Los ‘indepes' del califato
A muchos les parecerá increíble, pero siempre hemos pensado que las caricaturas, sobre todo las que publicaban los periódicos decimonónicos, son mucho más exactas que las fotografías. Básicamente porque la realidad no es armónica y se nos presenta bajo la caprichosa forma de una constelación de deformaciones. Cada uno de nosotros tiene la suya. Es esa señal –léase el don, el defecto, la virtud o el pecado– que nos define y nos distingue de los demás. Nuestras taras pueden ser semejantes, pero ninguna de ellas se conjuga de idéntica forma.
Viene todo esto al caso del asombro que nos provoca la capacidad del nacionalismo para contagiar todo lo que toca. Basta repasar la Historia de España desde finales del siglo XIX, que es cuando cristalizan los identitarismos ibéricos en su formulación burguesa, para darse cuenta de que nuestra realidad política no sería la que es si hubiéramos fabricado a tiempo una vacuna cultural contra esta pandemia. La España actual no se entiende sin estos antecedentes. Tampoco se comprende si no se tiene en consideración el síndrome de la compensación que los nacionalismos –ésta es su victoria– han inoculado en parte del imaginario del resto del país, que piensa que efectivamente hay un agravio histórico que debería solventarse cuando lo único que existe es un relato interesado basado en la industria victimismo. Ya saben: la eterna cuestión del encaje de Cataluña en España.
Nuestro modelo de Estado (autonómico) es hijo de este capricho según el cual tener una hipotética identidad diferencial faculta para predicar la desigualdad, practicar la segregación o tener bula para saltarse la ley, el único fiel de la balanza democrática. La fórmula del café para todos –un invento chusco de Clavero Arévalo, el ministro andaluz de la UCD– no ha logrado solventar las recurrentes tensiones territoriales. En realidad, las ha amplificado. Dotar de una autonomía a cada región, incluso a las que no lo pidieron, no ha conseguido la pacificación entre los indígenas. Ha sido un caldo de cultivo extraordinario para que resucite, si es que alguna vez dejó de estar muerta, la España de los caciques; con la diferencia de que en el siglo XIX eran una lacra natural en un país anclado en la cultura agraria– y ahora gozan de las indudables ventajas, recursos y proyección de lo institucional.
Si es llamativo que esta mentalidad se haya convertido en nuestra mayor rutina política, que además la haya hecho suya la izquierda entra dentro de la categoría de lo asombroso. Tal confusión sólo se explica por los espejismos del tardofranquismo, ese momento sonámbulo en el que determinadas élites decidieron inventarse patrias alternativas, hechas a la medida de sus frustraciones, para no tener que lidiar con la rotundidad de la España histórica. El adanismo de esos años, sumado al olvido de la herencia cultural de los exiliados, que nunca dejaron de creer en un único país, hicieron que los planteamientos nacionalistas contagiaran al resto de autonomías, cuyas estructuras de poder replicaron identidades inventadas y regresivas. Cada una se ha fabricado su pasado. Cada una cree que la política prevalece sobre la geografía. Cada una está orgullosa de ser una taifa ensimismada.
Podemos, por tanto, establecer una equivalencia entre el mensaje de los nacionalismos vasco y catalán y relatos tan surrealistas como el que hace unos días pronunció en la tribuna de las Cortes Isabel Franco, una diputada de Podemos que asombraba al mundo con un cuento enternecedor según el cual Al-Andalus –que no significa lo mismo que Andalucía– fue un jardín multicultural donde convivieron en paz y armonía, llenos de algarabía, los judíos, los cristianos y los musulmanes hasta que “la monarquía hispánica” cometió “un genocidio”.
Lo inaudito de este discurso no es únicamente que sea falaz. Es que sale de la boca de una parlamentaria que además lo identifica con “el pueblo andaluz”, de la misma forma que los soberanistas hablan de un sol poble. Que en Cataluña esta patraña haya arraigado y en Andalucía sea apenas una anécdota no es más que una lotería. La perversión de fondo es la misma: una memoria fabulada está reemplazando el espacio público de la Historia. En la mente de nuestros legisladores ambas cosas son lo mismo. Para los indepes del califato los andaluces, como los catalanes, “no son castellanos y son bilingües porque hablan “español y andaluz”. Da igual si el independentismo elige para predicar sus falsedades la barretina, la boina o el flamenco. Esto es lo de menos. Lo inquietante es que su delirio comience en una ikastola, en el ateneo de una veguería o en cualquier aula de antropología, árabe o catalán y termine, indefectiblemente, en el totalitarismo de los aldeanos.