Shelley, la antología definitiva
El poeta José Luis Rey traduce para la editorial Reino de Cordelia una extensa selección de la obra del gran poeta romántico inglés, de cuya muerte se conmemora este julio su segundo centenario
22 mayo, 2022 23:00El Romanticismo inglés fue tan poderoso, y tanto se dilató en el tiempo, con frutos siempre memorables en cada una de sus etapas, que se pueden distinguir tres momentos en esta manifestación poética de Inglaterra: uno primero protagonizado por los padres (William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge), otro en el que toman la antorcha los hijos (Lord Byron, John Keats y Percy Bysshe Shelley) y un tercero en el que los nietos siguen la estela, pero sin abandonar el canto, y ya modulan este de manera diferente, cierta y estrictamente hablando postromántica, pero con el amor por lo medieval encendido y otros rasgos comunes (Alfred Tennyson, Dante Gabriel y Christina Rossetti, y Algernon Charles Swinburne, entre otros, que tienen un pie en el romanticismo y otro en el decadentismo y simbolismo).
Además, brilla con luz propia, opacada por la locura, una figura periférica más o menos contemporánea de la segunda generación romántica pero que fue siempre por libre: el enorme John Clare, el mejor poeta de la Naturaleza de todo aquel siglo XIX. En cuanto a William Blake, que tampoco debe omitirse, fue también de difícil encaje, aunque correspondería por razones cronológicas a la primera fase y por su visión íntima está en realidad fuera del tiempo o es habitante solitario de un orbe propio.
Shelley (1792-1822) ha sido durante mucho tiempo una figura predilecta y central del Romanticismo (en realidad, el Shelley más accesible), bien que hoy se lo lea poco, y es dudable que el segundo centenario de su muerte reavive mucho su obra salvo entre los especialistas. Su musicalidad no siempre logra superar la abstracción de sus poemas, su contenido filosófico, su ira de young angry man decimonónico, avant la lettre. Su vida disoluta, sus desplantes, fueron escándalo en su día, pero luego aceptados, porque está en el alma inglesa, y sobre todo en las retorcidas venas azules de su aristocracia, censurar en público el desvío pero acariciar en privado la extravagancia y la escapada del redil que ella misma impone. ¿Qué queda de Shelley si dejamos a un lado su viaje a Italia, sus amistades, su ateísmo?
Un poeta interesante, de intenso pulso lírico que ofrece más de lo que el perezoso olvido dispone para casi todos. Para disfrutarlo hay que servirse, si no del original, de una traducción que haga justicia a su verso. Y la rítmica, fluidísima de José Luis Rey en Donde están los eternos. Poesía selecta (Reino de Cordelia) lo consigue con creces. Se trata de una amplísima antología bilingüe que supera en número de páginas y lo cuidado de la dicción a cualquier otra existente en nuestro idioma. Curiosamente, el grueso volumen ha coincidido en su llegada a las librerías con la traducción de la fina (en ambas acepciones) selección que la también poeta Victoria León ha hecho de Mary Shelley, esposa de Percy, para Visor: el escueto (en título y extensión) Poemas.
Si León firma una traducción espléndida de los de ella, breve corpus, Rey hace lo mismo pero mucho más dilatadamente, y asombra que haya mantenido el altísimo nivel en un tan elevado número de páginas. Aunque en realidad el estupor se mitiga si se recuerda que se trata igualmente del traductor de la poesía completa de Emily Dickinson y de la de T. S. Eliot (incluidas variantes y poemas no incluidos en libro). Aún asegura Rey en su prólogo (“Shelley, rebelde con causa”) que dará a la estampa más poesía de Shelley, pues quiere ofrecer exento el gran poema de este: Prometeo liberado. Igualmente declara que ha leído al inglés desde la adolescencia, y que el 'Himno a la belleza intelectual' fue la primera obra suya que lo deslumbró.
¿Cómo consigue Rey trasladar tan bellamente los poemas de Shelley? Resumiendo mucho, mediante el empleo flexible, elegante, siempre eufónico y jamás soporífero (como podría haber sido una elección formal más encorsetada) de endecasílabos y alejandrinos, siempre sin rima, además de no ceñirse al número de versos del original, aumentando estos según sea necesario en los poemas largos (incluso lo hace en una estructura tan cerrada como el soneto). Cuando los originales emplean versos más cortos, él también combina con los suyos el heptasílabo. Y metamorfosea la estrofas sin prestar mucha atención a que una de cuatro versos pase a tener seis, porque lo que prima es la música (junto a la conservación del sentido, claro está).
