Juan Gómez Bárcena y el viaje por el 'Mapa de soledades'
El escritor cántabro explora la relación del silencio con la creación a través de las figuras literarias de Virginia Wolf, Emily Dickinson, Dostoievski, Leopoldo Lugones, Ovidio, Sylvia Plath o Foster Wallance
Los momentos de “monotonía de lluvia tras los cristales” hielan el corazón adolescente. En un introito de Sylvia Plath, nieva sobre el Columbia Correccional de Wisconsin y caen los copos sobre el cantero del jardín de Emily Dickinson, en Amerst (Massachussets). Los primeros años de creación de un artista pesan durante el resto de la vida. Así lo reconoce Robert Burton, cuando se convierte en esfinge de su pasado juvenil en Anatomía de la melancolía con el paisaje de fondo en el Oxford de mil quinientos; y algo parecido le ocurre a Foster Kane (Orson Wells en Ciudadano Kane), cuando envejece en los paisajes invernales de su infancia.
La brújula de un viajero caprichoso, como Juan Gómez Bárcena, en Mapa de soledades (Seix Barral), nos aproxima a diferentes momentos del acto creativo, como un acordeón que comprime y expande sus fuelles viajando en el tiempo. Lo encontramos en el Madrid invernal de 1940, en el momento en que la pintora Leonora Carrington, pionera del surrealismo es violada por una manada de requetés y abandonada en el Parque del Buen Retiro, en el mismo lugar donde un grupo de esquimales, traídos de Groenlandia, levantó, medio siglo antes, chozas separadas por taludes de tierra blanqueada artificialmente. En el capítulo del mismo libro, titulado Casquetes polares, Leonora sale como puede de un manicomio militarizado y se mezcla con el oleaje del océano para enlazar con la Antártida de Roald Amundsen, el lago de Dante, el blanco perpetuo, “un sudario que se apodera de los ojos del viajero como si la glaciación celebrara la defunción del mundo”.
Hay un cúmulo de salvaciones, confusiones y poesía por el que uno se siente atraído. Si alguien se entrega a la experiencia estimulante de perder el mundo de vista, desde la página 37, por ejemplo, hasta la 247, verá que, en Mapa de soledades, todo pasa dentro de sus ojos, no pasa por delante. Es un ensayo escrito desde los recursos narrativos de la novela, volcado hacia un mundo de curiosidades, indagaciones profundas e introspecciones audaces. Es una forma de leer, vivir y contar en la que no pensaron David Lodge, Calasso o el mismo Borges, por poner a tres conocedores indiscutibles de las letras. Estos últimos nos advirtieron de este tipo de libro, entonces todavía no escrito; glosaron el placer de la lectura; desestructuraron la cabeza del lector hasta el punto de desacralizar la crítica literaria llenándola de diversión, la única justificación del género. Y por pura adicción, Gómez Bárcena sigue a los grandes; coloca un ojo de buey sobre el relato y sus inventores, plasmado con belleza y acierto.
Llegan así las cafeterías irreales de Hopper y los noctámbulos del gran escritor chileno Roberto Bolaño paseando bajo un sol negro, mientras los demás recargan pilas para el día siguiente. El noctambulismo, mas que un rechazo de la muerte, es una garantía de soledad. El Drácula de Bram Stoker despierta en el crepúsculo porque no quiere descansar, como Napoleón que solo dormitaba escasos minutos, en medio de sus batallas, hasta que se conjuró con un sueño reparador a solas en la cámara del faraón de la Gran Pirámide de Giza, como lo hicieron antes que él Alejandro Magno y Julio César. El emperador regresó transido y convencido de su final solitario: “Recuerda que cuando miras al abismo, el abismo te devuelve la mirada” (Niezstche).
Sin citarlo, Gómez Bárcena le toma la palabra a Marco Aurelio, el emperador sabio: “Medita en hábiles oradores, filósofos y venerables, Heráclito, Pitágoras, Sócrates, tantos héroes con anterioridad, y, después, tantos generales, tiranos. Y, además de éstos, Eudoxo, Hiparco, Arquímedes, otras naturalezas agudas, magnánimas, diligentes, laboriosas” (Meditaciones; Ed Plutón). Cuando la soledad es la buena literatura nos queda la lectura para soportar un momento social en que el umbral de tolerancia es, como ocurre ahora, cada vez más bajo ante el conflicto.
