Los protagonistas de 23-F

Los protagonistas de 23-F

Democracias

La verdad del 23-F

Soberanistas y grupos de izquierdas afirman, igual que la extrema derecha, que Juan Carlos I estuvo detrás del golpe de Estado

28 marzo, 2021 00:10

Hace un mes recordábamos el cuarenta aniversario del intento de golpe de Estado protagonizado por el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero el 23 de febrero de 1981. Y, de nuevo, lo más llamativo ha sido observar cómo las viejas teorías conspirativas repetidas por la extrema derecha sobre la implicación en la trama de Juan Carlos I han migrado con fuerza hacia un sector de la izquierda y el independentismo vasco y catalán que las hace suyas con enorme entusiasmo y gran desacomplejamiento. 

Este año, pese a la pandemia, se celebró un acto de conmemoración de pequeño formato en el Congreso protagonizado por Felipe VI, que sufrió, como ya viene siendo habitual, el plante de ERC, Junts, Bildu, PDeCat, BNG y la CUP. Estas formaciones justificaron su ausencia en una rueda de prensa previa en la que leyeron un delirante comunicado. Exigieron que se hicieran públicos todos los documentos del 23-F porque, según ellos, hay sobrados indicios de que “el golpe fue algo planificado y orquestado no por cuatro militares descontentos, sino en el marco de una operación de Estado para reforzar y blindar los pilares del régimen del 78 en la mal llamada transición democrática española, con el Rey y el Ejército como sus mayores garantes”. 

El diputado del BNG, Néstor Rego, fue más lejos y en su intervención ante los periodistas afirmó, sin ninguna justificación, que “hay evidencias de la implicación del rey emérito en el golpe de Estado, del que se apeó cuando vio que iba a fracasar". Ese mismo día, también el republicano Pere Aragonès, que es la más alta autoridad institucional de la Generalitat, señaló en twitter que Juan Carlos I estuvo detrás del 23-F. 

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Antes de volver sobre esos argumentos, hay que precisar que el PNV tampoco asistió al acto del Congreso por considerarlo “vacío y coyuntural” y porque, según el presidente del partido Andoni Ortuzar, “tampoco se sabe al 100% lo que pasó el 23-F”, aunque en un ejercicio de prudencia no quiso suscribir el manifiesto de los independentistas. Y aunque Unidas Podemos sí estuvo presente, Pablo Iglesias mostró un actitud visiblemente incómoda desde su silla y no quiso aplaudir el discurso del Rey, quien entre otras cosas elogió el papel de su padre frente al golpe. 

Ese feo del vicepresidente segundo del Gobierno fue una forma de decir que estaba allí porque no tenía más remedio, pero que en el fondo su pensamiento no andaba muy lejos de lo que Juan Carlos Monedero había afirmado una década atrás: “El golpe de Tejero triunfó clamorosamente con su fracaso”, porque de él salió “un rey remozado”. En efecto, la principal consecuencia del 23-F fue la legitimación democrática de la monarquía parlamentaria y la definitiva conversión al juancarlismo de socialistas y comunistas durante las siguientes décadas, como también de los entonces llamados nacionalistas moderados (CiU y PNV). 

En Barcelona, tres meses después del golpe, en mayo de 1981, la celebración de la semana de las Fuerzas Armadas fue un éxito rotundo de participación popular, con las calles engalanadas de banderas españolas, la presencia en el desfile de todas las autoridades civiles y fuerzas políticas, y un Jordi Pujol hablando del “alto honor” que suponía para Cataluña rendir homenaje a la Corona y a las Fuerzas Armadas. Veinte años más tarde, en la última marcha del ejército por las calles de Barcelona, en mayo de 2000, el clima fue ya de hostilidad contra el desfile, con Pujol pidiendo comprensión hacia las criticas de “extensos sectores sociales y políticos”, las protestas de sectores pacifistas mezclados con independentistas en las que se ponía al Rey en la diana. 

