La experiencia del futuro
La tecnología está cambiando nuestro modelo cultural y los hábitos de vida, pero el asunto perentorio es la energía debido a la presión demográfica y al cambio climático
23 julio, 2020 00:00Cuando el hombre llegó a la Luna yo estaba durmiendo. Por televisión se pudo ver –en blanco y negro, hace medio siglo– la huella del pie humano en nuestro satélite selenita. Hacía pocos años que TVE funcionaba con regularidad. La televisión tardó en entrar en algunos hogares españoles porque era vista como un peligro para la concentración de los hijos que estudiaban. Parece mentira, pero es verdad. Ahora, en ciertos ambientes, se repite la misma historia pero aplicada a los smartphones y tablets; con otros protocolos, un entretenimiento más activo.
Es obvio que la tecnología va cambiando de forma acelerada nuestros modos de vida. Pero hoy el asunto perentorio es la gestión de las energías, por la presión demográfica y debido al cambio climático. Éste se refiere a la variada gama de consecuencias del aumento de concentración de los gases del efecto invernadero (GEI), en la atmósfera y en los océanos, y representa una multitud de efectos del calentamiento global (un concepto diferente que alude al aumento, no uniforme, de la temperatura media anual de la superficie de la Tierra).
La amenaza que supone el cambio climático no admite discusión. Es evidente una relación de causa y efecto entre las emisiones GEI y el aumento del nivel del mar (con daños que además de comportar la destrucción del ecosistema y la pérdida de biodiversidad, pueden desbocarse). Estamos, sin duda, ante una emergencia climática. Como señala José María Baldasano, “con la ciencia no se puede negociar”. Este gran investigador de Ingeniería Ambiental recalca que en 2018 los desastres naturales y los fenómenos meteorológicos extremos produjeron la muerte de casi once mil personas y, entre tormentas, incendios, sequías o inundaciones, afectaron a 62 millones de personas.
Imagen del primer viaje a la luna / EFE
Se prevé que en 2050 habitarán la Tierra unos diez mil millones de personas (siete de cada diez, hacinadas en ciudades), lo que exigirá un incremento del 70 por ciento de la producción de alimentos. Hay que tener claras las estrategias de cultivo agrícola y su especialización. En esa fecha se prevé asimismo que 300 millones de seres humanos se verán forzados a emigrar por vivir en terrenos anegados.
En el caso de África, la prospectiva señala que para el año 2050 estará poblada por 2.500 millones de personas (la cuarta parte del total); de ellas, 400 millones serán nigerianas, en un país donde la mitad de la población padece hoy una pobreza extrema. Para ese mismo año se calcula que, si no se toman medidas (no todo es irreversible), se habrá perdido un millón y medio de kilómetros cuadrados de tierras agrícolas (lo equivalente a las zonas cultivables de la India). Se quiera reconocer o no, estamos ante un desafío en toda regla. O nos sometemos con fatalismo y sin voluntad ante una hecatombe anunciada, o luchamos en la idea de lo que sabemos que hay que hacer (la única posibilidad de esperanza). Urge, pues, adaptar nuestro sistema de funcionamiento a la realidad que viene y modificar de forma adecuada las relaciones sociales.
Hay desigualdades entre los seres humanos que se pueden paliar en gran medida, en la conciencia del inmenso coste que supone mantenerlas o ahondarlas. Desde esta perspectiva de combatir la pobreza energética y promover el acceso generalizado a la energía (perseguir su mejor distribución), hay que adaptarse al compás de la tecnología que irrumpe y se impone. Redes regulares, equilibradas en todos sus puntos, bien aprovechadas y comunicadas. El ingeniero Robert Metcalfe dio un protocolo de comunicación aplicable a todo sistema que intercambie información, por el que el valor de una red es proporcional al cuadrado del número de usuarios. Internet prosigue su evolución, añadiendo capas y parches.
Se puede decir que el gran objetivo en el horizonte es el Internet de las cosas. No se trata de integrar solo ordenadores, sino miles de millones de equipos (recargables) consumiendo energía y almacenándola (imaginemos los cepillos de dientes conectados a Internet). De forma inteligente (de hecho, una automatización), se apagan los equipos cuando no se usan: disminuye el consumo (siempre inmenso y creciente) y aumenta la disposición de energía en red (se puede hablar de cultivo de energía), lo cual permite unos costes económicos cada vez más bajos.
El biólogo gallego Enrique Dans se doctoró en sistemas de información en la Universidad de California (UCLA) y centra sus estudios en los efectos de la innovación tecnológica sobre las empresas y la sociedad en su conjunto. En su último libro Viviendo el futuro (Deusto) rotula distintas direcciones. Insta a repensar las relaciones laborales y replantea los esquemas de reparto de valor en la economía. Observa que en 2017, Dinamarca delegó la tarea de imprimir billetes y acuñar monedas en empresas privadas. Sociedades como Corea del Sur y Canadá se desenvuelven sin apenas dinero en metálico (sólo un diez por ciento). Y Bélgica, todavía menos.
Hay propuestas que no responden a una demanda social, sino al afán tecnológico; algunas ofrecen serias objeciones al facilitar que los Estados tengan un control de los ciudadanos que anula su privacidad (no hace un año que la ciudad estadounidense de San Francisco ha prohibido el uso de las tecnologías de reconocimiento facial). Padecemos también un alarde de datos y algoritmos aplicados al deporte y a las retransmisiones públicas, lo que resulta abusivo e indigerible, una disparatada y entontecedora idolatría a las cifras.
Asistimos a un vertiginoso incremento del patinete eléctrico. Hay una clara tendencia tanto hacia lo que se llama micromovilidad, como a la promoción de los vehículos eléctricos que generen cero emisiones. Las baterías de iones de litio (integradas a los teléfonos móviles) son recargables y tienen vida más larga que las convencionales, no destruyen sus componentes.
En el ámbito fronterizo con la ciencia ficción nos encontramos con el cine, siempre estimulante y sugerente. No hablemos ahora de Mad Max (una distopía del cineasta australiano George Miller sobre la escasez de agua, petróleo y energía), en tres entregas que se iniciaron en 1979. Tratemos de Mon oncle, de Jacques Tati (Óscar a la mejor película extranjera, en 1959). Una sátira amable y risueña del esnobismo en los hogares que pretenden estar al día y deslumbrar a los demás.
En el ámbito fronterizo con la
El humilde y dichoso Mr. Hulot visita la ultramoderna Villa Arpel, donde vive su hermana con su marido y su hijo. Quedan en delicioso contraste dos mundos coexistentes en París, cada uno con su ridiculez: el diseño que busca la máxima eficiencia, una forzada comodidad que se obtiene, en cambio, mejor en el chiripitifláutico hogar de Hulot, producto de singulares rayicos de felicidad simple; como muestra: el acierto pintoresco en lograr gorgoritos de unos pajarillos.
Merecería un estudio comparativo con Parásitos, del coreano Bong Joon-ho, que es otra cosa: realidad y choque social. En todo caso, más allá del papel de espectadores nos corresponde el de actores y usuarios. Hoy, como siempre, conviene que desarrollemos flexibilidad y agilidad mental, afán de saber y capacidad de trabajo para aprender lo esencial. Añadamos habilidad en comunicar y formar equipo, con el hábito del respeto personal y, por supuesto, con un irrenunciable sentido crítico.