La catedral invisible: José y sus hermanos de Thomas Mann (III)

La catedral invisible: José y sus hermanos de Thomas Mann (III) FRANS FRANCKEN II

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La catedral invisible: 'José y sus hermanos' de Thomas Mann (III)

El novelista alemán prefigura en su tetralogía narrativa el eclipse de la concepción teológica judeocristiana y el agotamiento del mundo de las ideas platónicas, anticipando a través de la fábula bíblica el desencantamiento metafísico de Occidente que comienza con el Renacimiento

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“Era el abismo en el que se adentra el hijo verdadero, él, que es uno con su madre y viste su atuendo alternándose con ella. Era el aprisco subterráneo, Etura, el reino de los muertos, en el que el hijo se torna señor, pastor, sufriente, víctima, dios desgarrado”. Cuando uno termina las cuatro partes de José y sus hermanos, comprende que Thomas Mann organizó su novela en torno a diversas caídas en el pozo, una metáfora que le sirve para cifrar la indagación sin fin que supone, en una dimensión a la vez individual y colectiva, la asunción del pasado como un ámbito que nunca deja de transformarse y transformarnos, que ni siquiera, como diría Faulkner, es pasado.

Ya vimos en el primer artículo de esta serie que Mann empezaba la novela con una obertura sinfónica en la que el comentarista bíblico –sustituto del cronista– se abandonaba a una proteica especulación acerca de los orígenes insondables del tiempo. Esa caída primigenia, por así decirlo, a redropelo de la muerte, es la que se replica a lo largo de toda la novela a través de las sucesivas caídas que van vertebrando la historia de José, cuya historia podría resumirse como la de alguien que siempre consigue salir del agujero al que le arroja su condición de bendito.

Rebeca y Eliezer (1660)

Rebeca y Eliezer (1660) BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO

Como observó Juan Benet, la historia de José es la historia de una bendición o, mejor dicho, “de la propiedad de una bendición cuando incluso se ha transmitido en oposición a las leyes que rigen la sucesión”. De hecho, Mann elige a sabiendas aquellos episodios del Génesis –desde la maldición de Caín y el incesto de Lot, pasando por las trampas de Labán o la bastardía de Ismael, hasta la fertilidad milagrosa de Sarai– en que se suspende o se vulnera el derecho de primogenitura, cuya última y terminante manifestación es la historia de José. El derecho de primogenitura funciona como designio natural –y por tanto divino– que el hombre puede transgredir o violar, como una ley, de hecho, que por mucho que aspire a representar un absoluto siempre encontrará excepciones, desvíos y alteraciones que en sí mismos constituyen la esencia de lo humano imperfecto e irrepetible, entendido a su vez como lo que se opone a la regularidad de lo celeste, lo racional y lo científico, que no son sino variantes de un único intento de reducir lo imprevisible a un patrón inteligible o susceptible de ser obedecido, que viene a ser lo mismo.

En ese sentido, José y sus hermanos no solo ilustra un episodio en el que el hombre desafía el derecho de primogenitura con una bendición al hijo inesperado y favorito, sino que aspira a encarnar y apurar el verdadero cometido de la ficción como único espacio en el que, fuera de la religión, la filosofía y la ciencia, late lo perecedero y fortuito. En El joven José, Mann narra el aprendizaje del bendito con el sabio Eliecer, quien le introduce en la tradición contándole las grandes historias de sus antepasados, principalmente la de Abraham, el primer padre, cuando descubre al Dios único por encima de las divinidades de la tierra:

Así descubrió Abraham a Dios gracias a su anhelo de lo Altísimo, y luego siguió moldeándolo e ingeniándolo en sus enseñanzas, y todos los implicados se beneficiaron de ello: Dios, él mismo y aquellos cuyas almas ganaba con sus doctrinas. A Dios porque le permitió hacerse realidad en el conocimiento del hombre, y a sí mismo y a sus prosélitos porque, gracias a él, lo que antes era múltiple e inquietantemente dudoso se veía ahora reducido a un Uno conocido y por ello tranquilizador”.

Abrahán y los tres ángeles (1667)

Abrahán y los tres ángeles (1667) BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO

Mann cuenta luego cómo José, pese a su juventud, entiende muy bien la determinación y la osadía del primer padre para “retrotraer la multiplicidad entera de lo divino a Él, a su Dios, para atribuirle a Él, a su Dios, toda la ira y toda la clemencia”. Y enseguida Mann introduce una escena impresionante, que el lector imagina oída por José de boca de Eliecer, en la que Lot, sobrino de Abraham, al conocer la nueva de ese Dios único, le dice:

“–¡Pero entonces, si tu Dios te abandona, quedarás abandonado por completo!”

A lo que respondió Abraham:

–Cierto, tú lo dices. En ese caso, no habrá en el cielo ni en la tierra abandono de dimensiones comparables a las del mío, será un abandono absoluto. ¡Pero piensa que, si logro apaciguarlo y Él es mi escudo, nada puede faltarme y serán mías las puertas de mis enemigos!”

