Pessoa: poesía, vida, cabotaje
Manuel Moya firma para Ediciones del Subsuelo una apasionante biografía del poeta portugués (con sus infinitos heterónimos) que fija los instantes vitales de uno de los clásicos contemporáneos
24 marzo, 2023 19:00La existencia, igual que la escritura, es una sinfonía. Al principio todos la imaginamos como una estructura ideal, armónica, heredada en unos casos o admirada, en otros, pero su música, el constante devenir del alma que nos contiene, nos lleva más pronto que tarde a donde ella quiere. Al repasar los días que vamos dejando atrás creemos encontrar una determinada pauta o regularidad; en el fondo sospechamos que sus únicos sustratos son la incertidumbre y la certeza de haber sido conducidos por los acontecimientos, cual marionetas de un teatro de guiñol o piedras lanzadas al aire desde el lecho de un río desbordado.
Uno de los logros de la excelente biografía que el escritor onubense Manuel Moya, poeta de Fuenteheridos, le ha dedicado a Fernando Pessoa –El hombre de los sueños–, editada por Ediciones del Subsuelo, el sello barcelonés que comanda Laura Claravall, es su forma de dotar de asidero al caos (datos, instantes, días y noches, versos) que rodean al poeta portugués sin alimentar los abundantes lugares comunes que han ido adhiriéndose a su figura.
Pessoa es un icono: un tipo fino, artista secreto, diablo enterrado dentro de sí mismo. Una personalidad escindida en otras muchas más, igual que un cristal roto. Una criatura de cafetín, librerías y tranvías tristes; también fue durante medio siglo el nombre de un túmulo en el camposanto lisboeta de Dos Prazeres, hasta que sus restos fueron trasladados al claustro del monasterio de los Jerónimos, donde desde los años ochenta una escultura vertical de Lagoa Henriques acoge unos versos de Ricardo Reis, uno de sus múltiples yo: “Para ser grande, sé íntegro: nada / Tuyo exageres ni excluyas. / Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres / En lo mínimo que hagas. / Así en cada lago la luna toda / Brilla, porque alta vive”.
Moya, traductor, editor y devotísimo (ma non troppo: les separan las ideas políticas) del autor del Libro del desasosiego, ha compuesto una panorámica integral del Pessoa persona –valga la redundancia– de setecientas páginas, escritas en algo menos de un año en jornadas de trabajo intensivas. En pandemia. El fruto de su esfuerzo es un libro ambicioso en el fondo y, ante todo, en la forma. Una obra que va a perdurar. En ella encontramos ingredientes de toda laya y condición: peripecia, historia, psicología, evocaciones, amplia documentación, desengaños, hechos, incluso hipótesis. Todas luces de la gloria y las sombras de una vida.
Aunque lo que otorga su mayor atractivo a esta obra es la reflexión, canalizada a través de un estilo rico y poderoso, donde la experiencia íntima de quien escribe importa tanto o más que la sobria erudición del experto. Moya, por supuesto, sabe muchísimo de Pessoa, pero su caudal de conocimientos –condensados en este libro y en sus traducciones– procede de la lectura sonámbula, como traductor, de la obra del escritor portugués, ingente, desordenada, confusa a veces, pero tocada por la levedad de la emoción y el extraño don de la naturalidad.
Como otras relaciones biográficas, Moya comienza su libro con un desmentido: Pessoa no fue un meteorito extraño caído sobre la Tierra. No es el Bernardo Soares de la calle Douradores. Participó, como sus contemporáneos, en los sucesos políticos y sociales de su tiempo. No se le puede considerar un pequeño burgués marginal ni un desconocido, aunque frecuentara los comedores más humildes de la Baixa y anduviera siempre por el Chiado a la cuarta pregunta, sin blanca, trastornado por las miserias de la vida rutinaria. Tampoco debe calificársele como un escritor secreto, aunque se presentase en público como traductor (de cartas comerciales) y limitase su ambición literaria al ámbito de la vocación.
La foto canónica del poeta, en realidad, enuncia un enigma: ¿Quién fue realmente el creador de tantas máscaras, capaz de ser un individuo y encerrar en su interior una multitud de voces poéticas? ¿Cómo se explica que un oscuro oficinista, peatón perpetuo, un pobre hombre, haya pasado a la posteridad como uno de los escritores más importantes de la modernidad? Aquí reside el suspense que alumbra la apasionante narración de Moya, que traza su propia novela sobre Pessoa con los materiales del investigador y la mirada del poeta.
La imagen que proyecta es la de un niño desubicado al que le sucede algo insólito: la gente a su alredor muere y él envejece. El poeta portugués de este estupendo libro no está encerrado en la jaula dorada de la posteridad. El Pessoa de Moya está vivo, cambia, evoluciona, se contradice y se deteriora por el roce inmisericorde del tiempo. Es un racionalista. Se expresa y actúa como un caballero británico aunque nos haya dejado, movido con el fanatismo de un grafómano patológico, un cofre de los tesoros con 30.0000 páginas del mejor portugués moderno.
