Antonio García Maldonado: "La resignación es la destrucción de la democracia"
El consultor político analiza en su ensayo ‘El final de la aventura’ cómo las sociedades contemporáneas han olvidado los proyectos comunitarios en favor del individualismo
1 marzo, 2021 00:10El descubrimiento de nuevas tierras, la conquista de la luna. ¿Qué ocurrió con todas estas aventuras? ¿Dónde quedaron aquellas empresas de las que todos se sentían partícipes? Estas son las preguntas con las que comienza el ensayo El final de la aventura (La Caja Books) de Antonio García Maldonado, economista, traductor de Henry David Thoreau, Norman Mailer o Francis Fukuyama, asesor político –ha escrito discursos para la Moncloa y el ministerio de Exteriores– y analista jefe del servicio de riesgo-país de la consultora Llorente y Cuenca. Desde su formación humanista, pero también desde su experiencia como profesor y consultor de asuntos públicos, García Maldonado propone una reflexión sobre la necesidad de recuperar en sentido de comunidad y reestablecer lazos que nos hacían sentir parte de un todo, ser protagonistas de la aventura en lugar de meros observadores.
–Supongo que sabrá que Graham Greene tiene una obra titulada El fin de la aventura…
–Sí y, de hecho, mi ensayo es un guiño a esta novela, a la vez que dialoga con otra de Greene, Vías de escape. Allí plantea una idea sobre la que reflexiono en mi ensayo: la aventura como una vía de escape, como un paréntesis o una ruptura en el día a día. En El final de la fe, que es como se ha traducido ahora El fin de la aventura, Greene escribe sobre cómo uno proyecta sobre determinados hechos, en este caso una aventura amorosa, sus frustraciones.
–¿Se puede creer en Dios en el mundo contemporáneo? Usted no escribe sobre las creencias religiosas, pero se pregunta la fe en los proyectos colectivos.
–Este tema es central del ensayo, lo que sucede es que, como dices, no lo derivo hacia lo religioso o lo místico. Lo que hago es preguntarme qué proyectos hay actualmente que sean colectivos y que trascienden el individuo. De ahí que defina la aventura como una empresa en la que vuelcas tu vocación y tu trabajo a la vez que estás participando en un proyecto colectivo. El carácter trascendental de mi definición de aventura esta aquí, en su carácter colectivo y en el hecho de que permite al individuo ir más allá de su vida y de sus expectativas diarias. La aventura nos saca de la rutina. Yo no tengo la suerte de tener fe, pero sí echo de menos los proyectos capaces de sacarnos de nuestro ensimismamiento.
–¿Hasta qué punto el individualismo contemporáneo permite esa aventura?
–Llevamos demasiadas décadas promoviendo un discurso que prima el individualismo, el ensimismamiento y ensalza conceptos como el de meritocracia, el del hombre hecho a sí mismo o, en términos de management, el del tiburón que se come a los demás para triunfar. Desde el final de la Guerra Fría todas estas ideas han calado hasta el punto de que la sociedad se piensa ahora como un conjunto de fuerzas individuales disgregadas que, lejos de unirse en un propósito común, se miran solo a sí mismas. Se ha llegado a sostener por parte de algunos que no existe la sociedad, sino solamente individuos. Después de años de degradación del sentido de pertenencia a la colectividad, nos encontramos con una epidemia de soledad enorme y con un malestar político y social creciente que no debe leerse solamente como una consecuencia de la situación económica, sino como la evidencia de que estamos haciendo algo mal. John Hari ha escrito un libro sobre qué le llevó a la depresión y las causas del malestar que padece la sociedad contemporánea. Y observa que cada vez hacemos menos cosas juntos. La aventura es una llamada a sentirnos parte de una comunidad y a abrazar una empresa que sea capaz de sacarnos de este ensimismamiento.
–En el libro señala que los aplausos de las primeras semanas de confinamiento implicaron –o eso parecía– la recuperación del sentido de comunidad. ¿Hasta qué punto fue así?
–En el ensayo me pregunto si podemos definir la pandemia como una aventura, puesto que en los primeros días del confinamiento mucha gente vio en esos aplausos una forma de reencuentro con los demás, sintiendo una sensación de comunión con personas que hacía mucho tiempo que no sentíamos. Pero no estoy muy seguro de que la pandemia sea una aventura ni de que este sentimiento de comunidad perdure. Fue una respuesta reactiva para parar el golpe del virus; no fue algo propositivo. Dicho esto, no soy del todo pesimista. Quiero quedarme con la felicidad que nos provocó reencontrarnos como sociedad, puesto que vimos que existe un sentido de comunidad que es necesario recuperar. Lo que sucede es que la naturaleza misma de la pandemia y la enfermedad hace que sea muy difícil que esta experiencia revierta en algo positivo o, por lo menos, propositivo, que es la característica esencial de toda aventura.