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Pues bien, para los que desde entonces han hecho del ataque al régimen del 78 su razón de ser, resultaba complicado enfrentarse a la imagen de un monarca puesto por Franco que, sin embargo, salió en televisión para defender la democracia y la Constitución cuando solo él podía evitar el triunfo del involucionismo. Necesariamente tenía que haber truco en ese episodio con final feliz, concluían. Como ha escrito Juan Francisco Fuentes en una excelente obra de resumen (23 febrero 1981. El golpe que acabó con todos los golpes, Barcelona, Taurus, 2021), ya mucho antes del nacimiento de Podemos, “un sector de la izquierda se había propuesto darle la vuelta a la verdad oficial sobre el 23-F y acabar con este y otros mitos fundadores de la democracia española, como la reconciliación nacional, la amnistía y el consenso”.

Cuarenta años después, grupos de izquierdas en alianza con las fuerzas soberanistas se empeñan a diario en propagar que el régimen del 78 es la continuación del franquismo por otros medios y que la democracia española es de baja calidad porque está lastrada por unos pecados originales que no tiene forma de expiar. La tesis que los partidos independentistas verbalizaron en citada la rueda de prensa, con Gabriel Rufián al frente, es que el 23-F fue un golpe que se desarrolló porque el Rey estaba necesariamente implicado en él, pues sucedió para su propio beneficio. 

Es la misma idea que desde la extrema derecha se defendió durante años para justificar a los condenados, que habrían actuado bajo el principio de la obediencia debida. Y la misma que sostienen hoy libros como el de J. Antonio Candil, 23-F. El golpe del Rey (Almuzara) en el que sin aportar ni una sola prueba, reconociendo abiertamente esa falta, se afirma que fue una trama político-militar diseñada para fracasar y fortalecer a la Corona. Lo grave es que un historiador académico como el hispanista Stanley G. Payne se preste a escribir un prólogo a una obra que no tiene ninguna solvencia. 

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Ya en el consejo de guerra que juzgó a los acusados, algunas de las defensas intentaron convertirlo en un juicio contra el rey, pero fracasaron estrepitosamente. Después de tres meses de vista oral lo que resultó fue el descrédito absoluto de los involucionistas, que ejecutaron el golpe de forma improvisada y chapucera, sin que nadie se hiciese responsable de nada, tampoco Milans del Bosch ni Alfonso Armada, los cabecillas de la trama, que siempre afirmaron haber actuado al servicio de la Corona. 

En este cuarenta aniversario vale la pena repasar cuál fue el comportamiento de Juan Carlos en las semanas previas al golpe y durante el 23-F. Como ha escrito Francisco Fuentes, en cualquier hecho histórico siempre hay resquicios, ángulos ciegos, pues el conocimiento completo y absoluto nunca se alcanza del todo. De ahí la imposibilidad de contar toda la verdad del 11-S o del 11-M, del asesinato de Kennedy o del ataque japonés a Pearl Harbor, y por supuesto también del 23-F. No está claro cuál fue el papel de los servicios secretos, el CESID, donde al parecer hubo de todo (como lo demuestra que fueran reestructurados en profundidad tras el golpe por Emilio Alonso Manglano), tampoco el de la CIA y la embajada norteamericana e incluso del Vaticano. 

También el papel de Armada tiene paradojas e interrogantes que permiten diversas lecturas sobre su participación en los hechos. Pero que existan cabos sueltos no nos puede llevar a abonar teorías conspirativas ni a transigir con rocambolescas explicaciones cuando el resto de los hechos van en una dirección sólida y clara. Más bien siempre sucede lo contrario: “si todas las piezas encajan, si no queda ni una sombra de duda, podemos tener la seguridad de que la historia que se nos cuenta es falsa”, concluye Fuentes.

