Una imagen de 'La vida y nada más', de Bertrand Tavernier / FILMIN

Una imagen de 'La vida y nada más', de Bertrand Tavernier / FILMIN

Letras

Cosmos, Tavernier y 'La vida y nada más'

La obra de Tavernier mantiene toda su vigencia, con el amor a la honestidad, rebosante de vida y de inteligencia

28 marzo, 2021 00:00

Esta noche, si Dios quiere, volveré a ver La vida y nada más, la obra maestra de Bertrand Tavernier, estrenada en 1990. Será la cuarta vez.

Con el glorioso cineasta, que acaba de fallecer, desaparece el tercer elemento fundamental en la creación de esta obra maestra, precedido por el actor Philippe Noiret, que está inmenso, y sobre todo por el guionista, o co-guionista con el mismo Tavernier: Jean Cosmos. Cuando en una película de Tavernier participa Cosmos, ya uno puede estar seguro de que valdrá la pena verla. Entre ellos hubo una química cerebral en sintonía inefable.

Pero también hay que reconocer que si Cosmos existe en el arte, es en buena parte gracias a Tavernier, que fue a buscarlo cuando aquel, después de unos inicios fallidos en el cine, estaba retraído en producciones radiofónicas y seriales televisivos.

El director estaba interesado en el tema de los desaparecidos (franceses) en la primera guerra mundial: 350.000 soldados y civiles, un equivalente al total del ejército nacional actual, o la población de una ciudad de alguna importancia. Después de la guerra nadie se ocupaba de localizar e identificar a los desaparecidos. Hasta que los industriales que peinaban los campos de batalla en busca de obuses y chatarra para reciclar se encontraron, con cierta frecuencia, con cadáveres. Se dirigieron al Ejército: ¿qué hacemos con estos cuerpos? Así fue como el Estado empezó a tomar en consideración el problema.

Línea argumental hacia el amor

Con estos datos, y la idea de hacer una película no tanto sobre los muertos como sobre una época entonces muy poco estudiada por los historiadores, que era el momento inmediatamente posterior a la guerra, cuando el país, después de cuatro años de horror, daba los primeros pasos para volver a la vida, Tavernier fue a buscar a Cosmos. Había visto que como guionista de seriales tenía especial sensibilidad con los temas históricos, que se documentaba con rigor, que había trabajado en el ministerio de la Reconstrucción durante la segunda guerra mundial, que conocía el funcionamiento de los oficios, el trabajo de carpinteros, albañiles, etc., enfrentados al problema de la reconstrucción, que en lo fundamental era el mismo en 1945 que en 1919. Seguramente también vio que tenía una mente lírica y talento narrativo.

Cosmos se presentó en seguida a Tavernier con muchas ideas en torno a un oficial, el ficticio comandante Delaplane (Noiret), que se toma tan a pecho la tarea de identificar los cuerpos hallados en la zona de su jurisdicción que se convierte en un fastidio para la jerarquía militar y política. Al mismo tiempo, ha de plantar cara a Irene de Courtil, una arrogante señora de la alta sociedad que está recorriendo en limusina los hospitales de la zona en busca de su marido, uno más de los desaparecidos en acto de servicio.

De la querella entre Delaplane e Irene nace poco a poco la comprensión y la ternura. Esta línea argumental hacia el amor coincide de maravilla con el propósito inicial del director: el encaminamiento desde la tragedia hacia la vida.

Veré esta noche otra vez esta película, y, como pasa a veces cuando ves cine antiguo o un álbum de fotografías, sentiré la extrañeza de que Tavernier, Cosmos y Noiret, que están en el filme rebosantes de vida, de inteligencia y de vigor, han muerto, y en cambio la obra está como siempre, intocada por el tiempo.

Lo cual me recuerda una anécdota que contaba Tavernier para ilustrar el hecho de que muchos detalles atmosféricos que se inventaron Cosmos y él sobre aquella época, sus personajes, sus recursos y sus rituales, pudieron luego constatar que eran ciertos. Pues se habían metido hasta tal punto en la lógica de los acontecimientos que supieron llenar los huecos con exactitud.

Apenas una certidumbre

La anécdota tiene que ver con la visita que después del estreno de la película le rindió un teniente coronel llamado Créanche. Un hombrecillo de 83 años que había venido a pie desde Les invalides hasta su domicilio de entonces en Le Marais –lo que es un buen trecho— y que le dijo:

“He visto cuatro veces su película. ¿Cómo ha conseguido usted no cometer ni un solo error? Y otra cosa: ¿Cómo ha conseguido meter en ella pedazos de mi vida? Cosas que yo no le he contado a nadie. Porque yo fui, en Champagne, ese oficial detrás de una mesa que recibía a las familias que venían a identificar los objetos que habíamos encontrado en los campos: gafas, pitilleras, peines, carteras, etcétera. Yo esto no se lo he contado nunca a nadie y en la película está la escena exactamente igual que como yo la viví".

Al oír a Tavernier contando esta anécdota en un documental de Arte me dio un vuelco el corazón: recordé, recuerdo ahora, esa escena con las cosas, las cosas utilitarias y pobres de los soldados, expuestas sobre una mesa, las cosas gastadas, tan personales y únicas gracias al uso y a la vez tan comunes, las cosas silenciosas que no pueden hablar. Y a la gente estremecida que pasa ante la mesa y las mira, buscando en ellas, tan parecidas entre sí, no ya a sus seres queridos y únicos, sino algo que no llega a ser la sombra de una esperanza: apenas una certidumbre.