El editor, traductor y escritor argentino Alberto Manguel / @JAIMEFOTO

El editor, traductor y escritor argentino Alberto Manguel / @JAIMEFOTO

Letras

Alberto Manguel: "La pregunta no es si va a sobrevivir la lectura, sino si sobreviviremos nosotros"

El intelectual, dueño de una biblioteca con 40.000 volúmenes, editor, traductor y escritor, alerta sobre la pérdida de los grandes pensadores, la banalidad de la crítica y las imposiciones dogmáticas

17 noviembre, 2022 19:45

Tiene fama de fiero, tal vez sea porque no acostumbra a morderse la lengua, pero resulta extraordinariamente cortés en formas y al elegir las palabras. A pesar del calor, concurre a la cita perfectamente trajeado, aunque se queje levemente. Al terminar la conversación se deja acompañar a una librería para comprar un par de libros. Es escritor, traductor y editor. Por lo general escribe en inglés, aunque a veces usa también el español, además del francés, el alemán y el italiano. Erudito gracias a una biblioteca personal de 40.000 libros –donada a la ciudad de Lisboa– es miembro de la Real Academia Argentina y fue director de la Biblioteca Nacional de su país de origen. Hombre de letras.

–En Mientras embalo mi biblioteca (Alianza Editorial) dice que sus libros son su identidad. Ahora la comparte con la ciudad de Lisboa.

–Verá, ese libro lo escribí cuando vendí mi casa en Suiza en 2015 y tuve que tomar una decisión con los más de 40.000 volúmenes. Me instalé en Nueva York y los libros se llevaron a un almacén de mi editora canadiense en Quebec. No se podían quedar allí eternamente y me llegaron propuestas de México DF, Bogotá, Estambul o Nápoles, pero no terminaron de cuajar. A todo esto, se creó una fundación para gestionarla y creí que tendría que venderlos. Pero en 2020 recibo una llamada del alcalde de Lisboa que me propone crear un centro de investigación sobre la historia de la lectura. Una maravilla. Se está habilitando un palacio, hay presupuesto y personal trabajando en la catalogación. Al final, Lisboa me ha elegido a mí. Han ido mis libros y he ido yo. (Lo dice con absoluta placidez a pesar de que su decisión fue tomada después de dimitir de su cargo en la Biblioteca Nacional, oficialmente por problemas de salud y no sin cierta polémica).

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–¿Su patria son sus libros?

–¿Patria? Verá, mis libros son mi casa y, como comprenderá, no me puedo permitir vivir una experiencia esquizofrénica. Son mi identidad, son mi vida, así que ahora Lisboa es mi lugar en el mundo, sin ninguna duda.    

–En ese libro confiesa que no puede coger libros de las bibliotecas públicas por la enorme tentación de no devolverlos y robarlos. En este caso se robaría a sí mismo.

–(Sonríe maliciosamente) Es cierto lo que digo: los libros para mí son seres vivos que me acompañan y he de hacer un esfuerzo sobrehumano para usar esas bibliotecas que, por otro lado, son fantásticas y cumplen un papel importantísimo. En el caso de Lisboa es distinto: yo los cojo, los subrayo, hago mis anotaciones y luego los devuelvo. Ya no son míos, pero soy su lector. En este momento la biblioteca está en proceso de catalogación, se está trabajando para ponerla a disposición del público, así que soy el único que entra y sale. Será una biblioteca pública, pero digamos que yo formo parte de los fondos.  (Confiesa que escribe siempre en los libros, que anota e incluso tacha. Que los vive). Se trata de una biblioteca abierta a la investigación pero que indudablemente tiene mi sello, incluso literalmente.

–¿No seguirá comprando libros?

–¿Cómo que no? Una biblioteca que no crece es una biblioteca muerta. No hay un día en el que no compre uno o varios libros. Cuando la doné hace un par de años eran más de 40.000 volúmenes; ahora debe haber 5.000 más. No todos los que he comprado yo, claro. Ha habido donaciones. Por ejemplo, una colección de literatura inglesa del siglo XVIII y otra de obras francesas del Siglo de las Luces. Son aportaciones de personas que quieren colaborar y que son muy valiosas.

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–¿Qué libro tiene en su mesilla de noche?

–(Lo piensa brevemente) Uno solo nunca; además, van cambiando. Ya le digo que voy y vengo a la biblioteca, que los voy alternando. Entre los que leo ahora tengo el último de Juan Gabriel Vasquez, Volviendo la vista atrás (biografía del cineasta Sergio Cabrera).  Es el más brillante escritor en español de su generación. Ya lo había leído, pero ahora quiero hacerle una serie de notas. Vuelvo una y otra vez a algunos libros que anoto y releo. También tengo novela policíaca y negra, un género del que soy entusiasta. En este caso es una recomendación de Margaret Atwood: un libro de los años cincuenta, de puro terror. También estoy con Regiones imaginarias. En busca de los lugares míticos de la literatura. Aparecen Macondo y otros. Y estoy afanándome con el portugués: leo poesía, ahora mismo a Ana Luisa Amaral, que me gusta mucho.

