Fobias y redes sociales
El psicólogo Enrique Echeburúa es autor de libros de divulgación sobre los métodos para contrarrestar las pulsiones destructivas y de una guía para desterrar los prejuicios en una época marcada por la digitalización y la superficialidad de las relaciones personales
El filósofo estoico Epicteto afirmó que los sucesos no nos afectan por lo que son en sí, sino por la valoración que de ellos hagamos. Al compás de esta milenaria reflexión, podríamos apostillar que las noticias (verdaderas o falseadas) nos afectan en la medida de la valoración que hagamos de ellas. Desde esta idea puede entenderse algo de lo que pasa en este mundo: las cosas que se dicen y se hacen, las cosas que se callan y se dejan de hacer. Así se explica la fuerza de lo que parece y no es, la fuerza de los prejuicios orquestados, la fuerza de confundir las opiniones con los hechos. Todo ello puede instalarnos en la arbitrariedad, desfigurar la realidad que atendemos y alimentar, así, la esclavitud, personal y social. Especialmente cuando esta desfiguración está organizada a conciencia.
Con excepciones, los medios de comunicación presionan con discursos parciales, pero también son presionados, fundamentalmente, por la economía que los ahoga. Por lento que sea, no queda otro camino para el desarrollo personal que la educación; el trabajo por conseguir la madurez de personalidades alejadas del infantilismo y la superficialidad y, por tanto, conscientes de la manipulación que se esté dando. Leo que cuatro de cada cinco adolescentes españoles declara que no se les ha enseñado a cuestionarse si una noticia es falsa o no lo es. Me parece que esta es la tendencia que impera en las distintas sociedades europeas, lo cual las predispone para generar psicopatías donde se combina el desprecio por los demás y el ansia de vivir peligrosamente.
El psicólogo clínico Enrique Echeburúa ha coordinado trabajos de colegas suyos que ofrecen una interesante guía para el fomento de la empatía y el bloqueo de los prejuicios; con ejercicios como el de ver algún programa de televisión que nos parezca antipático u odioso, con la intención de imaginar a quienes pueda gustar y por qué; un ejercicio provechoso siempre que no se convierta en una costumbre sado-masoquista. Algunos de los textos patrocinados por este excelente psicólogo donostiarra para contrarrestar las pulsiones destructivas son Vivir sin violencia, Personalidades violentas y Adicción a las redes sociales (Pirámide). Así, junto a Ana Requesens (directora de la Fundación Gaudium, dedicada a la investigación y a la prevención de adicciones sin sustancia, como la ludopatía y las nuevas tecnologías) ha escrito:
“Las redes sociales son el espantajo que aleja el fantasma de la exclusión y fomenta la participación a distancia, con vínculos que tan fácilmente se crean como se destruyen”. Se trata, pues, de vínculos muy débiles y volátiles que transmiten un espejismo de inclusión. La cacareada obsesión por cuantificar en las redes sociales los me gusta muestra cómo, de forma primaria, muchos acuerdan valorar por encima de cualquier otra consideración la cantidad que se presenta a su alrededor, la cuota de mercado. Sin duda, el número tiene un significado y una importancia, pero no siempre acertamos a interpretarlo de forma adecuada; peor es que no lo pretendamos o nos desentendamos. Este desapego de la realidad es preocupante de veras.
Sabemos lo que hay que hacer, pero no lo acabamos de cumplimentar. Se debe extender la adquisición de hábitos valiosos como el esmerarse en hablar con propiedad y escuchar con atención, así como callar oportunamente. Es decisivo valorar el conocimiento objetivo y, simultáneamente, atreverse a ir contracorriente; de modo que vivamos según la propia conciencia (siempre exigente con uno mismo) y no en función de lo que otros quieran imponer. Entre los escollos a superar en esta tarea se encuentra la fobia social, un trastorno que se ceba en especial en quienes tienen una baja autoestima o una autoimagen negativa de su grupo. Consiste en que la mera anticipación de contactos sociales les provoca un malestar exagerado y un miedo desmesurado a fracasar o ser vituperados. Se imaginan padeciendo el rigor extremo y despótico de otros, lo que les angustia y sacude su sistema de conducta. Esta dolencia se puede tratar y reconducir con especialistas competentes, pero lo decisivo e inexcusable es propagar actitudes acogedoras y respetuosas (algo que es saboteado rotundamente por numerosas personas con poder social).
Hemos de trabajar la empatía profunda o emocional: la capacidad de sentir lo que siente otro. Hay otra empatía que se denomina cognitiva y que consiste no en sentir, sino en saber. Así, sé lo que piensas o sé lo que sientes, pero estoy desprovisto de afecto y me permito desarrollar una capacidad de inhumanidad para tratar a otros seres humanos. Esta capacidad de inhumanidad puede alcanzar cotas muy elevadas. Nos encontraremos entonces con las personalidades psicopáticas. Vicente Garrido, catedrático de Educación y Criminología de la Universidad de Valencia, ha publicado El psicópata integrado (Ariel), un libro donde da pautas para identificar a estas personas e impedir ser sus víctimas o dejarse manipular por ellos, reconocer sus trampas y mentiras, expresadas a menudo con habilidad y encanto persuasor. Actúan con disimulo en familias, empresas y el mundo de la política; hace años se estableció el término patocracias para calificar a los gobiernos regidos por psicópatas.
Un número indeterminado de nuestros conciudadanos toman decisiones rechazando contar con la compasión, el amor, la lealtad o el sentido de la justicia. La ausencia de estas emociones les da carta blanca para abusar todo lo posible de los demás. ¿Qué pautas de comportamiento siguen? ¿Cómo neutralizarlos? Hay que saber que buitres financieros nos llevaron a la gran recesión. Y que hay políticos que no pestañean al tensar las hostilidades sociales y llevarnos a la beligerancia extrema.
Se suele idealizar su poder y considerarlos omnipotentes, tal es la estridencia de sus golpes y la propaganda que obtienen. Pero debe saberse que tienen profundas deficiencias emocionales y padecen un grave trastorno de personalidad. No merecen nuestra compasión, sino nuestra prevención. Tienen un potencial destructivo poderoso, especialmente cuando figuran a la cabeza de poderes financieros o políticos. Son, dice el profesor Garrido, emocionalmente vacíos e impersonales. Están emocionalmente desconectados de la dignidad inherente a cada persona. Y, de forma automática, los tratarán cual si fueran cosas para lograr poder o incrementarlo.
Se suele emplear también el término sociópata, corresponde a quienes se caracterizan por sus comportamientos antisociales y faltos de escrúpulos, practican el engaño con convicción y frecuencia. Tipos así son muy dañinos. A veces, siguiendo la corriente, se enmascaran como antifascistas. El director de cine y comunista Pier Paolo Pasolini denunció el abuso de esta etiqueta en su libro Il fascismo degli antifascisti; una actitud, decía, ingenua y estúpida y que incluso podía ser presuntuosa y rebosante de mala fe.
Pasolini miraba más allá del provecho de excitar a los electores con soflamas y mostraba la necesidad básica de sortear el consumismo. Declaraba que el enemigo número uno es la ideología inconsciente y real del consumismo hedonista. Y éste todo lo impregna, se vote a quien se vote, se grite lo que se grite o se diga lo que se diga.