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El profesor Alfonso Pinilla en El laberinto del 23-F. Lo posible, lo probable y lo imprevisto en la trama del golpe (Madrid, Biblioteca Nueva, 2010) analizó las alternativas que fueron resolviéndose a lo largo de la grave crisis sociopolítica española que se desarrolló en el invierno de 1980-1981 y, mediante una metodología de matrices, plantea diversas opciones de salida. Demuestra en su original estudio que si los protagonistas hubieran actuado de otro modo, el final podía haber sido diferente

No podemos olvidar que el silencio y la ambigüedad permitió la confluencia entre los planes del general Armada y los proyectos de Tejero. No todo estaba tan claramente a favor de la solución democrática constitucional, es decir, la formación de un nuevo gobierno ucedista tras la dimisión de Adolfo Suárez presidido por Leopoldo Cavo Sotelo, como nos puede parecer desde el presente. Que el golpe duro franquista fuera chapucero no lo condenaba necesariamente al fracaso la noche del 23-F. Tampoco está claro qué hubiera ocurrido con la operación Armada si la rebelión militar se hubiera extendido a otras capitanías generales tras la salida de los tanques en Valencia por orden de Milans del Bosch. O las consecuencias de que el antiguo secretario de la casa real, Armada, llegase a acceder al palacio de la Zarzuela esa tarde para influir sobre Juan Carlos y confirmar frente a su conmilitones la versión de que contaba con el apoyo del monarca. 

Que eso último no sucediese evitó que la División Acorazada Brunete tomara Madrid y frenó en seco el desarrollo de los acontecimientos. Finalmente, todavía de madrugada, Armada hubiera podido jugar una última carta si Tejero le deja acceder al hemiciclo del Congreso para explicar la propuesta de formar un gobierno de concentración pluripartidista con él al frente. ¿Los diputados hubieran investido a esa especie de De Gaulle español creyendo que así evitaban lo peor? No lo sabemos. 

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En cuanto al papel del Rey, no hay nada que demuestre que apoyara el golpe ni que lo impulsara entre bambalinas junto a su antiguo secretario. Ahora bien, es cierto que el 3 de enero de 1981 Armada se reunió con Juan Carlos en Baqueira Beret y que mantuvieron una larga conversación en la que el general le comunicó el enorme malestar militar contra Adolfo Suárez, la amenaza de un golpe duro y la posibilidad de reconducirlo mediante un gobierno de concentración. También está demostrado que el monarca contactó inmediatamente con Suárez, con quien se citó al día siguiente, momento en el que el presidente del Gobierno tomó conciencia de que había perdido la confianza del Rey, lo que seguramente precipitó su dimisión semanas después. 

Recordemos que en su intervención televisiva del 29 de enero de 1981 el carismático líder centrista aludió al riesgo de que el sistema democrático de convivencia fuera un paréntesis en la historia de España y que se iba para conjurar ese peligro. Efectivamente, Suárez sufría desde hacía muchos meses una operación de derribo sobre todo desde dentro de su partido en medio de una situación muy crítica por la crisis socioeconómica y los atentados terroristas. Las Fuerzas Armadas eran franquistas y mayoritariamente no creían en la democracia. La tentación golpista estaba al orden del día, aunque los involucionistas carecían de un líder y muchos viejos generales tampoco estaban dispuestos a emprender una nueva guerra civil, por lo que obedecían al Rey tal como les había pedido Franco. 

Que Juan Carlos mantuviera con Armada diversas conversaciones sobre la necesidad de una reconducción que pasara por la salida de Suárez y la formación de un gobierno de unidad nacional, no significa que el Rey hiciera suyos los planes del general. La prueba inapelable de ello es que tras la dimisión del político de Ávila, el monarca aceptó que el candidato a la presidencia del Gobierno fuese Calvo Sotelo. Con la Constitución en la mano (art. 99.1), el Rey tras consultar a los grupos políticos podía haber propuesto a cualquier otra persona para el cargo, por ejemplo, al general Armada. 