–Poesía siempre.

–Yo he dicho alguna vez que la poesía, sobre todo, tiene el efecto de hacer feliz la a inteligencia, sí. Pero en realidad no leo por géneros ni estoy muy de acuerdo con esas clasificaciones, propias de universitarios y bibliotecarios que de los lectores. Yo no hago distingos. Borges se pasó la vida tratando de mezclarlos y, de hecho, esa es la tradición más antigua de la literatura. En el Medievo no existía una línea entre la ficción y la no ficción, entre el ensayo y la narración; tampoco entre la poesía y la prosa. Estaba todo mezclado. Fíjese en Dante, es poesía y es ensayo y es biografía y es historia y es comentario crítico. Es todo. El lector no distingue, lee.

–También ha dicho que un libro nunca es el mismo cuando se vuelve a leer.

–Porque el lector no es el mismo. Nunca leemos de la misma manera. Tal vez, en este caso, la poesía sí sea más permanente. Recurrente. Aunque cambia, como cambia la prosa. Es posible que la poesía se preste a ser recordada casi literalmente, memorizamos versos, a veces no los olvidamos nunca. Y sin embargo la prosa es más proclive a ser sintetizada y resumida. De una novela nos quedamos con la historia, aunque recordemos frases, pero en general somos capaces de contarla en pocas palabras. La poesía queda ahí, sin síntesis. Exacta. Literal. De todas maneras, ya le digo que como lector no hago distinciones. Soy arbitrario, leo lo que me apetece y cuando me apetece.

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–Ha comparado la creación poética con la musical. Creo que es un gran melómano.

–Claro, hay ahí un punto de… Mire, cuando Borges quedó ciego solo siguió escribiendo poesía porque decía que le llegaba como si fuera música. (Hace numerosas referencias al autor argentino, con quien trabajó muchos años en Buenos Aires y al que profesa una admiración no hagiográfica pero profundamente leal). Sin embargo, abandonó la prosa. Necesitaba ver su mano para escribirla. Yo he escrito poca poesía, no tengo esa relación, pero entiendo esa explicación borgiana. Todo texto tiene una música interna. Alguna muy contagiosa (ríe). Yo, por ejemplo, no puedo leer a ciertos autores cuando estoy escribiendo porque su tono se me contagia como si fuera un acento. Es como si escucharas un anuncio por la radio y no te lo puedes quitar de la cabeza. Con algunos autores me pasa mucho. Nunca leería a Borges, a Rimbaud o a San Juan de la Cruz antes de escribir. Tienen una música interna tan formidable que es imposible no contaminarse.

–Volviendo a la biblioteca de Lisboa: si respetan su criterio será bastante peculiar. Usted confiesa pequeñas travesuras poniendo juntos a enemigos irreconciliables o haciendo alianzas caprichosas entre países cuando ordena sus libros.

–Bueno, en algo están teniendo en cuenta la organización, digamos que caprichosa, de mis libros, pero inevitablemente tendrán que recurrir a un orden homologado porque, al fin y al cabo, será publica y se va a poner a disposición de todo el mundo. A mí me encanta ordenarlos de manera creativa. Por ejemplo: poner un libro como las Ruinas del Imperio, que es Historia, junto al Frankenstein de Mary Shelley. La razón es que el famoso monstruo aprende a leer escuchando ese texto, precisamente. Hay conjunciones maravillosas para amigar libros. Pero los profesionales recurrirán a métodos sencillos de búsqueda. Es natural (se encoge de hombros).

–¿Qué es un mal libro? (Pone cara de enfrentarse a uno de sus temas favoritos, motivo de algunas de sus declaraciones más escandalosas)

–Bah, puedo preguntárselo yo a usted. Es un etiquetaje que no tiene en cuenta al lector, ni su gusto personal ni los diferentes momentos de cualquier vida. Para mí hay libros muy malos que muchos defienden. ¿Alguien duda de que Dan Brown es eficaz escribiendo? Lo leen millones de personas. A mí me parece malo. Claro que siempre se puede hacer un análisis de su estructura, señalar fallos gramaticales, desaliño en la redacción, errores de estructura… pero este es un ejercicio de críticos o de académicos, no como lectores. Al lector a veces le merecen la pena esos errores. La auténtica distinción, al menos la que yo creo válida, es aquella que define un libro como clásico o efímero. Esta es la cuestión. El lector, aunque no los haya leído, sabe cuáles son los imprescindibles en nuestra historia y para nuestro imaginario literario. Sabemos que Shakespeare es importante y lo necesitamos saber. Lo leamos o no. Venimos a un mundo con una cultura del libro. Nuestra imaginación social está llena de referentes. Otra cosa es la crítica.