–Usted señala que la aventura es involuntaria y nace de un cierto desconocimiento.
–La ignorancia ha jugado un papel clave en la historia. Si tú, por ejemplo, sabes que, cruzando determinados grados de latitud te vas a encontrar con una tormenta de la que difícilmente es posible salir vivo seguramente optarás por cambiar de dirección. De hecho, si te enfrentas a la tormenta es porque desconoces los riesgos. Esta ignorancia fue lo que impulsó todos los descubrimientos, empezando por los geográficos, en los que España jugó un papel determinante. La aventura no implica que tú desees participar en ella. Como hemos leído en tantos libros y visto en tantas películas, el aventurero no sabe que va a vivir una aventura. Se embarca en ella de forma inconsciente y la experimenta de forma involuntaria. La aventura es esa empresa en la que aportas algo en beneficio de lo colectivo, pero sin buscarlo.
–¿La aventura nace también del error y del fracaso?
–Nace de la ignorancia, de la insatisfacción y del error. Por eso me gusta tanto la frase de Beckett que dice: “Fracasa de nuevo, fracasa mejor”. No se puede concebir la aventura sin el error ni el fracaso, dos conceptos que son mal vistos en la actualidad. Hoy se considera que los errores deben esconderse y permanecer en la esfera privada. Además, en el momento presente, donde todo está hipercalculado y en el que antes de emprender cualquier empresa se analizan hasta al detalle los riesgos asumibles el error no solo se condena, sino que cada vez es menos frecuente. Es casi imposible equivocarse. Por eso tenemos la sensación de que todo está controlado y que el poder de decisión es nulo. Lo más paradójico de esto es que el sujeto soberano, el gran logro del racionalismo, ha sido negado o, por lo menos, está en crisis por esa misma razón que lo creó. Si un ser ilustrado no puede ejercer su libertad de elección deja de ser soberano. Me pregunto si que todo esté medido, calculado y sopesado no nos hay llevado a llamar aventura a algo tan trivial como una relación extramatrimonial.
–Lo que no deja de ser una simple ruptura de la fidelidad amorosa.
–Sí, una aventura muy menor. Es metadona, no es una aventura auténtica.
–Además, no tiene trascendencia colectiva.
–Añ contrario. Es autoafirmativa: lo que hace es ahondar en el dolor, en la frustración y en el malestar. No sé si la ausencia de aventuras reales es lo que nos ha llevado a leer tanta novela negra, un género en el que todavía podemos encontrar un héroe que, por un bien colectivo, vive una aventura para desentrañar un crimen. Si bien nosotros no somos los protagonistas, como observadores privilegiados tenemos la ilusión de vivirla de primera mano. En el fondo, todos nosotros tenemos el deseo de ser más propositivos de lo que somos y saber que aportamos algo a una colectividad desdibujada.
–¿Es necesario reivindicar la imaginación ante la razón?
–La imaginación juega un papel clave, lo que sucede es que el perfeccionamiento de las herramientas de medición hacen que creamos que la imaginación tiene poco que aportar. Hemos asumido que la imaginación solo es ficción, cuando no es así: amplía los horizontes de la razón. La imaginación no tiene nada de peligroso ni nada de infantil y tampoco palidece –como muchos creen– ante la ciencia.
–¿Cuántas veces se ha dicho que la novela es algo frívolo, simple evasión?
–No es casual que una de las cosas que más escuchamos decir a personas en un determinado rango de edad es: “Yo no leo novelas. Solo leo ensayo”. Debo reconocer que durante un tiempo, yo también lo he dicho en repetidas ocasiones y, sin embargo, me he dado cuenta de que cuanta más novela leo más ideas tengo para escribir ensayos. Yo soy partidario de la Ilustración, pero me doy cuenta de una contradicción: por un lado, nuestro yo romántico nos pide aventuras y expresa un deseo de trascendencia; por otro, reclama seguridad, certidumbre y reglas. Hay que buscar un equilibrio entre ambas pulsiones. En el ámbito del trabajo el individuo necesita seguridad y certezas en cuanto a las condiciones y al salario para poderse lanzar a una aventura y convertir su trabajo en una aportación. Cada uno necesita una dosis distinta de ilustración y romanticismo, pero, en líneas generales, todos carecemos de nuestra pata romántica. Necesitamos saber que estamos aquí para algo más que para consumir la vida y poco más.
–¿Se trata de una cuestión de desigualdad? ¿Solo algunos pueden tener aventuras?