Moya lo compara con Sísifo, el protagonista del mito griego al que los dioses condenaron a arrastrar una piedra para, una vez logrado su objetivo, volver a comenzar de nuevo, en vez de quedar liberado de tan infame tarea. En términos sociales, fracasó en casi todo, aunque sus quebrantos personales –ésta es la tesis de su biógrafo– sean el magna que ha configurando su universo, extraño y fascinante, al que cuesta entrar pero en el que, una vez dentro, vemos la existencia como una sucesión de fragmentos cuyo sentido depende de nosotros.
El Libro del desasosiego, su gran obra en prosa, hecha de anotaciones circunstanciales, quedó incompleto. El banquero anarquista, una joya maestra (en miniatura) de la sofística, no pasa de la condición del breviario de ocasión. Pessoa tenía una ambición colosal pero tropezaba con la vulgaridad ambiental. Fue un Ícaro que no pudo volar mucho y, en su caída, terminó conectando con la sensibilidad moderna, hecha de tonos grises, sombras y naturalismo. La frustración cotidiana alimenta su poesía, que, sin embargo, aspiró siempre a la fantasía.
Es este contraste, sentido como ambivalencia, el que cincela su código literario, incluso el que se prologa en sus famosas personalidades –paralelas a la voz principal– hasta forjar toda una constelación. La diseminación heteronómica parece fruto de su afición por los parlamentos de Shakespeare, donde es el verbo quien traza la personalidad de los personajes. Quienes más aman las palabras las reservan (para sí mismos): son los solitarios. Pessoa forma parte de esta élite espiritual, misántropa y fatalmente sensible e incomprendida.
Moya logra en esta biografía –la primera escrita en español, ya que la de Ángel Crespo (La vida plural de Fernando Pessoa) reúne una colección de ensayos literarios con ciertos pasajes vitales– momentos muy emocionantes, como corresponde a la prosa de un poeta. Sucede por ejemplo al relatar la infancia del escritor portugués, marcada por la demencia de su abuela, cuyo fantasma no le abandonará nunca, la temprana muerte del padre –a los cinco años de su edad–, el trágico deceso infantil de su hermano o el segundo matrimonio de su madre, que lo conduce desde la Lisboa del Largo de San Carlos, en el Chiado, a Durban, la colonia británica donde consumiría un decenio de sus días. En Sudáfrica vive sus años oscuros. Allí forja su personalidad sobre un fondo de carencias emocionales –nunca se sintió querido– y con la sensación de extranjería instalada en la médula.
A Lisboa, de donde no saldría en treinta años, regresa en 1905 en un barco –el Herzog– con destino a Hamburgo que hace escala en el estuario de Tajo. De él desciende un joven enjuto, con menos de veinte años, en busca del paraíso arrebatado. El desenlace de esta segunda vida no tolera, sin embargo, la vuelta al origen. Pessoa buscaba un imposible: su pasado sólo existe en su imaginación. Es un recuerdo desmentido por una realidad tiránica de cafés sucios y barrios –Ourique, Estefânia, Benfica– donde su vida interior se disocia de la exterior.
El eterno hombre del gabán cultivará en su ciudad una sociabilidad instrumental en oficinas, tertulias, asociaciones esotéricas, revistas literarias y en lances políticos, pero durante todo este tiempo no deja –en paralelo– de hablar solo, escribiendo. Moya se extiende en el perfil ideológico del poeta, ausente del retrato oficial de Pessoa, que se definió como monárquico (creía en el Portugal imperial mientras sus colonias agonizaban), anticomunista, antisocialista, cristiano gnóstico, ocultista aficionado, masón y contrario a cualquier Iglesia. “Combato” –escribió– “contra los tres asesinos: la Ignorancia, el Fanatismo y la Tiranía”.
Parecen posiciones rotundas para un individuo que tendía a la ensoñación como mecanismo de autodefensa, pero se explican por las contradicciones que habitaron en el interior de su personalidad: el poeta portugués quiso volar alto, como una cometa, pero la ausencia de viento favorable lo postró una y otra vez en el suelo, fatigando y destrozando sus anhelos. Era discretamente pobre, pero emprendía negocios –entre ellos, la tipografía– para ser rico y liberarse de las servidumbres sociales y económicas. Nunca lo consiguió. Se refugió entonces en el ocultismo, el alcohol y las cartas astrales. Ambicionaba que su embarcación saliera a alta mar, pero sus estrechas posibilidades únicamente permitían la navegación de cabotaje.
Eterno inédito –publicó sólo cuatro libros– y con el don de Babel: podía escribir con estilos distintos sin contaminarse por el tránsito entre su voz principal y las restantes, cuyo origen no está –según Moya– en ningún extraño sortilegio o poder mágico, sino en el mecanismo que el niño que fue desarrolló tras la destrucción súbita del marco familiar: hablar con amigos imaginarios. Algo que todos hemos hecho de niños, pero que, en su caso, se prolongó en la madurez, adoptando además una formulación artística a través de personalidades literarias.
La multiplicidad de voces, esta polifonía cultivada hasta el paroxismo, continúa deslumbrando a muchos de los interesados en el poeta, acaso más pendientes de su mito que de su obra, pero su vigencia literaria no responde a este exotismo, tan útil para su caracterización, sino a un hecho más humilde y poderoso. Lo resumen las palabras del propio Moya: “Su obra posee una densidad humana poca veces vista. Por eso se le lee”. Y, sin duda alguna, se le seguirá leyendo. Es uno de los grandes. Perpetuo presente continuo.