Ramón y Cajal y la Tercera España
El científico, médico militar en dos contiendas civiles, desechó una oferta para ser ministro y describía a España “como un país atrasado, pero no decadente”
30 julio, 2021 00:00El concepto Tercera España procede de Francia. A comienzos de 1937, una revista gala publicó el artículo La Tercera España, escrito por el jurista ruso Boris Mirkine, quien, por cierto, fue suegro de Stéphane Hessel, autor del célebre opúsculo ¡Indignaos!. Tras siete meses de guerra civil, Mirkine se refería a la España “constitucional y parlamentaria, cordialmente igualitaria, emanada de la justicia social, católica en su mayoría, pero sin formar un partido confesional”. Esa España que no pudo con las otras dos Españas extremistas que la rechazaban con animosidad, con un desdén lleno de prepotencia hacia la sola presencia del diferente. En 1938, la comunista María Teresa León definía la Tercera España como la de los indiferentes, egoístas y “criminalmente neutrales, mil veces más despreciables que nuestros evidentes enemigos”, calificativos éstos que bien podría haberlos dicho un franquista. Por esas mismas fechas, Fernández Cuesta atacaba a los liberaloides, “sin más Patria que sus intereses”, y se oponía a cualquier acuerdo de paz. O todo o nada.
Santiago Ramón y Cajal falleció con 82 años de edad en 1934, a punto de acabar la sublevación de Asturias (que duró un par de semanas y produjo 1.500 muertos, 2.000 heridos y 30.000 detenidos). Ante aquel ensañamiento, el periodista Manuel Chaves Nogales escribió: “Todo cuanto se diga de la bestialidad de algunos episodios es poco”. Todo esto ocurrió antes de que se formulara la idea de la Tercera España. ¿Cuál fue la actitud íntima del Premio Nobel ante la discordia desatada entre españoles desde finales del siglo XIX? Entre 1873 y 1875, Cajal participó como médico militar en dos contiendas, la tercera carlistada y la guerra de Cuba, donde enfermó gravemente de paludismo y disentería. Consumada la pérdida de la perla del Caribe, en 1898, lamentó que los negocios de empleados corrompidos y el enriquecimiento de unos cuantos fabricantes catalanes hubieran suscitado un odio a España que nada podía disipar.
Alegoría de la guerra de Cuba con España representada como una mujer desnuda
Andando el tiempo, diría también que todos hemos hecho guerras justas e injustas. Y deploró el abuso de la fuerza con el débil; la agresión injusta y cruel en todas sus formas. En 1906, cuando recibió el Nobel de Medicina, el premiado por la Academia Sueca por su labor en favor de la Paz fue Theodor Roosevelt. Cajal exclamó al saberlo: “¿No es el colmo de la ironía y del buen humor convertirlo en campeón del pacifismo?” (al tipo más guerrero e imperialista que han producido los yanquis). El gran científico español no llegó a ver la Segunda Guerra Mundial, pero sí la previó. La Primera fue terrible y produjo ocho millones de muertos, diez millones de huérfanos y tres millones de viudas. Cajal, desolado, escribió: “Como resultado político y sentimental de la guerra, se nos ofrece el desmayo del pacifismo y el humanitarismo, y el regreso según el genio de los hábitos sociales de cada pueblo, a los excesos del chovinismo y el imperialismo… Dentro de veinte o treinta años, cuando los huérfanos de la guerra actual sean hombres, se repetirá la estúpida matanza”.
Sin duda, no fue un hombre encerrado en su laboratorio con su microscopio. Le importaba la política internacional y se interesó por la vida cultural española. Fue además aficionado del dibujo. Medio año antes de ganar el Nobel, le ofrecieron ser Ministro de Instrucción Pública y presentó un programa regeneracionista de política científica y universitaria que fue aceptado, aunque finalmente, y sin más explicaciones, rechazaría el nombramiento. La política no era su vocación.
Ramón y Cajal en Cuba (1874) / IZQUIERDO VIVES
Cajal es uno de los grandes científicos de todos los tiempos. Padre de la neurociencia, vinculó la estructura del sistema nervioso con las cadenas de neuronas que trasmiten señales en el cerebro y se articulan por contactos (en los huecos de comunicación llamados sinapsis) y determinó la dirección de propagación de los impulsos neuronales a través del cerebro. Severo Ochoa, el otro premio Nobel español de Medicina (instalado fuera de España, a diferencia de Cajal) consideraba una de sus mayores desgracias que el año en el que ingresó en la Facultad acabara de jubilarse Cajal. Nunca lo conoció, aunque dijo: “No creo que haya habido ninguna persona con influencia más definitiva y duradera sobre mi actividad durante el resto de mi vida”.
Un año antes de morir, y de la revolución de Asturias, el gran matemático Julio Rey Pastor hablaba por carta de “nuestros trogloditas monárquicos o republicanos”. Y Cajal respondía que la política española estaba llena de inquietudes e incógnitas, y que, envalentonados, sindicalistas, comunistas y anarquistas podrían generar un gravísimo conflicto. Harto de retórica barata, tuvo siempre claro que la media ciencia era una de las principales causas de nuestra ruina nacional. Para él la cuestión básica es descubrir en lo que se ve, la verdad de lo que es; y practicar el espíritu de innovación y de iniciativa.
Prisioneros de la Guardia Civil y de Asalto en Asturias (1934)
En coherencia con esta creencia, Cajal fomentó la iniciativa y la independencia de juicio entre sus discípulos. Juntar, sin un minuto vacío, talento con modestia y trabajo. Formar, más que eruditos, personas capaces de llevar a la práctica planes con enérgica voluntad. Y siempre según la vieja máxima: en todo, la medida. “España es un país intelectualmente atrasado, no decadente”, decía. Nuestros males, por tanto, son circunstanciales. A Unamuno le recordó que en ciencia debíamos internacionalizarnos. Hombre de fuertes convicciones españolistas, rechazaba el exceso de pasión patriótica. Animaba a viajar al extranjero y aprender idiomas. Valoraba la llaneza y cordialidad de trato de los sabios más eminentes de Inglaterra, junto a “su total ausencia de empaque y de orgullo profesional”. E insistía en que hay que mostrar con hechos que podemos colaborar en la obra de la cultura universal.
Practicó la recomendación de Ortega y Gasset para ascender: es necesaria “la plena conciencia de nuestra miseria espiritual y de nuestra corrupción política y administrativa”. Y a su admirado Joaquín Costa le decía que había que aspirar a educar al cacique más que a suprimirle por decreto, pues su definitiva desaparición sólo podía ser obra del tiempo y de la cultura nacional. De su personalidad es significativo que siendo partidario de la República no quisiera firmar el manifiesto de Ortega, Marañón y Pérez de Ayala. O que habiendo sido elegido miembro de la Real Academia Española en 1905 nunca leyese su discurso de ingreso.
Cajal, en 1876, cuando era un estudiante en Zaragoza
Cuando se jubiló de la cátedra no se presentó a dar su última clase: “Me acobardé ante la perspectiva de una explosión de ternura”. Cuando le preguntaron si habría escogido Madrid como capital mencionó a Lisboa: “Con un poco de buena voluntad y con sagrado respeto a las autonomías regionales se hubiera conseguido conservar a Portugal, integrándolo en el grupo de las nacionalidades hispanas federadas”. Pidió un entierro civil sin pompa, “confundido entre los más humildes conciudadanos”. Un mes antes de morir formuló su deseo de ser enterrado, a ser posible, junto a su esposa.