–Hay aventuras que están restringidas a poca gente, una élite. Los demás somos hormiguitas que cumplimos nuestro papel. Creo que es esencial arreglar esta desigualdad, porque de lo contrario ponemos en riesgo la democracia. Necesitamos sentirnos parte de algo y no entregarnos a una minoría selecta que, filtrada por el dinero y por el conocimiento, no por el esfuerzo, vive sus aventuras en nuestro nombre, degradando cada vez más las condiciones de vida del resto.
–¿El conocimiento se ha hecho más elitista?
–La escolarización y la alfabetización generalizada es un logro extraordinario, pero si hablamos de conocimiento diría que no se ha democratizado. La educación, sí. Hoy en día que te enseñen matemáticas hasta que acabes la ESO o el bachillerato no significa gran cosa. Es algo esencial, pero no te garantiza nada en cuanto a poseer ese conocimiento profundo y complejo que otros ostentan. Esto es lo que hay que cambiar; es necesario que esta desigualdad no sea tan grande.
–¿No hay que asociar conocimiento y poder económico?
–Más allá de elementos culturales, en todo lo referente al malestar de nuestra época pesa mucho lo económico. Vivir la aventura por la vía del conocimiento es impensable sin estabilidad y grandes posibilidades económicas. Y esto es grave si pensamos que en los últimos diez años los salarios no han hecho otra cosa que bajar o, en el mejor de los casos, no han subido en consonancia al coste de la vida. Al final, de lo que se trata es de una redistribución porque, en caso contrario, sistema se hará difícilmente sostenible. Personalmente creo que esta redistribución vendrá.
–¿Realmente lo cree?
–No será de un día para otro, evidentemente. Sin embargo, ya se están haciendo muchos ensayos en materia fiscal en torno a cómo hacer esta redistribución. Cada vez hay menos resignación ante la desigualdad y el hecho de que los ricos se vayan a paraísos fiscales para evitar tributar. Nadie se cree que esta milonga de que si se rebaja la presión fiscal a los grandes capitales es positivo para el resto de la sociedad. Como decía Roosevelt, la desigualdad no es solo una cuestión de diferencia en el rendimiento económico. Es profundamente injusta. Cuando una sociedad es consciente de una injusticia de este tipo se rompe. Por esto estoy convencido de que la justicia fiscal es clave para el acceso a todas las posibilidades que hacen viables la aventura.
–Más allá del conocimiento, ¿no se trata de que todos, cada uno desde su posición, se sienta necesario ante un proyecto colectivo?
–Cuando Kennedy fue a visitar la NASA durante los preparativos de la expedición del Apolo XI se encontró a un operario al que preguntó: “¿Usted a qué se dedica?” Y éste contesto: “A poner a un hombre en la luna”. Esta anécdota refleja lo que comentas. En los meses de confinamiento total, en los supermercados, en las tiendas de alimentación o en las calles encontrábamos a trabajadores esenciales, muchos precarios, que nos salvaron literalmente la vida arriesgando su salud acudiendo a su puesto de trabajo. Muchos contaban que, por primera vez, vieron cómo la gente les daba las gracias por lo que hacían. Fue la primera vez se sintieron valorados. Pero no basta. Los discursos son importantes, pero lo relevante es que los trabajadores más precarios sientan que su trabajo sirve para la colectividad y también para que, en un futuro, su hija o su hijo puedan aspirar a un trabajo mejor pagado que colme sus sueños y expectativas. Hemos perdido todo esto: el discurso y la posibilidad del ascenso social.
–Nuestros abuelos y, quizás nuestros padres, proyectaban las aventuras que no vivían en sus hijos. ¿Las proyectaremos nosotros también en nuestros hijos?
–Es contradictorio que tengamos muchas certezas, sobre todo técnico-científicas en torno al futuro que no conoceremos y muchas indefinición en torno al tiempo más cercano. No sabemos cómo será nuestro próximo año ni qué podemos esperar para nuestros hijos. Otorgamos certidumbre a cosas que no la merecen y nos la quitamos a nosotros mismos. Europa ha subarrendado sus certezas y, cuando ha llegado un momento tan crucial como el que vivimos, nos hemos quedado en la precariedad más absoluta. Ojalá las circunstancias sirvan para que se produzca un cambio racional racionalidad en cadenas de valor, en el trato a las comunidades y las industrias… La teoría dominante durante la última década no ha tenido en cuenta ni a la gente ni a la comunidades. Se ha centrado sólo en competir en el mercado sin pensar en las consecuencias. Lo que define a nuestro tiempo es una huida constante sin propósito. ¿De qué te sirve ser más competitivo si eres más infeliz?
–No sirve, pero ¿ hay alguna alternativa posible?
–Resignarse a la idea de que no hay alternativa, de que tenemos que competir a toda costa, de que debemos autoexplotarnos no solo es la negación de la aventura, sino que es la destrucción de la democracia.