No afrontar aísla y por eso resultan destacables los ejemplos de Virginia Woolf y Emily Dickinson, mujeres brillantes que abrazaron la soledad no como una pose intelectual, sino como una forma de amar y mejorar. En su capítulo titulado Jardín, Gómez Bárcena se explaya sobre las soledades compartidas de Calixto y Melibea en su huerto, de Píramo y Tisbe, junto al zorzal de moras blancas o de Romeo y Julieta, bajo el balcón mortal. En el jardín florece la pasión o su rechazo a causa de los votos matrimoniales que no pueden romperse, como les ocurrió a Machado y Pilar Valderrama, la Giomar del poeta, en los jardines de Moncloa. La cancelación de la carne tiene lugar en el jardín metafísico de El cantar de los Cantares o en el de Teresa de Jesús, un lugar en el que Dios es el riego que hace crecer las flores y sofoca las malas hierbas.
El jardín es el pensamiento convertido en paisaje. En el jardín “crecen las flores de la imaginación” (Dickinson). Una realidad que se hace tangible en los paseos de Aristóteles en Atenas, bajo cuyos arcos paseaban y conversaban los peripatéticos; en las rosaledas de Virginia Woolf; en los nenúfares eternos de Monet o en la plantación vegetal de Voltaire en su casa de Farney. “La jardinería es una forma de nostalgia, una vuelta al ser primigenio”. Una definición predispuesta a combatir la soledad no creativa y asolada –él le llama solitud o “solidumbre”, asociada al poder- que en el fondo es la auténtica pandemia del siglo XXI.
El autor coloca en primera línea de defensa contra esa pandemia a Proust forrando de corcho las paredes de su habitación; a Juan Ramón Jiménez en Moguer o en San Juan de Puerto Rico, evitando a las visitas obsequiadas con jerez por Zenobia Camprubí; a Thomas Pynchon, un escritor sin rostro o a Salinger aislado en su granja de New Hampsshire. Adora a los autoexcluidos y celebra a los emboscados: Wittgenstein en Skjolden, Emily Carr en una isla de Vancouver y Knut Hamsun en los bosques de Noruega. Vaga en exilios, recintos inventados, resúmenes del mundo como el de Xavier de Maistre en Viaje alrededor de mi habitación y de nuevo en Dickinson: el alma que tiene Huésped / raramente viaja...Ella no era la loca del ático de Jane Eyre, ni la atormentada Ingrid Bergman de Luz que agoniza. “Emily fue su propia carcelera”. Alcanzó la aspiración de Petrarca: “la soledad es la única oportunidad que tiene el ser humano de contemplar”.
Todo empieza cuando el escritor santanderino, que nos ha regalado ya novelas como Lo demás es aire (Seix Barral) o Ni siquiera los muertos (Sexto Piso), se cruza con la experiencia histórica del uruguayo Horacio Quiroga. Emprende un viaje al centro de la soledad donde yace el cuerpo del Hombre del Agujero, que se abría paso entre zarzales a machetazos en la selva que devoró a sus moradores. De vez en cuando remonta el río Paraná buscando serpientes en la orilla donde Roa Bastos vio al gran caudal de su curso medio, como una infinita prolongación del cacique en Yo El Supremo (Alfaguara).
Horacio Quiroga, que fue juez de paz en la provincia argentina de Misiones, se cartea con Leopoldo Lugones para decirle que no puede detenerse “porque se halla en la soledad como un náufrago en el mar; nadando o a salvo o muerto”. Quiroga y Lugones experimentan la soledad no como cárcel sino como conquista de la libertad, donde se libra la batalla del ser consigo mismo, el territorio en el que Platón descubrió el pensamiento. El fundador de la Academia desvela a Sócrates desarrollando este mismo ejercicio con la ayuda de Dioniso, porque el maestro ágrafo es el único que sigue despierto al final del Banquete; es el mejor poeta y el mejor bebedor.