en la barra del Hotel Wellington, de la calle Velázquez, entre balacera y balacera del Jarama. El frío de la sierra le ha curtido la piel y ennoblecido las arrugas.

A nuestro narrador más leído le va el hard web, digo. Y esta vez, como saben, ha tirado de sarcasmo resultón para decir en un tuit que no podrá escribir una novela ambientada en un campo de concentración nazi, porque el tema está agotado después de "La bibliotecaria de Auschwitz, La bailarina de Auschwitz, El tatuador de Auschwitz, El farmacéutico de Auschwitz, La enfermera de Auschwitz, El mago de Auschwitz, El violinista de Auschwitz…".  Y sigue con el fotógrafo, el ángel y el violinista de Mauthausen, para subirse definitivamente a la parra, con el barbero y la viuda de Treblinka. Los polacos han pillado un mosqueo importante, porque el tiempo no cura los millones de muertos en los solares del exterminio, dicen en respuesta los del Museo Memorial Auschwitz. Es curioso que los cracovianos de hoy sean tan melindrosos, cuando a ellos les va ahora la pura xenofobia.

Arturo Perez Reverte

Arturo Perez Reverte

Caricatura de Arturo Pérez-Reverte blandiendo una navaja suiza / FARRUQO

Desde luego, el tema puede estar agotado, como les ha ocurrido a los andenes de las estaciones de tren, especialmente después de Canfranc, la estación fronteriza cuyo jefe salvó muchas vidas de judíos y refugiados durante la ocupación alemana. Canfranc significó el heroísmo anónimo de una persona, algo más cercano a los millones de casos de víctimas de los campos.

Ahora vivimos un momento en el que se lleva solapar héroes y víctimas, porque uno puede haber sido ambas cosas a la vez (¡mentira!). Pero lo que ahora se da con más frecuencia es el fraude de ley aplicado a la Ley de Memoria Histórica; es decir, que le den un meneo a Willy el Niño (aquel miembro de la brigada político-social que atemorizó a la Complutense) no por lo que hizo sino para que no quede impune, medio siglo después. Fatal. Pues bien, sepan estos operadores de la industria de la memoria que su postureo es sencillamente una venganza. David Rieff, informador en Bosnia, Ruanda, Liberia y Sierra Leona, en su libro Elogio del olvido utilizó un concepto revelador: "La historia nunca puede ser el carburante del odio". Rieff, hijo de la inolvidable Susan Sontag, se anuncia como un cartucho contra George Santayana ("los que olvidan están destinados a repetir"); y se expresa como un militante contra la dictadura de la memoria. El recuerdo no es neutro. Peor: ¡no siempre es necesario!, dijo Felipe González, aunque jamás lo haya reconocido en sus ensayos y memorias minimalistas, esparcidas en bibliotecas desordenadas y libros de viejo.

Saber cómo fueron las cosas es una forma de ofrendar en el altar de la verdad, pero eso no implica modificar el pasado, porque lo que pasó, pasó. La ucronía, como forma de justicia poética, es el fracaso de una sociedad. Y esto es muy visible entre nosotros, especialmente, cuando el soberanismo reinterpreta 1936 como una guerra contra Cataluña y no como un golpe militar contra la II República (lo que fue). "La memoria es el demonio", solía decir a sus alumnos Todorov, aquel antropólogo rumano que daba clases en la Sorbona, llevaba siempre la misma trenca y vivía en Montmartre, al estilo frugal del último Wittgenstein, en Cambridge.

Reverte no ha salido del cuadro. Llama la atención que el académico Arturo Pérez-Reverte hable bien del presidente Sánchez y que enarbole la bandera de Interior, un ministerio duro, donde Marlaska (a mí también me gusta) reparte mandobles dialécticos por un quítame ahí estas pajas. Cada vez que le molestan, Reverte se saca de la bocamanga un Alatriste en miniatura para arrear. El suyo bien podría ser uno de los capitanes de Konrad y, en parte, lo es, aunque menos dramático que los del escritor polaco, y más divertido, de paso. Dar cera de la buena a los de Flandes resulta especialmente sabroso en estos tiempos oscuros en los que el partido fachendoso Nueva Alianza Flamenca (amigo de Torra y Puigdemont) ha roto la legislatura en Bélgica, tras aceptar su Gobierno un pacto migratorio internacional, firmado en la ONU. El nacionalismo se ha convertido en una ideología matona; punto pelota.