La Gran Renuncia. 'Workers and Paintings' (1943) / HONORÉ SHARRER

La Gran Renuncia. 'Workers and Paintings' (1943) / HONORÉ SHARRER

Democracias

La Gran Renuncia

Tras la pandemia, en Estados Unidos un movimiento ha cogido por sorpresa a los estrategas económicos: cada mes cuatro millones de personas abandonan sus trabajos

26 diciembre, 2021 00:10

John Locke sitúa el origen de la propiedad en el trabajo: la tierra era al principio común, el trabajo añadió valor y convirtió al hombre en dueño. Libertad y propiedad se vinculan al trabajo que genera bienes para su uso o intercambio. La revolución industrial será la culminación de una organización económica en la que la producción deja de ser principalmente para uso y se enfoca al intercambio y a la obtención de beneficios. El trabajo personal, origen del derecho a la propiedad, resulta insuficiente y, cuando no hay esclavos, se contratan asalariados, aunque hubo que convencer a la gente de que tenía que trabajar.

El trabajo ha existido siempre pero la producción industrial exige jornadas más amplias y agotadoras que la mera subsistencia. El antropólogo Marshall Sahlins estimó que en la edad de piedra se trabajaban tres horas diarias. Carlos Taibo cita estudios de André Gorz según los cuales a principios del siglo XVIII la media de trabajo de los asalariados rondaba las 20 horas por semana. Un siglo después, la clase obrera luchaba por las 48 horas semanales, con salarios de miseria.

Teoría de la clase ociosa, Thorstein Veblen

Thorstein Veblen describió en Teoría de la clase ociosa la nueva situación: “El trabajo manual, la industria, todo lo que tenga relación con la tarea cotidiana de conseguir medios de vida, es ocupación exclusiva de la clase inferior. Ésta incluye a los esclavos y a otros seres subordinados, y generalmente comprende también a todas las mujeres”. Esos seres inferiores compartían la necesidad de someterse a la voluntad de otro, de vender su tiempo libre, de trabajar contra su propia voluntad. Toda la modernidad está impregnada de loas al trabajo. Quienes cuestionan su necesidad son escoria: holgazanes, insolidarios, egoístas. En la derecha y la izquierda triunfa una máxima: quien no trabaja, no come.

Zygmunt Bauman ha reflexionado sobre la desconfianza que inspiraban quienes rechazaban el trabajo: “Era gente sin patrón, fuera de control: nadie los vigilaba, supervisaba ni sometía a una rutina regular, reforzada por oportunas sanciones”. Había, pues, que disciplinarlos, siguiendo una doble estrategia: el hambre y una ideología que equiparaba  trabajo y virtud, la “ética del trabajo” que debía atraer “a los pobres hacia las fábricas, erradicar la pobreza y garantizar la paz social”, escribe Bauman. En la práctica, “sirvió para entrenar y disciplinar a la gente, inculcándole la obediencia necesaria para que el nuevo régimen fabril funcionara correctamente”.

Entregarse al ocio era impropio de un hombre honrado, salvo que fuera para reponer fuerzas y seguir trabajando. La ética del trabajo “afirmaba la superioridad moral de cualquier tipo de vida (no importaba lo miserable que fuera), con tal de que se sustentara en el salario del propio trabajo”, señala el filósofo italiano Giuseppe Rensi. En realidad se “promovía una ética de la disciplina” ya que la ética del trabajo buscaba “imponer el control y la subordinación”.

El filósofo Zygmunt Bauman

El filósofo Zygmunt Bauman

En el siglo XIX hubo algunos manifiestos contra el trabajo. Entre ellos El derecho a la pereza, de Paul Lafargue, yerno de Marx. En él puede leerse: “Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones donde domina la civilización capitalista. Esta locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo”. Citaba defensores de la pereza: los filósofos griegos, que “enseñaban el desprecio al trabajo, esa degradación del hombre libre”; los poetas, que “cantaban a la pereza, ese regalo de los dioses”, y finalmente, Jehová “el dios barbado y huraño que dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal; después de seis días de trabajo, descansó por toda la eternidad”.

Décadas después, Rensi publicaba Contra el trabajo. Una actividad presentada “bajo el disfraz de una obligación ética, un mandato espiritual superior, un verdadero deber moral, una virtud”, pero ninguno de esos elogios consigue que la mayoría de hombres deje de pensar en evitarlo. Para Rensi el trabajo es “tosco, material, nocivo, triste”. Se le elogia para contrarrestar que “provoca repugnancia y odio”, por eso se exige “dinero a cambio”.

El derecho a la pereza, Paul Lafargue

Lo humano es el juego y la contemplación, actividades no sometidas a la voluntad de otro, un fin en sí mismas y no un medio. Hay cuatro dedicaciones que satisfacen esas normas: el arte, la ciencia, la filosofía y el periodismo. “¿Qué pintor o poeta haría huelga si no le pagaran?”, se pregunta. Si quienes a esto se dedican lo hacen por placer, ¿deben percibir remuneración? Sí, porque sin sus aportaciones no habría progreso. Pero sin perder de vista que “la cultura es fruto de la explotación de clases”. Para que alguien pueda pintar o pensar es necesario que otros produzcan.

Rensi, hombre de izquierdas, era pesimista sobre las posibilidades de liberar a la humanidad de la maldición bíblica del trabajo ya que “siempre será necesario, luego siempre habrá esclavitud (...) La esclavitud es necesaria para la libertad” de los intelectuales. Es “repugnante, pero necesario”. Conocedor de la revolución soviética, creía que la propiedad puede cambiar de manos, aunque los obreros de una fábrica seguirán sometidos a un régimen de “explotación y alienación”.