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–¿Tampoco hay crítica mala? (Pone cara de espanto)

–En este momento existe una banalización en la crítica literaria verdaderamente deplorable. Sobre todo, en el mundo anglosajón.  Leo auténticos disparates, créame. Por ejemplo en The New York Times –enfatiza–, donde veo tales barbaridades que sólo se explica si trata de personas con una inteligencia limitada que no les permite hacer una lectura en profundidad. Le pongo un caso: el jefe de los críticos escribió hace poco que no había podido leer la traducción de Olga Tokarczuk (escritora polaca y premio Nobel ¡Se le había hecho larga y le había aburrido! Admitió públicamente que no había tenido paciencia de leerlo entero, al mismo tiempo que dedica páginas y páginas a escritores menores o que no saben escribir. Tal vez debamos reservar el adjetivo malo para los escritores que no sepan darle música a un texto, que no entiendan la ductilidad de las palabras, que ignoren la gramática o no sepan que la gramática precisamente construye un pensamiento lógico. Esta es la función de la literaria, no servir a otros intereses. (Recuerda algo y se exalta). Mire, malo es que Amanda Gorman fuera elegida para recitar sus poemas en la toma de posesión de Biden por ser negra y por ser joven y no por ser una buena poeta.  Eso es una vergüenza para la literatura americana, para la literatura negra y para la literatura escrita por mujeres. Obviamente fue elegida por lo que representaba, no por su obra. Es una caricatura, no merece el nombre de literatura. Es como si un niño se pone a escribir un diario sin ser Ana Frank.

–Saramago decía que los autores hacen grande la literatura local y los traductores la hacen universal.

–Completamente de acuerdo. No reconocemos la autoría de los traductores. Yo no leo a Dostoievski porque no leo ruso. Leo a su traductor. Tampoco he leído el célebre poema de Gilgamesh, sino una interpretación. Les debemos una consideración que no tienen, sacrifican su nombre en favor de la obra. Son autores sin firma. Borges decía que tenemos que considerar la traducción como el borrador de un texto. En realidad, es la muestra de hasta qué punto un texto es mudable y no existe un texto definitivo. Cito de nuevo a Borges: “el único texto definitivo se debe a la religión o a la pereza”.

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–No sé si lee en formatos distintos al papel.

–No tengo libro electrónico ni móvil… Es mi elección. Algunos dicen que no tienen más remedio y que se lo exige su trabajo. Esos trabajos existían antes del móvil. De todas maneras, vivimos en la tecnología de nuestro tiempo. Mi opción también es mi renuncia (Cuenta que no puede comer en el hotel donde se aloja porque al no tener móvil no puede leer el código QR de la carta). Prefiero sufrir las consecuencias, al contrario del 99,99% del mundo. Por otra parte, los cambios siempre han sucedido. Seguro que cuando se pasó de la tableta de arcilla al papiro hubo un enorme revuelo. Habría quien se quejaría de que se perdía el olor del barro, la vista del texto completo y quien defendería la comodidad de llevar un papiro enrollado bajo el brazo. Siempre hay argumentos a  favor y en contra de todo. Cuando yo dirigí la Biblioteca Nacional de Argentina digitalizamos muchos fondos, no solamente para la investigación o para la conservación, sino para hacer accesibles los libros a los que viven lejos o no tienen una gran biblioteca cerca. Eso está bien y es bueno. La biblioteca virtual, en ese sentido, es una maravilla.

–O sea que la lectura pervivirá sin libros.

–Somos animales lectores. La pregunta no es si sobrevivirá la lectura, sino si sobreviviremos nosotros. (Pone gesto grave, aunque sin abandonar un deje irónico).  No tengo la respuesta. Estamos suicidándonos colectivamente todos los días desde todos los puntos de vista. Hay científicos que incluso ponen una fecha límite –2300– para que los mares dejen de ser lugares con vida. Políticamente la vuelta de la derecha en el mundo es una manera de suicidio, de volver a los genocidios o a los odios de la Segunda Guerra Mundial. Mire a Ucrania, a China –por inexpugnable que sea y el silencio que la rodee– o a Estados Unidos queriendo acabar con el derecho al aborto, la libertad sexual, y los matrimonios gays. Después vendrá eliminar el derecho al voto  de aquellas personas vulnerables o con discapacidades… Se está destruyendo el sistema democrático y esta es una señal del fin de una civilización y de una especie.  Siempre hay posibilidades para sobrevivir, si queremos sobrevivir. No estoy seguro de que queramos.