Shelley lo mismo escribe sobre la sojuzgada Irlanda que se dirige 'A los republicanos de América del Norte', pero más allá de sus preocupaciones políticas ha dejado magníficos ejemplos de poesía de la emoción en 'Oda al viento del oeste', 'A una alondra' o la bella elegía dedicada a John Keats, 'Adonáis' (que en la traducción de Rey, aunque vuele muy alto, no logra superar la canónica de Manuel Altolaguirre, que se come aunque con ciertas inexactitudes a todas las demás, incluida la de Vicente Gaos).
Como su compañero de generación y amigo, del que, quiere la leyenda, llevaba un ejemplar en el bolsillo cuando su barco naufragó en el mar Tirreno, Shelley escribió sobre Pan. Por una vez, su 'Canción de Pan' es mucho más concisa que el poema de Keats, Endimión, en el que figura el dios griego. Por lo general, frente a la ajustada concisión del autor de la 'Oda a un ruiseñor', Shelley opone la derramada prolijidad. Esta fue la que le hizo que, como señaló Francisco Rico, en la nota sobre el poeta del florilegio Mil años de poesía europea, la obra de Shelley sea “irregular y a veces un tanto desdibujada”.
Pero constantemente en el amontonamiento de esa obra salen al paso joyas, muy bien vertidas en el caso que nos ocupa: “y llorar, porque nos se nos permite / en la Tierra probar la paz del Cielo”. O esta otra: “pues nada permanece sino el Cambio” (que tanto recuerda a Quevedo y su “huyó lo que era firme y solamente / lo fugitivo permanece y dura”). ¿Leyó Shelley a Quevedo? No es necesario haberlo hecho para llegar a la misma experiencia. Sí tradujo a Calderón y a Dante, Goethe, Homero, Esquilo y Virgilio. El dramaturgo español tuvo una gran influencia en el Shelley último, de quien puso en inglés escenas de El mágico prodigioso, impronta que fue estudiada a fondo primero por Salvador de Madariaga en 1920 y más tarde por otros.
Ya había traducciones de Shelley al español: las excelentes de Leopoldo Panero y José María Valverde en Poetas románticos ingleses, las muy dignas de Juan Abeleira y Alejandro Valero en No despertéis a la serpiente, los tercetos de endecasílabos rimados con los que Fernando Maristany resolvió la 'Oda al viento del oeste', la rítmica en alejandrinos que Rafael Lobarte Fontecha realizó de Epipsychion, las mediocres como para salir del paso de Ángel Rupérez en un par de antologías generales…
José Luis Rey es poeta, y ello rezuma en cada uno de los versos que traduce. “Nadie entre que no sepa geometría”, rezaba una leyenda sobre la puerta de la Academia que creó Platón. Nadie debería poner la mano sobre un poema, para traducirlo, si no es capaz de hacer un buen poema él mismo. Él no dedica un sola línea a justificar sus criterios de traducción; corrijo, dedica el casi millar de páginas de esta a dejar clara su excelencia. Por ejemplo, en el final de Epipsychidion, que se constituye como una especie de testamento lírico de Shelley, donde tras invocar este “Vivid vosotros versos, que yo he de marchitarme”, añade un poco después: “Alejaos de las masas que censura y odian; / venid, versos, y sed mis invitados, /pues mi dueño es Amor, y él me sostiene”.
En el ensayo que le dedicó en Pensamiento poético en la lírica inglesa. Siglo XIX, Luis Cernuda, que se centró sobre todo en la obra en prosa de Shelley Defensa de la poesía, publicada póstumamente, escribía: “Y así podemos suponer que, antes de morir, aquel caos que él era (“este caos, yo”) halló alguna paz, pero no sin antes haberlo reflejado largamente, bajo ciertos símbolos e imágenes, en sus versos. Acaso por eso tantas veces nos parezcan, antes que poesía, abstracciones platónicas, exangües y remotas, de “un ángel inefectivo” (la frase es de Matthew Arnold)”. Hubiera sido ilegible una traducción literal, que habría convertido la mayoría de los poemas en entelequias. Arropados por la música que les corresponde, los versos no son líneas metafísicas, sino honda física de ondas. El inglés de Shelley reverbera en el español de Rey.