Bertrand Russell

Bertrand Russell

Bertrand Russell (Elogio de la ociosidad) señala que los ricos “durante miles de años” se han dedicado a “reivindicar la dignidad del trabajo, aunque teniendo buen cuidado de mantenerse indignos a este respecto”. Filósofos de “a céntimo la docena”, dice Lafargue, insistían en infundir en las masas el deseo de trabajar y “una moral cuya práctica no se atreven a aconsejar a sus amos”. Para evitar cualquier intento de abolir los privilegios de la clase ociosa, añade, los capitalistas “se rodean de pretorianos, policías, magistrados y carceleros mantenidos en una improductividad laboriosa”.

Si fallaran los discursos y la represión, sería necesario estimular a los hombres de otro modo. El mejor medio, la necesidad. Thomas Carlyle propuso eliminar la caridad para que los mendigos aceptaran trabajar. Jeremy Bentham defendía la conveniencia de bajos salarios que mantuvieran a los trabajadores “en una existencia precaria” para que sólo pensaran en trabajar de nuevo. Lafargue recuerda al reverendo Joseph Townsend: “La imposición legal del trabajo es demasiado penosa, exige demasiada violencia y hace demasiado ruido; el hambre, por el contrario, es no sólo una presión apacible, silenciosa, incesante, sino que provoca los esfuerzos más poderosos”.

El antropólogo Jason Hickel describe algunos métodos utilizados para convencer a la población de que trabaje. En la Inglaterra moderna el proceso de parcelación convirtió terrenos comunes en privados. Citando a la historiadora Ellen Eiksins Wood, señala: “La escasez y la amenaza del hambre impulsaron la productividad. La escasez era artificial porque no faltaban recursos: la tierra, los bosques y el agua estaban allí como siempre, pero se restringía el acceso de las personas a dichos recursos”. Los propietarios británicos celebraron “el proceso de parcelación como una herramienta de mejora de la laboriosidad de los campesinos cuyo acceso a las antes abundantes tierras comunales les hacían proclives al ocio y la insolencia”.

Jason Hickel

Medio siglo después, el ensayista Arthur Young anotaba: “Hay que ser idiota para no saber que las clases bajas deben ser mantenidas en la pobreza, o nunca serán laboriosas. Decencia y civilidad, obediencia y sometimiento a los más brutos, obstinados, y perversos”.Los europeos encontraron resistencia al trabajo en muchas partes de América, Asia y África. Recurrieron a la esclavitud o a eliminar los recursos que habían estado disponibles.

Paralelamente se produjeron innovaciones tecnológicas que posibilitaban reducir la mano de obra y, con ello, la masa salarial. Los parados se convirtieron en lo que Marx llamó “ejército industrial de reserva”, pero cuanto “más sube la productividad, menos mano de obra se necesita. Como resultado, se despide a trabajadores que se encuentran sin medios de subsistencia”. Lafargue propone una solución: “Es necesario prohibir el trabajo, no imponerlo”. Sólo así, “la clase obrera, tras arrancar de su corazón el vicio que la domina y que envilece su naturaleza, se levantará con toda su fuerza, no para reclamar los Derechos del Hombre (que no son más que los derechos de la explotación capitalista), no para reclamar el Derecho al Trabajo (que no es más que el derecho a la miseria), sino para forjar una ley de bronce que prohíba a todos los hombres trabajar más de tres horas por día”.

Jeremy Rifkin

Tras la pandemia, en Estados Unidos ha aparecido un movimiento que ha pillado por sorpresa a los estrategas económicos: cada mes cuatro millones de personas abandonan sus trabajos, aprovechando las ayudas del Estado o cansados de empleos desagradables y mal pagados. Hartos de la esclavitud con otro nombre. Lo decía Russell: “la moral del trabajo es la moral de los esclavos”, aunque él esperaba que los avances científicos lograsen que “el mundo moderno no tenga necesidad de esclavitud”. Sugiere no despedir a los obreros, repartir el trabajo y promover la ociosidad, porque “el tiempo libre es esencial para la civilización”. Pero Russel no era iluso, de ahí que añadiera: “la idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los ricos. Durante siglos, éstos y sus mercenarios han profesado una religión que enseña que es mucho más probable que vayan al cielo los pobres que los ricos”.

Menos optimista, Jeremy Rifkin apunta: “La posibilidad de que estas nuevas tecnologías nos liberen de las cargas laborales y nos permitan disponer de más tiempo libre o que tengan como consecuencia un desempleo masivo (...) dependerá de cómo cada nación haga frente al problema de los avances en productividad”. Veblen explica por qué se mantiene a las masas trabajadoras ocupadas: “Las personas desesperadamente pobres y aquellas cuyas energías están absorbidas por entero por la lucha cotidiana por la existencia, son conservadoras porque no pueden permitirse el esfuerzo de pensar en pasado mañana, igual que las que llevan una vida muy próspera son conservadoras porque tienen pocas oportunidades de descontento con la situación existente”,

“En el pasado”, sigue Russell, “había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social”, pero fue esa clase la que “cultivó las artes, descubrió las ciencias, escribió libros, inventó las máquinas. Incluso la liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie”. Pero sigue habiendo intelectuales trabajando para los poderosos. Eso sí, han cambiado el argumento. En situaciones de desempleo masivo es perverso incitar al trabajo, pero hay que justificar la miseria de quienes han caído en la marginación. Hoy se afirma que los culpables de la pobreza son los propios pobres por su falta de iniciativa. Y conviene no remover las cosas porque trabajar por la igualdad sería un atentado contra la libertad y no hay que irritar al Dios mercado.