La inteligencia espiritual de Marilynne Robinson
La escritora Marilynne Robinson, profesora en Iowa y de confesión calvinista, cuestiona los dogmas de la modernidad y rescata la tradición del puritanismo en su ensayo ¿Qué hacemos aquí? (Galaxia Gutenberg)
29 julio, 2024 15:50“Hace poco leí una breve reseña sobre mí y mi obra, publicada en internet. Decía que si alguien fuera creado mediante bioingeniería para personificar el estar fuera de moda, el resultado sería Marilynne Robinson”. Así, riéndose de sí misma, empieza esta escritora norteamericana uno de los ensayos coleccionados en ¿Qué hacemos aquí? (Galaxia Gutenberg, 2020), una de las propuestas más originales, sorprendentes y estimulantes que se han hecho en el campo del pensamiento moral y político en lo que va de siglo. Marilynne Robinson (Sandpoint, Idaho, 1943) es profesora de literatura en Iowa, novelista, ensayista y calvinista declarada.
Su forma de pensar e indagar en los problemas de nuestra sociedad se aparta categóricamente de los usuales cauces empíricos para rescatar la tradición perdida del puritanismo que fundó los Estados Unidos. No estamos, conviene advertirlo, ante lo que comúnmente se entiende por una reaccionaria. Lejos de esa postura, Robinson se limita a poner en duda muchos de los dogmas de la modernidad, persuadiendo al lector con serenidad, mesura, inteligencia y capacidad de visión acerca de las corrientes ocultas que han conformado la condición humana en un sentido mucho más amplio de lo que se admite hoy en día.
En el prefacio, Robinson deja claras sus intenciones de separarse del maniqueísmo ideológico que determina toda discusión pública. Como ya sentenció Ortega, “ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral”. De la misma manera, Robinson intuye que bajo las tensiones epidérmicas de ese conflicto se han ido anquilosando cuestiones mucho más relevantes que no aparecen en el debate político, con el consecuente empobrecimiento de la sociedad:
“La izquierda no puede dar cuenta de las virtudes cívicas en términos teóricos o ideológicos y se siente incómoda hablando de ellas en términos religiosos. Y eso es todavía más así porque la derecha ha convertido el lenguaje religioso en tóxico al darle usos que ofenden la generosidad y la dignidad. Tal vez, lo peor del pensamiento ideológico es que implica que existe una estructura en y detrás de los acontecimientos, una historia que es reiterativa, con variaciones que no pueden, en última instancia, cambiar el curso de las cosas y son por tanto siempre triviales, sin importar el mucho pensamiento o trabajo que se les haya dedicado para que se produjeran”.
Robinson acierta aquí a concretar uno de los puntos ciegos en torno a los que gira la modernidad desnortada. La democracia es un proyecto nihilista, en un sentido positivo, pues diluye todos los contenidos naturales en la isonomía y relega las viejas cuestiones del alma al ámbito de la psiquiatría y la farmacia. El viaje filosófico que empezó con Hobbes, siguió con Kant, Hegel y la crítica de Marx, llegó a su agotamiento con Nietzsche. La ciencia y el derecho se convirtieron en límites de una sociedad civil que luego, en virtud de ese proyecto, se quedó sin ningún límite. Tras la crítica de Marx a esa estructura, ya solo fue posible, por parte de Nietzsche, la apología del poder ilimitado del individuo y el dominio de la muerte sin fin. Así fue cómo la modernidad se quedó sin ningún ámbito alternativo desde el que formular una crítica a ella misma, hasta que el páramo fue aprovechado por pensadores como Heidegger o Jünger para tratar de hacer habitable el vacío, pero sin conseguirlo.
Robinson se sitúa en un filo parecido, aunque con mayor humildad y transparencia. Para ella, la modernidad ha impuesto una serie de estructuras mentales que encorsetan las virtualidades humanas hasta convertirnos en autómatas esclavos del éxito y el poder:
“No es accidental que el marxismo y el darwinismo social surgieran a la vez, como dos narradores de un único cuento. No es sorprendente que se hayan desacreditado de formas muy similares. Su supervivencia de más de ciento cincuenta años probablemente se deba a la simetría de su supuesta rivalidad. Basándose en un único paradigma, se refuerzan mutuamente como formas legítimas de pensamiento. Y lo mismo ocurre con nuestra izquierda y nuestra derecha contemporáneas. Entre ellas damos vueltas en un torbellino de absoluta fatuidad”.
