Las noticias como espectáculo
Los medios de comunicación han sustituido el periodismo por las declaraciones de personajes supuestamente relevantes que favorecen la agresividad política
27 junio, 2021 00:10Son éstos tiempos espectaculares. No por grandiosos, sino por ser vividos como un espectáculo, unas veces dramático y otras bufo. Lo definitorio del presente es que incluso los informativos presentan lo que ocurre como si fuera una producción con las características propias del espectáculo: entretenimiento y diversión. La verdad es un asunto menor, porque la ficción no busca la verdad sino lo verosímil. Los informativos, en cualquier tipo de soporte (prensa de papel o digital, radio, televisión, documentales) se plantean como primera misión mantener la atención del espectador, cautivarle. Evitar que retire la mirada del infinito soporte publicitario que es el medio de comunicación. Para decirlo con palabras de Guy Débord: “El espectáculo es la principal producción de la sociedad actual”.
Los informativos, incluso los de medios con voluntad de rigor (que los hay), tienen que atender al espectáculo. Sobre todo cuando el acceso a las fuentes tradicionales de la información se ha visto mermado por el mantenimiento de la distancia que impone la pandemia. Las comunicaciones se restringen y se impone el periodismo declarativo, también llamado de alcachofa. Aunque conviene no atribuir todos los males de este tipo de desinformación a la pandemia. Se daba antes; ahora, simplemente, se ha multiplicado.
Se llama periodismo de alcachofa al que no informa de apenas nada. Está hecho a base de declaraciones de personajes supuestamente relevantes en algún aspecto. En Cataluña lo generalizó Jordi Pujol, avispado publicista de sí mismo quien, después de un discurso o una charla más bien tediosa ofrecía a los medios: “¿Queréis el corte de voz?” Entonces hacía unas declaraciones breves en las que, se suponía, resumía lo más importante de lo que había dicho. Muchos periodistas acudían solícitos a la grabación porque eso les ahorraba trabajo. A cambio, abdicaban de su función de decidir ellos qué era lo verdaderamente importante y le entregaban el titular de la noticia a alguien muy interesado en que se difundiera un determinado mensaje y no otro.
La explotación a que las empresas sometían (¿someten?) a los periodistas, obligados a cubrir diversas informaciones en escaso tiempo, colaboraba no poco a esta práctica indeseable. La cosa no acabó ahí. Pronto los señores diputados de todos los parlamentos y otros personajes del mundo de la farándula política se apuntaron a la fácil manipulación que les ofrecían tantos periodistas. Tras intervenir en la tribuna, salían al pasillo y resumían para los informadores lo importante de su discurso. Muchos periodistas aceptaron esta práctica perversa. Sin su entrega decidida, nunca habría triunfado.
El paso siguiente fue enviar comunicados, mensajes grabados y convocar conferencias de prensa en las que no se aceptaban preguntas. Las empresas enviaban a los redactores a estas pantomimas y luego las declaraciones puramente propagandísticas se reproducían en los medios como si se tratara de información. El paso final, por ahora, lo ha dado este muchacho llamado Pablo Casado, experto en másters en los que no cuenta la asistencia: se convoca una conferencia de prensa y sólo se admiten las preguntas que él decida. Los intereses del lector, a los que al menos en teoría representa el periodista, carecen de importancia.
Cuando un redactor tiene en las manos un mensaje publicitario con escaso contenido informativo tiende a destacar la frase más llamativa; si además resulta una respuesta destemplada a otra intervención anterior, mejor que mejor. Es la ley del espectáculo: un poco de sangre siempre llama más la atención que un mensaje conciliador. De modo que ha terminado por construirse un influjo recíproco entre el declarante, que sube el tono, el periodista, que lo magnifica, y el resto del personal, que se apunta a multiplicar la destemplanza.
Obsérvese la cantidad de portavoces parlamentarios españoles que han hecho carrera a base de sustituir el argumento por el insulto, seguidores aventajados del ilustre Alfonso Guerra, hasta llegar a sus caricaturas actuales: Cuca Gamarra, Gabriel Rufián, incluso Pablo Echenique, aunque éste muestra una saña de diferente intensidad según dispare contra Errejón (siempre más ácido) o contra los adversarios de la derecha. En paralelo, proliferan los programas que, remedos de Sálvame en versión política, se concentran casi exclusivamente en recopilar declaraciones, cuanto más agresivas y provocadoras (más espectaculares) mejor. El resto del supuesto informativo se rellena con opiniones de expertos que, como decía Manuel Sacristán de los filósofos, son conocedores del ser en general sin ser especialistas en ningún ente en particular.