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Por tanto, una cosa es que considerase que la salida de Suárez del poder era necesaria, algo que en ese momento era un clamor muy extendido, y que conociera de primera mano la propuesta de Armada incluyendo sus informes de reforma constitucional, y otra muy diferente es que el Rey estuviera dispuesto a poner a un militar al frente del ejecutivo aunque tuviera por su antiguo preceptor un cierto afecto personal. El nombramiento de Armada, como 2º Jefe del Estado Mayor del Ejército, una vez que Suárez ya había dimitido y se prepara el relevo por Calvo Sotelo, nombramiento que se hace a petición expresa del Rey al ministro de Defensa, no puede interpretarse como una forma de alentar los deseos del ambicioso general o de facilitarle el camino del golpe, sino más bien de cerrar el capítulo de sus aspiraciones. 

Lejos de las teorías conspirativas cuando no directamente alucionatorias, como las defendidas por Jesús Palacios (23-F. El rey y su secreto) o Pilar Urbano (La gran desmemoria), a lo máximo que un historiador riguroso y detallista como Roberto Muñoz Bolaños en El 23-F y los otros golpes de Estado de la transición (Barcelona, Planeta, 2021) alcanza a reprochar al Rey es que no mostrara oposición a los planes de Armada. Supuestamente el monarca tenía que haberle dicho en esas reuniones confidenciales que jamás apoyaría sus deseos, ante lo cual Armada, de cuya palabra y lealtad a la Corona parece ser que no se puede dudar, hubiera dejado de conspirar y utilizar el nombre del rey a su favor. 

Puede que Juan Carlos fuera imprudente en alguna conversación, algo imposible de demostrar y en cualquier caso es una apreciación muy subjetiva, pero desde el momento en que propuso a Calvo Sotelo como presidente del Gobierno, Armada tenía que haberse dado por enterado. Y, sin embargo, siguió adelante con sus planes para tejer una tela de complicidades, incluyendo a políticos socialistas y comunistas, para crear una gravísima situación en la que él, tras haber creado el fuego, pasara a hacer de bombero, a ofrecerse como la solución providencial aunque fuese a costa de quemar constitucionalmente a la Corona. 

Muñoz intenta también demostrar que el rey fue dubitativo e indeciso la noche del golpe. En su libro bucea en algunas lagunas, contradicciones y momentos de impasse del 23-F. Es ciertamente llamativo que Armada, a quien se le había negado la entrada en la Zarzuela tras el golpe, fuera autorizado por Sabino Fernández Campo, secretario de la Casa del Rey, a ir de madrugada al Congreso para poner fin al secuestro del Congreso y ofrecerse “a titulo personal” como presidente del Gobierno. Es verdad que el discurso del rey en televisión no se emitió hasta bastante tarde, hacia la 1 y cuarto, y que eso alimenta algunas conjeturas. Pero a esas horas de la noche la principal preocupación en la Zarzuela estaba en lograr la liberación de los diputados, en evitar que Tejero cometiera una locura. 

El secuestro del Congreso era el único éxito que habían logrado los partidarios del regreso al franquismo y se corría el riesgo de que más unidades militares, como haría el comandante Pardo Zancada poco después, se sumaran en su apoyo. Permitir que Armada fuera al Congreso pudo convertirse en un grave error, empezando porque la huida de Tejero a Portugal hubiera sido otra consecuencia que a la larga habría sido contraproducente, pero el miedo a un derramamiento de sangre debió pesar enormemente. Interpretar la prudencia del jefe del Estado como una muestra de ambigüedad, cuando tampoco debía estar seguro absolutamente de que todos los capitanes generales le obedeciesen, máxime con Milans del Bosch sublevado en Valencia, carece de base real. Es adentrarse en un terreno de conjeturas que solo se sostiene en la creencia de que el rey tenía algo que esconder y que actuó toda la noche para intentar minimizar los daños, que es la tesis de Muñoz. Pero lo único cierto es que la historia de la transición española sería otra si el monarca se hubiera inhibido ante el golpe militar o hubiera apoyado una reconducción constitucional encabezada por Armada. No lo hizo y esa es la única verdad.