
Portada de ‘The New Yorker’
‘The New Yorker’ cumple cien años
La idea del tándem Ross y Fleishman era ofrecer a sus conciudadanos una publicación que fuese al mismo tiempo local y cosmopolita y culta, y así sigue y esperamos que se mantenga por cien años más
Todas las ciudades del mundo que se respeten deberían tener una revista como The New Yorker, que este mes cumple sus primeros cien años de vida (el primer número apareció el 21 de febrero de 1925). No tenerla es señal de que hay algo que no acaba de funcionar en tu ciudad, como si no fuese capaz de llenar de contenido una publicación semanal.
Cuando iba con frecuencia a Nueva York (ahora me cuesta llegar más lejos de Altafulla), compraba The New Yorker cada semana, y ahora aún la pillo con frecuencia en mi Barcelona natal, aunque los quioscos de prensa extranjera hayan disminuido en mi ciudad (otra mala señal).

Portada de 'The New Yorker'
Y es que el New Yorker, aunque priorice, como es lógico, todo lo relacionado con la ciudad que nunca duerme (no deja de ser una versión culta, elegante y sofisticada de La guía del ocio), también presta atención a lo que pasa lejos de Manhattan. Hay quien la considera una antigualla, y puede que lo sea, pero de las mejores que he visto y leído.
Talk of the town
El semanario fue fundado por Harold Ross y Raoul Fleishmann, desde la primera redacción en la calle 45, y se ha mantenido prácticamente igual hasta la actualidad. Es deficitaria (cuando la compró Condé Nast, muchos pensamos que la chaparían, pero afortunadamente no fue así) y creímos que el nuevo propietario no querría perder dinero (es el mismo de Vogue y Vanity Fair), pero la compra nunca fue un negocio, sino la adquisición, por así decir, de la joya de la corona.
Pese a todo, tiene bastantes suscriptores. Curiosamente, más en Los Ángeles que en Nueva York. Y está bien distribuida en las principales capitales europeas (y en las que no lo son, como la mía). La idea del tándem Ross y Fleishman era ofrecer a sus conciudadanos una publicación que fuese al mismo tiempo local y cosmopolita. Y, sobre todo, culta.

Portada con los 100 años de 'The New Yorker'
El índice de materias no podía ser más peculiar y arriesgado: crónicas de Manhattan (la imperecedera sección Talk of the town), relatos cortos (por sus páginas ha pasado lo más grande de la literatura norteamericana, de Dorothy Parker a Annie Proulx, cuyo relato Brokeback mountain apareció allí), pasando por John Cheever, Norman Mailer o Tom Wolfe), poemas, humor gráfico (los chistes son buenísimos: en el New Yorker aparecieron los de La familia Addams, de Chas Addams), ilustraciones de portada sensacionales (y bien pagadas: mi amigo Max vivió un mes con lo que cobró con la que hizo en su momento.
Ensayos largos
Y Art Spiegelman, el autor de Maus, es un habitual, aunque también es verdad que su mujer, la francesa Françoise Mouly, es la encargada de las ilustraciones y portadas), fotografía, crítica de cine, teatro, televisión, exposiciones y demás (los críticos de cine siempre han sido buenísimos, como la mítica Pauline Kael) y muchas cosas más.
De hecho, The New Yorker es de esas revistas (puede que la única, en realidad) que no te las acabas de leer por el mucho material de interés que ofrece: lo más normal es que cuando compras el número de la semana aún te queden cosas por leer del de la anterior. No es de extrañar si tenemos en cuenta que Ross y Fleishmann inauguraron la revista con toda la célebre Mesa del Algonquin (Scott Fitzgerald, Dorothy Parker y demás luminarias de los roaring twenties).
Fueron los primeros en potenciar la publicación de relatos en la prensa, si bien luego se apuntaron Esquire o el Playboy de Hugh Hefner, pero la veteranía es un grado. Los ensayos y reportajes, larguísimos para los standards españoles, también suelen ser excelentes.
Le deseo a The New Yorker cien años más, aunque yo ya no esté aquí para disfrutarlos. Y supongo que lo mismo piensan todos mis conciudadanos que, como yo, llevan enganchados a ese peculiar semanario desde que lo descubrieron.