Lord Byron en su lecho de muerte (1826)

Lord Byron en su lecho de muerte (1826) JOSEPH DIONYSIUS ODEVAERE

Letras

El último verano de lord Byron

El poeta inglés, hijo de la revolución y dueño de un privilegiado sentido teatral, murió en la periferia de la guerra por la independencia de Grecia tras deslumbrar a su tiempo con una obra donde el verso, el relato épico, la novela y el monólogo personal se funden

28 agosto, 2023 15:28

“¿Dónde estaremos dentro de un año?” le preguntó lord Byron a Pietro Gamba el 16 de julio de 1823 a bordo de la goleta Hércules, camino de Grecia, su último destino. Habían zarpado de Génova, después de que el poeta hubiera accedido a colaborar con el Comité Griego de Londres, una asociación creada en su país natal por los liberales para ayudar a los helenos en su guerra de independencia contra los turcos. La noticia había corrido por Europa como la pólvora. Incluso Goethe, gran admirador de su colega británico, había escrito unos versos para celebrar el acontecimiento.

Como todos los poetas románticos, Byron fue hijo de la revolución. Su gran ídolo en aquellos primeros años del siglo había sido Napoleón, cuya sombra le persiguió hasta fundirse con su propio mito. El carruaje con el que viajó por todo el continente durante su largo exilio era de hecho una imitación más lujosa del que había tenido el emperador y que había sido capturado en Genappe. Tirado por seis caballos, tenía litera, escritorio y biblioteca. Su aureola napoleónica era tal que su llegada a Missolonghi, donde finalmente moriría en 1824, sería de hecho una escenificación en homenaje al francés, tal y como quedó reflejado en la pintura épica de Theodoros Vryzakis.

Byron, que siempre tuvo un gran sentido teatral –sus contemporáneos hablaron de sus impresionantes dotes como actor e imitador– era muy consciente de esa evocación que rozaba la caricatura. “En mí, como también decía Napoleón de sí mismo, no hay más que un paso entre lo sublime y lo ridículo”, le confesó a una amiga en una carta. 

Navegando hacia Grecia, hace ahora doscientos años, Byron protagonizaba uno de los últimos episodios de lo que luego se llamaría el fin de la historia, esa estación filosófica de nuestra existencia política post-hegeliana a la que no hemos dejado de dar vueltas, perplejos y extraviados. En lo que sería el último verano de su vida, el propio poeta estaba ya bastante decepcionado por el fracaso de las grandes causas de su juventud. Él mismo encarnaba todas las contradicciones de su tiempo.

Lord Byron en Missolonghi

Lord Byron en Missolonghi THEODOROS VRYZAKIS

Había saludado con fervor la revolución americana, pero también había llorado la muerte de Jorge III, el rey loco, símbolo de una época –el siglo XVIII– que a la vez adoraba y detestaba. Admirador de Simón Bolívar –le puso su nombre al velero con el que navegó por el Mediterráneo–, llegó a creer que la República era inminente en Inglaterra. En realidad, tras su muerte, empezaría a expandirse el Imperio Británico con la reina Victoria, cuyo puritanismo combatió mucho antes de que esta llegara al trono. Su misión griega fue por ello un intento de demostrarse a sí mismo que no todo estaba perdido.

En 1823 Byron tenía treinta y cinco años y era la celebridad literaria más fulgurante que jamás ha conocido Europa. Para entender su popularidad de entonces habría que remitirse a lo que luego sería la fama de los actores de Hollywood, las estrellas del rock o incluso los futbolistas, si bien, por supuesto, con un radio más limitado, previo a la cultura de masas.

El poeta arrastraba entonces una vida de escándalos, desafíos y rupturas que era la comidilla de todos los mentideros. En 1816, después de una sonada separación matrimonial, había abandonado su país para no volver nunca más. Desde la publicación de los primeros cantos de Childe Harold en 1812, se había convertido en el autor de mayor éxito, un Walter Scott de la poesía, extraña mezcla de lírico, dramaturgo y novelista. Durante un tiempo, se aprovechó de esa comercialidad y le entregó a su público lo que esperaba, una serie de poemas narrativos de aventuras, muchos de ellos de sabor oriental o gótico, como El corsario o Manfred, que han envejecido muy mal.

El mejor Byron está al principio y al final. Con Childe Harold empezó a cincelar una máscara que iría perfeccionando con el tiempo. En ese primer poema, su virtuosismo poético –desde niño había demostrado un talento asombroso para la versificación– se alió con la fabulación de sus primeros viajes por Europa. Harold fue la encarnación de las decepciones de aquella generación post-napoleónica, el primer héroe byroniano que terminó por forjar la propia personalidad del poeta.