El resultado es un incremento de la agresividad política que se traslada de los dirigentes a simpatizantes y votantes de cada partido. Ya lo decía Spinoza: el odio genérico es un fenómeno de masas. Se estimula el amor a los propios (son buenos) y el odio a los demás (los malos). Se empieza identificando a un enemigo exterior y se acaba descubriendo un enemigo interior. Esta división agudiza la crisis de los parlamentos como instituciones generadoras de diálogo y legislación. De existir hoy un Carl Schimtt podría volver a decretar la muerte del parlamentarismo, que ya no es percibido como una institución que busque soluciones.
Pero no se trata de buscar responsabilidades políticas en los políticos, sino de reflexionar sobre el aciago papel de la prensa (al menos de un sector importante de ella) en el clima de crispación que se vive en España. Bien entendido que no es algo exclusivo del carácter hispano. La promoción del showman como político generador de espectáculo es general: Trump, en Estados Unidos; Bolsonaro, en Brasil; Berlusconi y Salvini, en Italia; Johnson, en Reino Unido. Y ya en la península, Isabel Díaz Ayuso, un personaje cuyos discursos rezuman agresividad y vinagre, digna heredera de Esperanza Aguirre, quien nunca hubiera sido lo que fue sin el eco mediático que le ofreció un programa al que parecía abonada, Caiga quien caiga. Quería ser crítico, pero pasó por alto una de las enseñanzas de Debord: hoy ser es aparecer. Y los personajes citados aparecen y aparecen y aparecen, en detrimento de sus rivales políticos. Si algo hay limitado en la radio y la televisión es el tiempo, igual que el espacio lo es en la prensa escrita. La primera valoración política del informador no es el tratamiento crítico sino el mero tratamiento y el tiempo o el espacio que se dedica a un personaje, necesariamente en detrimento del resto.
Las formas, claro, también cuentan. En las televisiones se ha puesto de moda conectar con un corresponsal parado frente al lugar donde en algún momento pasó algo, aunque ya nada recuerde lo ocurrido. También se recurre a la emisión de cortes de voz en idiomas perfectamente incomprensibles para la audiencia media, sonido sobre el que se superpone la traducción con el inmediato resultado de que no se comprenda bien ni una voz ni otra. Teóricamente, estos añadidos buscan dar veracidad al reportaje, señalar que el periodista estuvo allí (aunque no cuando se produjeron los hechos). Nada de esto forma parte del paquete informativo, es, más bien, el decorado de la noticia concebida como espectáculo.
Volviendo a Debord: “El espectáculo es la ideología por excelencia porque expone y manifiesta en su plenitud la esencia de todo sistema ideológico: el empobrecimiento, el sometimiento y la negación de la vida real. El espectáculo es (...) la nueva dominación del engaño”. Debord utiliza la palabra ideología en el mismo sentido en que lo hace Marx en La ideología alemana. Remite a la visión general del mundo que tiene espontáneamente un individuo y que es, precisamente por su espontaneidad, por no haber pasado por el tamiz de la crítica, falsa, deformada, porque cada hombre se halla condicionado por la situación que ocupa en la sociedad, en la economía, y que determina esa percepción. Sólo si es consciente de esa determinación y establece distancia respecto a ella puede superar la visión deformada y no caer en la ideología.
Del mismo modo, el periodista y el consumidor de su información necesitan distanciarse de los hechos que les llegan, sobre todo cuando lo hacen de forma tan acrítica como la conferencia de prensa sin preguntas, los comunicados vacíos, las grabaciones de voz en las que ni se escucha el eco. Atrezzo, decorado que acaba desvirtuando la realidad que se transmite, fomentado las opiniones ayunas de hechos. Esto escribió Cioran: “Los grandes de este mundo conocen muy bien la imposibilidad de dirigir a las masas sin el falso alimento de las creencias. Su ocupación consiste en atiborrarles de mistificaciones barnizadas de verdad. Una vez que han caído en la trampa, en lo sucesivo incapaces de dudar, aceptan las leyes, la opresión y la guerra. ¿La Historia? La excitación de las jaurías humanas por medio de ideales”.