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–¿Para qué nos ha servido el conocimiento?

–Buena pregunta. Mire, las bibliotecas están para eso pero son sujetos pasivos, no son instrumentos activos. Tenemos que usarlas. Verdaderamente la situación actual es difícil de entender. Tenemos enormes fortalezas, capacidad de invención, humanidades, ciencia. Instrumentos para ver venir y prevenir el desastre. Pero dudo de que queramos hacerlo. Nos debatimos, como decía Freud, entre Eros y Tánatos. Por un lado, el impulso erótico; por otro, la atracción destructiva de la muerte. Le recomiendo un libro de Alessandro Baricco: una pieza de teatro que recrea la Ilíada y en la que las protagonistas femeninas alertan del amor por la guerra de los hombres.  Las guerras no las provocan solamente la codicia, la industria de las armas o los ardores nacionalistas, La amamos. Amamos la sangre. Solamente nos salvan otras pasiones, como el amor, supongo. Pero no se sabe quién gana en esa contienda. Yo, ahora, no lo sé.

–Tal vez si mandaran las mujeres…

–¿Quiénes? ¿Indira Gandhi, Margareth Thatcher, Golda Meir? No: somos la misma especie y herederos del binarismo pitagórico. Hemos tomado como canon absoluto para definir el mundo la dualidad hombre-mujer, blanco-negro, derecha-izquierda. No siempre fue así. Otras culturas usan otros paradigmas. La sexualidad es fluida. Es una realidad. Debido a este mundo binario definimos al hombre como praxis y a la mujer como logos. Algunos interpretan a Hamlet como un personaje femenino, por su duda, y a Clitemnestra como uno masculino. Son etiquetas, hijas de los prejuicios. Pura pereza. ¡Sería tan interesante borrar lo escrito y empezar otra nueva narración! Doris Lessing escribió una novela –La grieta– imaginando una sociedad de mujeres. Es un planteamiento interesante. Ahora andamos con el transgénero o la transexualidad, que es algo que existe y que nos vemos obligados a nombrar. En realidad somos muy perezosos. Buscamos dogmas para evitarnos problemas. Son dogmas que nos alivian y que no nos obligan a pensar en profundidad. Así nos va.

 

–¿Nostalgia del Absoluto? ¿Nostalgia de Steiner?

–Exactamente eso. Y de qué manera estamos olvidando a grandes pensadores como Steiner, Calasso o Ortega y Gasset, por ejemplo. Es consecuencia del nuevo lenguaje dogmático y de la crítica banal que nos rodea.

–¿Siempre se aprende?

Yo sí. Ahora ando con el portugués. Nací entre el inglés y el alemán (se crió en Israel, donde su padre era embajador y su abuela hablaba yiddish) y estoy acostumbrado a leer y hablar varias lenguas. Hace veinte años lo intenté con el ruso y con el chino pero no lo logré.

–¿Obligamos a los escolares a leer el Quijote?

–Un Estado es lo menos que puede hacer. Pero los efectos dependen de los maestros. Siempre me preguntan qué libros deben incluirse y cómo en las enseñanzas medias y en los primeros años de la escuela.  Siempre digo lo mismo: no vamos  a lograr que el cien por cien de los niños lean. Jamás ha pasado ni pasará. Pero podemos comunicar la pasión por la lectura y contagiarla. Para eso el profesor tiene que ser un lector entusiasta porque los niños huelen la hipocresía y la impostura. Solamente se dejan seducir si de verdad sienten esta pasión. Yo tuve un profesor de Secundaria que leyó El Quijote con nosotros durante un año. Fue fascinante. Logró que compañeros míos que no eran lectores se interesaran. No todos, pero sí algunos que de otra manera no lo habrían hecho. No hay fórmula que funcione pero es nuestra obligación intentarlo.

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–¿Hay algún libro que regale con insistencia?

–No, no. Nunca debe regalarse un libro sin pensar en el otro. Yo siempre elijo aquello que sé que a la otra persona le puede conmover o interesar. No se trata de dar tus preferencias. Se trata de pensar lo que de verdad la interesa a aquel al vayas a hacerle el regalo. Por lo tanto, no tengo un título que repita. No.

–A veces somos celosos de lo que nos gusta y nos fastidia compartir.

–(Ríe) Cioran escribió que cuando Borges se hizo famoso dejó de leerlo. Quería que fuese solo para él. No es mi caso. Me da exactamente igual. Cuando leo, yo soy el lector. Que cada uno lo sea a su manera. (Se levanta impetuoso y desafía el calor de las tres de la tarde  lanzándose a la calle para buscar una librería).