Se trata, por supuesto, de una escena impensable en la imaginación del cronista bíblico pero casi obligatoria en la del comentarista en el que se trasforma Mann en su novela. Como hijo de la modernidad y lector de Nietzsche, Mann prefigura en su relato lo que terminaría pasando tras el eclipse de la concepción teológica de origen judeocristiano. La frase “Dios ha muerto”, que en realidad supone la constatación del agotamiento del mundo suprasensible de las ideas platónicas, está ya ahí ovillada, preludiando el desencantamiento del mundo que empezaría a extenderse en Occidente a partir del Renacimiento.

Así que, desde el principio, José lleva en la memoria la posibilidad de la ruptura con Dios, el fin de la Alianza y la subsecuente desolación absoluta. Pero Mann sabe al mismo tiempo que él, como novelista, no es libre en ese mundo como lo ha sido en el mundo contemporáneo, donde el hombre ha roto con la divinidad y, por tanto, todo está permitido, como había decretado Dostoievski. José, a pesar de las amenazas que gravitan en su destino gracias a la conciencia del novelista moderno, sigue perteneciendo al poema de la Antigüedad y, como tal, no es abandonado a la desesperación, sino que sobrevive gracias a su don de contar historias y de interpretar sueños. José despierta el recelo y la envidia de sus hermanos porque, en los sueños que cuenta, las gavillas de trigo de sus hermanos se inclinan ante la suya, que es la única que se mantiene erguida. Del mismo modo, el sol, la luna y once estrellas se rinden ante él, señal de esa bendición que le acompaña desde su nacimiento y que instiga la venganza de sus hermanos.

La venganza es una de las canciones más antiguas del ser humano. Cuando los hermanos se han alejado de la casa paterna y se han llevado a José, una noche se reúnen para planificar qué hacer con él, el soñador, el bendito que preludia la maldición de los demás. Entonces, uno de ellos, Shimeón, empieza a cantar un fragmento de una vieja balada, la canción de Lamec: Lamec, el héroe, tomó dos mujeres, / una de nombre Ada, otra de nombre Sela. / 'Ada y Sela, oíd mi voz, / mujeres de Lamec, dad oídos a mis palabras. / Por una herida mataré a un hombre, / y a un joven por un cardenal. / Si Caín sería vengado siete veces, / Lamec lo será setenta veces siete'.

La Torre de Babel (1563) de Pieter Brueghel el Viejo

La Torre de Babel (1563) de Pieter Brueghel el Viejo

Lamec, descendiente de Caín, representa, como Edipo en el mundo helénico, la calamidad que está inscrita en el genus, en la propia especie. Después de oír la canción, algunos hermanos elogian a Lamec como “hombre verdadero” y “valiente”, pero Rubén, el primogénito de Jacob, interviene para negar la mayor:

“Te diré qué es lo que le arrebata al hombre la venganza de las manos y hace que seamos diferentes de Lamec, el héroe. El motivo es doble: la ley de Babel y el celo de Dios, que dicen entrambos: “La venganza será mía”. Pues la venganza ha de serle arrebatada al hombre, de lo contrario procreará furiosa, lasciva como el cenagal, y el mundo se anegará en sangre. ¿Cuál fue el signo de Lamec? No lo sabes, ya que la canción no lo dice. Pero el joven al que golpeó tenía un hermano o un hijo que golpeó a Lamec hasta matarlo, y la tierra recibió también su sangre; y de las entrañas de Lamec otro a su vez golpeó al asesino de este para vengarlo, y así sucesivamente hasta que no quedó ninguno de la simiente de Lamec ni de la simiente de la primera víctima y la tierra pudo cerrar sus fauces, pues estaba ahíta. Pero eso no es bueno, es el engendro cenagoso de la venganza, que crece sin reglas. Por eso, cuando Caín mató a Abel, Dios le puso una señal para indicar que le pertenecía y habló así: “Si alguien matare a Caín, será siete veces vengado”. Pero Babel instituyó el tribunal para que el hombre se sometiera a la justicia por delitos de sangre y no proliferara la venganza”.

La institución del derecho y la justicia es una de las estrategias con que el hombre trata de zafarse de lo impredecible, esa ley sobrehumana que solo se obedece a sí misma y de la que por tanto no puede derivarse ninguna regularidad exacta. En ese sentido, Rubén actúa como juez que sustituye la pena de muerte para José por la conmutación de echarlo en el pozo. Pero de nuevo lo imprevisible irrumpe y, cuando el primogénito está ausente, los demás hermanos venden a José a los ismaelitas. Rubén no conseguirá sacarlo del hoyo y devolverlo al padre, como era su intención. Luego todos juntos deciden inventarse la fábula de que un animal ha despedazado a José, el cuento que le contarán al padre para salvarse y para cuya demostración presentarán como prueba la túnica policroma, regalo de Jacob al bendito, manchada de sangre. La sombra de la Aqedah, del sacrificio aplazado pero latente de Isaac, nunca deja de proyectarse en la estirpe. A cambio de su muerte, José podrá metamorfosearse y seguir ejerciendo su don, allá donde esté, así sea ese otro fondo del pozo que será Egipto, la tierra de los muertos. (Continuará).