Ilustración de Alberto Gamón para la edición de 'La vida de la ciencia y la ciencia de la vida' / NÓRDICA

Ilustración de Alberto Gamón para la edición de 'La vida de la ciencia y la ciencia de la vida' / NÓRDICA

Ciencia

El árbol de la ciencia (no) crece torcido

José Manuel Sánchez Ron, académico y divulgador científico, dedica un ensayo a analizar los vínculos entre el saber y el conocimiento y los fenómenos vitales, desde el agua a los fractales

21 junio, 2022 21:25

Cuando acontece una destrucción social a mansalva, como sucede en las guerras, algunos no dejan de trabajar y de estudiar en medio de las convulsiones. En la pulsión que vive el hombre entre la guerra y la paz, resuena el verbo de Ortega y Gasset. Antes de que comenzase la Primera Guerra Mundial, el filósofo sentenciaba: “Tanto de paz hay en un Estado cuanto hay de Universidad; y sólo donde hay algo de Universidad hay algo de paz”. El espíritu universitario: afán de adquirir saberes, estructurarlos e innovar desde ellos; sentido de la realidad y respeto a la verdad. Como parte de los saberes universitarios, las ciencias requieren observación y razonamiento. Consisten en dirigirse, por aproximaciones sucesivas, al descubrimiento de las leyes de la naturaleza. Aun así, quienes creen inteligible el mundo no lo acaban de entender, y por esto el árbol de la ciencia crece torcido.

Hay que seguir hablando de ciencia con la intención de conquistar libertad y hacernos libres, todos juntos y sin segregaciones. Leo La vida de la ciencia y la ciencia de la vida (Nórdica), un libro de José Manuel Sánchez Ron. Miembro de la Real Academia Española, desde 2003, este antiguo físico teórico decidió reconvertirse en historiador de la ciencia. Su propósito divulgador toca muchas teclas. Y se dirige al lector con el interés de instruir a quien, más allá de las especialidades, quiera hacer algún esfuerzo por aprender de veras.

Sánchez Ron

Nos habla del agua, líquido que viene a constituir el 60% de nuestros cuerpos adultos y que hoy es denominado el oro del siglo XXI. Cabe saber que casi toda el agua que hay en la Tierra es salada (96,5%) –procede de mares y océanos, los cuales cubren cerca del 70% de la superficie terrestre– y la mitad del resto (1,75%) es hielo o nieve permanente en los casquetes y glaciares polares. Pero sólo el 0,025% del agua es potable. Explica Sánchez Ron que el agua marina es salina en parte porque procede de la lluvia, pues al erosionar las rocas toma de ellas pequeñas cantidades de sal. Y a éstas se le suma la que proviene de los fondos marinos o de la actividad volcánica.

El oceanógrafo australiano Daniel Harrison ha afirmado que los corales son como los canarios en una mina de carbón. Se entiende que, igual que los canarios mueren al disminuir el oxígeno, la vida de los corales depende de la temperatura (también de la acidez, por exceso de iones hidrógeno). Los pólipos coralinos se alimentan de plancton y dan nitrógeno y fósforo a las microalgas con las que tienen una relación de simbiosis, como son las zooxantelas (que dan color a los corales). De día, estas algas diminutas se alimentan por fotosíntesis (gracias a la energía de la luz solar, convierten la materia inorgánica en orgánica; compuesta básicamente en torno a los átomos del carbono) y pasan nutrientes a sus huéspedes los corales. El hechizo de tal relación se rompe con el aumento de sólo 1º C en la temperatura del agua. Los corales, estresados térmicamente, expulsan a las algas y se debilitan.