Edición del siglo XIX de los poemas de Byron

Edición del siglo XIX de los poemas de Byron JOHN WALKER & COMPANY

Es muy curioso comprobar cómo su imaginación operaba en dos ámbitos, uno anacrónico y otro moderno, que terminaron por confluir en lo mejor de su producción final, que empieza en Beppo, su poema satírico de ambiente veneciano, y culmina en La visión del Juicio –su brutal ataque contra el tory Robert Southey, el poeta laureado y su gran rival– y sobre todo en el Don Juan, el largo poema que dejó inacabado a su muerte, un híbrido de relato épico, novela y monólogo personal, un monstruo que se le escapó de las manos para llevar la poesía moderna a los confines del agotamiento.

Por una parte, Byron reaccionó contra la sensibilidad de los lakistas –Wordsworth y Coleridge–, criticando la liberalización de sus formas métricas y su tendencia a la elevación y el hermetismo. Poéticamente sus referentes fueron siempre Pope y Dryden, además de Spenser y Shakespeare. Admira comprobar cómo Byron se sabía de memoria toda la tradición poética británica y buena parte de la francesa y la italiana, además de la latina y la griega.

Su ejemplo sirve para comprender hasta qué punto el verso ha moldeado la imaginación humana durante siglos, contra apenas unos doscientos años de hegemonía de la prosa. Si bien es verdad, al decir de Goethe, que la inteligencia del lord es más bien pueril, su genio, de una cualidad parecida al de Mozart, consistió en saber extraer toda la profundidad a ese estado y ser capaz de registrar con una pureza incorrupta tanto las maravillas como las miserias del privilegio de estar vivo.

En el Don Juan, en particular, a fuerza de burlas, con la máscara del seductor español y la dicción a contrapelo de Pope y la cadenza traducida del italiano, contrapunto de su acento natal, Byron consiguió superar a todos sus contemporáneos en la captación de los matices de la experiencia vital más inmediata, corporal, desnuda y sensual, adelantándose a Nietzsche en su petición de que el arte volviera a comparecer ante Dyonisos. Y al mismo tiempo compuso una sátira política y moral que, aliada con lo anterior, terminó por conformar uno de los cantos más conmovedores y perdurables sobre la libertad. 

'Don Juan'

'Don Juan'

El 3 de agosto, el Hércules atracó en el puerto de Argostoli de la isla de Cefalonia, primera parada de su último viaje. Volver a Grecia tenía para él, más allá de las cuestiones políticas, una especial significación. Durante su primer periplo europeo, entre 1809 y 1811 –cantera del Childe Harold–, aquel país había representado una oportunidad para transgredir los límites de la sociedad británica.

Su bisexualidad desbordante fue durante mucho tiempo un secreto a voces que su círculo más íntimo –salvo algunas amantes despechadas– trataron de mantener en secreto, maquillándolo con su aura de conquistador irresistible. Pero lo cierto es que Byron debió de ser más bien un etéreo sexual, adicto sobre todo a la belleza angelical, con una fuerte tendencia gay que trataba de sublimar. Por desgracia, su correspondencia fue mutilada y censurada al respecto y, después de su muerte, sus amigos decidieron quemar sus memorias. No fue, de hecho, hasta la publicación, en el año 2002, de la espléndida biografía de Fiona MacCarthy, cuando se abordó la cuestión con toda su crudeza. El puritanismo que él combatió con tanta saña le sobrevivió casi dos siglos.

En aquel último verano, Byron era un hombre prematuramente envejecido por los excesos y las desventuras. Después de separarse, acusado de incesto y sodomía, había vivido una juerga continua, sobre todo en Venecia, como atestiguan sus divertidísimas cartas de la época. Aunque conservaba su antigua y notoria guapura, su cabello rubio empezaba a teñirse de gris y el alcohol le había empañado los dientes. Su organismo en general parecía debilitado, a pesar del vigor que seguía demostrando a caballo, a nado y en la cama, las únicas actividades deportivas que podía realizar sin que se notara la malformación congénita de su pie derecho, origen de su característica cojera.

'Conversations on Religion With lord Byron and Others' de James Kennedy

'Conversations on Religion With lord Byron and Others' de James Kennedy

Después de tantos años viviendo en el extranjero, había perdido fluidez oral en su inglés nativo. Al parecer hablaba with a lisp, con un ligero ceceo, igual que uno de sus poetas favoritos, Garcilaso, este por culpa de una herida en combate con una lanza que le atravesó la boca. De todas las desgracias que había sufrido, la peor había sido la muerte de Allegra, la hija ilegítima que había tenido con Claire Clairmont, hermanastra de Mary Shelley. La niña había muerto en 1822 de unas fiebres con tan sólo cinco años. También su amigo Shelley había fallecido el verano anterior, ahogado durante una tempestuosa travesía.