Además de la pesadilla ideológica que nos condena a vernos como sujetos de una historia reiterativa, la inteligencia espiritual de Robinson también nos ayuda a ver con mayor claridad otro de los problemas de nuestro tiempo. El agotamiento de la metafísica ha traído como resultado una apoteosis del cuerpo y lo que podríamos definir como una incipiente mística fisiológica. Cada día los periódicos publican entrevistas con neurocientíficos, psicólogos o psiquiatras que nos hablan de cuestiones relativas al cerebro. Muchos de ellos son autores de best-sellers traducidos en todo el mundo. Pero cuando uno atiende a sus conclusiones, resulta que se acercan de nuevo a la filosofía más clásica, desde la interrogación acerca del sujeto al enigma de la conciencia, de Descartes a Husserl. La diferencia es que al poner cuestiones somáticas en el centro de sus investigaciones se relega la experiencia a un plano superfluo, convirtiéndonos a todos en organismos susceptibles de sufrir determinadas patologías –ansiedad, estrés, depresión– que deben ser curadas para que podamos rendir más en términos económicos. Como dice Robinson en 'Consideraciones sobre las virtudes teológicas', uno de los mejores ensayos del libro:
“A la mente, el más exuberante brote de las más elevadas posibilidades del mundo material, le gusta parlotear, deprimirse y trivializarse a sí misma. Dejamos que una fertilidad asombrosa acabe en malas hierbas. Me doy cuenta de que esa afirmación sólo tiene sentido si primero se acepta que algunos pensamientos, los nuestros y los de otros, son relativamente dignos de nosotros o que carecen de valor en cuanto trivialidades, o son simplemente destructivos. En la vida contemporánea pocas cosas nos animan a establecer este tipo de distinción. La patología invita a la intervención médica o legal, por descontado. Aparte de eso, se nos ofrecen estrategias para convertirnos en más útiles para la economía, para sobrellevar el estrés o mantener a raya la locura. Carecemos de un lenguaje actual para la cultura del intelecto, que otras generaciones denominarían el cuidado del alma”.
Robinson propone una especie de reencantamiento de la experiencia humana en que las preguntas de la religión vuelvan a tener cabida. Para ello, en sus ensayos lleva a cabo una penetrante y lúcida relectura del puritanismo fundacional de Estados Unidos, una corriente espiritual que ha sido desdeñada y aun condenada con el tiempo pero que a su juicio fue determinante en la constitución democrática de su país y cuyo olvido está redundado, significativamente, en un deterioro de la propia República. Su campo de estudio es por tanto el siglo XVII, con todas sus controversias teológicas, literarias y políticas, el periodo previo a la constitución empírica y escéptica de la mente anglosajona. Los emigrantes puritanos que dejaron Europa en aquella época buscaban una tierra donde poder alejarse con mayor determinación que los protestantes de la ortodoxia católica. Con ellos se llevaron la fascinación por la fuerza de la conciencia que ya demostró la generación de Shakespeare. Gracias a ese influjo, Nueva Inglaterra fue la cuna de escritores como Emerson, Melville, Hawthorne, Emily Dickinson, William James o T. S. Eliot, descendiente directo de antiguos colonos puritanos.
Para desmentir los tópicos y las falsedades que la edad demótica ha vertido sobre el puritanismo, Robinson suele bucear en olvidados textos de teólogos como William Ames, John Flavel o Jonathan Edwards, poniendo con ello en duda nuestras seguridades racionales. En el ensayo 'Mente, conciencia, alma' comenta por ejemplo:
“Si conceptos con una historia religiosa como alma y conciencia pueden ser descritos de nuevo con solvencia en otro lenguaje, eso no merma en absoluto su realidad. Si pudieran ser descritos de nuevo y no lo son, deberíamos preguntarnos el porqué: cómo se racionaliza su exclusión del autoproclamado humanismo y cuáles podrían ser los efectos de esa exclusión. Si no pueden ser redefinidos en un lenguaje no religioso, tenemos que plantearnos qué se ve amenazado o se pierde cuando se pierde ese lenguaje religioso. Para los puritanos, la conciencia como concepto ponía a la mente o al alma en relación con Dios. Convirtió al yo en un objeto de meticulosa contemplación. Y creó una santidad en torno al individuo que aseguró importantes libertades”.
Robinson pertenece por propio derecho a the American sublime, la estirpe literaria que cartografió Harold Bloom y en la que brillan tanto Whitman como George Santayana o Wallace Stevens, aunque con un acento muy propio, combativo a la vez que generoso y atento. Digamos que ella ha sabido mantener con vida esa misma luz pero proyectándola sobre las grandes preguntas de este nuevo siglo y negándose a rendir su imaginación ante el nihilismo de nuestro tiempo.