Edward O. Wilson

Edward O. Wilson

Hace treinta años, el gran entomólogo y naturalista Edward O. Wilson escribió en Diversidad de la vida que un panda o una secuoya representan una magnitud de la evolución que se da muy raramente. Suponen un golpe de suerte y un largo período de prueba, experimentación y fracaso. Forman parte, decía, de la historia natural profunda y ni el planeta tiene medios, ni nosotros tiempo para ver una repetición equivalente. Nada hay predeterminado en la evolución de las especies. No obstante, el húngaro Eugene Wigner (1902-1995), premio Nobel de Física en 1963 (planteó un experimento mental en física cuántica, conocido como el amigo de Wigner), apeló a “la irrazonable efectividad de la matemática en las ciencias naturales”, la capacidad del pensamiento simbólico siempre asombra. También podríamos hablar del encanto de los fractales, establecidos en 1967 por el matemático polaco Benoît Mandelbrot (1924-2010); la artística geometría fractal aparece reflejada en la naturaleza.

Hablemos ahora de la belleza, un concepto impreciso pero real y variable, tanto en la ciencia como en la naturaleza. Paul Dirac, premio Nobel de Física en 1933 (lo compartió con Erwin Schrödinger), afirmó que, en sus esfuerzos por expresar las leyes fundamentales de la naturaleza, “el investigador debería buscar sobre todo la belleza”. El matemático británico G.H. Hardy (1877-1947), quien fue promotor del legendario matemático indio S. Ramanujan (1887-1920), ligaba la belleza con la simetría, con concordancia y una justa proporción. Llegó a decir que “la belleza es la primera señal, pues en el mundo no hay un lugar permanente para las matemáticas feas”.

Ramanujan, en el centro de la imagen junto a otros matemáticos de Cambridge

Ramanujan, en el centro de la imagen junto a otros matemáticos de Cambridge

Belleza e inteligencia no son antónimos; tampoco la perspectiva se opone a la realidad, es su condición de acceder a la verdad. Se complementan en sus múltiples categorías. Hablemos de las máquinas artificiales que causan perplejidad junto a la fabulosa máquina neuronal con miles de billones de interconexiones que es el cerebro. En 1950, cuatro años antes de morir y cinco antes de que se estableciera el término Inteligencia Artificial, el genial informático Alan Turing lanzó el test que lleva su nombre, para distinguir cuándo una máquina es inteligente. Lo será si una persona que la interroga y no la puede ver, no es capaz de deducir por sus respuestas si es una máquina.

Francis Mojica

Francis Mojica

Sánchez Ron habla también de las técnicas para cortar y pegar segmentos de cadenas de ADN (la macromolécula base de la herencia, ácido desoxirribonucleico; constituido por agrupaciones específicas de hidrógeno, oxigeno, carbono, nitrógeno y fósforo). Sin embargo, deja de citar a Francis Mojica, un microbiólogo decisivo en tales técnicas. Este profesor de la universidad de Alicante descubrió hace casi treinta años algo asombroso. Estudiando las arqueas, microorganismos unicelulares que son procariotas (esto es, que carecen de núcleo celular y su material genético no está separado del citoplasma), observó que repetían unas peculiares secuencias de ADN y que desarrollaban un sistema de defensa frente a los virus que las infectaban al introducirles su material genético. Este sistema consiste en recoger un fragmento de ese material, introducirlo en su propio genoma (un libro de instrucciones y de memoria) y lograr, así, inmunizarse de forma específica. Se estima que el 40% de las bacterias del océano son destruidas por virus cada día.

Francis Mojica captó que era para los humanos un espléndido modelo a imitar: el uso de unas tijeras moleculares programadas, que él bautizó con el acrónimo CRISPR. Este término, hoy reconocido en todo el mundo, significa: Clustered Regularly Intespaced Palindromic Repeats; esto es: Repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente espaciadas. Valga decir que palíndromo es una palabra o frase que se lee igual de izquierda a derecha que al revés; por ejemplo: anilina. Se trata de una tecnología sencilla, precisa y barata, con una prometedora repercusión en biomedicina, con realizaciones prácticas en agricultura y ganadería. Modificar genes en todo tipo de células; activar, desactivar o corregir cualquier gen. Al no trabajar en las aplicaciones de edición genética, el equipo investigador de Francis Mojica ha quedado al margen de los focos que otorgan los mejores reconocimientos. Pero debe ser reivindicado.