En Venecia y en Ravenna, Byron había vivido su última gran aventura amorosa con Teresa Guiccioli, la joven esposa de un conde mucho mayor y bastante siniestro. El hermano de Teresa, Pietro Gamba, era uno de los acompañantes del poeta en aquel último viaje. Los otros tripulantes eran Edward Trelawny, el escritor y luego cronista de su amistad, el doctor Francesco Bruno –que había sustituido a John Polidori, muerto hacía dos años, como su médico personal–, su gondolero Tita Falcieri, una especie de gigante que le servía como guardaespaldas y su fiel criado Fletcher. Como siempre, llevaba un séquito de animales, aunque ya no tan nutrido y estrafalario como años atrás. Ahora se componía tan sólo de cinco caballos y dos perros, el bulldog Moretto y el terranova Lyon. 

En Cefalonia, entonces controlada por los ingleses, Byron se encontró con el coronel Charles James Napier, gobernador de la isla y ya legendario estratega militar. Estricto contemporáneo del poeta, compartía con él una misma visión romántica de aquella guerra. En Cefalonia, Byron también hizo amistad con James Kennedy, cirujano del ejército británico y evangelista. En 1830, Kennedy publicaría unas Conversations on Religion with Lord Byron, bastante elocuentes en lo que respecta a su espiritualidad heterodoxa pero seria, más cercana al cristianismo de lo que se había creído. Aunque en el libro hay también perlas inequívocamente byronianas como esta: “Me cae muy bien su santidad Pío VII, sobre todo desde que últimamente ha dado orden de que no se obren más milagros”. 

'Byron. Life and Legend', la biografía de Fiona MacCarthy

'Byron. Life and Legend', la biografía de Fiona MacCarthy

Con Trelawny, Gamba, el doctor Bruno y otros, Byron, a mediados de agosto, pasó seis días en Ítaca, la isla que en 1810 había pensado comprar. Una madrugada se escapó de la villa que habían alquilado y Pietro Gamba se lo encontró dormido cerca de unas rocas que eran conocidas como el castillo de Ulises. Al despertar contó que había tenido un “sueño beatífico”. De vuelta a Cefalonia, el grupo comió en Santa Eufemia y fue a visitar el monasterio de Theotokos Agrilion, dedicado a la Virgen María. Al principio, Byron parecía feliz, recitando tiradas de Hamlet durante la excursión, pero al llegar al monasterio, donde fue recibido por los monjes con grandes muestras de reverencia, sufrió una especie de delirio, con violentos espasmos en el estómago y el hígado, de causa incierta. El poeta aseguraba a gritos que estaba en el infierno. Sólo le calmaron unas pastillas que alguien terminó administrándole. 

En cuanto a la guerra, Byron nunca llegaría a protagonizar la épica que había soñado. En Cefalonia se limitó a preparar el terreno, entregando dinero del Comité Griego, entrevistándose con cabecillas como Alexandros Mavrokordatos, con quien planeó un ataque a la fortaleza de Lepanto. Se vio también con los bandidos Suliotas. Pero en general se decepcionó por el enfrentamiento de las distintas facciones. En Missolonghi, en febrero del año siguiente, el poeta enfermaría antes de que la expedición zarpara. Aquejado de fiebres y ataques epilépticos, le practicaron, contra su voluntad, las absurdas sangrías de entonces hasta extenuarlo. Murió el 19 de abril. Estudios posteriores sugieren que el origen de su enfermedad debió ser una fiebre provocada por una garrapata de uno de sus perros, el enemigo menos homérico que cabe imaginarse. 

Su amigo John Hobhouse –uno de los responsables, por cierto, de la quema de sus memorias–, aseguró que si hubiera vivido la independencia, Byron habría llegado a ser coronado rey de los griegos. Pero es difícil creer que hubiera aceptado la propuesta. Es mejor imaginárselo como él mismo quiso verse, en uno de los últimos poemas que escribió, en enero de 1824, 'En este día completo mi año treinta y seis': “Si te arrepientes de tu juventud, ¿para qué vivir? / La tierra de la muerte honorable / está aquí: / sal al campo y entrega tu aliento. / Busca –más deseada que hallada– / la tumba de un soldado, para ti la mejor; / luego mira alrededor, elige tu suelo / y disfruta el descanso”.