Mario Muchnik: el editor que descubrió a Elías Canetti
Afincado en Barcelona con su esposa Nicole, ejerció de editor con su cámara de fotos y una personalidad desbordante
28 marzo, 2022 18:46El tiempo es la voz. Cuando empezó Mario Muchnik el cambio de estilo iba a producirse sin anuncios previos; pilló desprevenidos a los que glosaban el Boom y a unos cuantos más. En su casa de Barcelona, al principio de los ochenta, Muchnik, recibió a Julio Cortázar junto a un grupo de periodistas y amigos. El autor sobresaliente de Rayuela, ya muy consagrado en la alharaca latino- americana de los sesentas, acababa de publicar Nicaragua tan violentamente dulce, una pequeña perla de las letras poéticamente armadas; y poco tiempo después, en Managua, algunos tuvimos la suerte de volver sobre el tema junto al gran autor argentino, el hombretón huesudo de erres germánicas. Cuando viajaba al país centroamericano, Cortázar recibía una pequeña bienvenida y se trasladaba de inmediato a la Costa del Pacífico, a casa de su amigo Sergio Ramírez --actualmente exiliado en España-- y de su esposa, Tulita. Después daba un tour por el norte del país en guerra, en los momentos más dramáticos de la Contra desatada por Ronald Reagan. Evocar aquel momento “entristece de pronto como un viaje”, especialmente después de un comunicado reciente de la OEA calificando a Daniel Ortega como lo que es: un sátrapa aislado y vengativo.
Poco después de que el argentino Mario Muchnik y su esposa, Nicole, se instalaran en Barcelona, el editor retomó la ceremonia de anticipación con otro maestro: Elías Canetti, el Nobel de 1981 que se convirtió en la gran estrella del sello Muchnik Editores. El autor de Masa y poder, que se había pasado décadas pensando en la singular dialéctica a la que obedece el enfrentamiento entre los poderosos y los sometidos, era un disconforme de mirada severa y palabra sosegada. El mismo rey Gustavo de Suecia le entregó el premio como es costumbre y ambos aprovecharon la distensión del brindis posterior al acto para establecer una conversión. Canetti se explayó al contarle por qué, en el discurso de entrega, había dedicado el Nobel a Kafka, Musil, Broch y Karl Kraus. Gustavo le preguntó “¿Usted es un hombre normal no? Pues piense que Kafka era un pequeño empleado bastante enfermo; y usted en cambio es un hombre de mundo ¿verdad?”. El nórdico es un enclave mental diametralmente opuesto a la Mitteleuropa de Canetti y los suyos. Cuando el escritor le contó al monarca que su empresa editorial había publicado la Carta al padre de Kafka, recibió un “ah es bueno..¿No?”. Canetti olvidó aquella conversación extraña de un rey con un plebeyo lito, hasta que Mario Muchnik, su editor, la publicó en sus memorias, fragmentadas recogidas en textos como Banco de pruebas, Léxico editorial o Ajustes de cuentos, en las que no luce la fuerza del destino sino el deber moral de la palabra.
Los papeles autobiográficos del editor consuman la estela de un trabajo redactado sin paños calientes para el buen entendedor de la capital literaria de habla hispana. Así se tratase de desvelar los egos de escritores, de colegas y amigos o de los intentos de algunas viudas, como la de Rafael Alberti, por manipular el legado poético de un grande. Hace menos de un año, con la salud ya resquebrajada, el editor sacó a la luz Mario Muchnik, editor para toda la vida, un libro de conversaciones con el periodista Juan Cruz. En su último tramo, fundó la empresa Del taller de Mario Muchnik, su testamento vital-intelectual --reeditó a Kenizé Mourad, Primo Levi o Carlo Ginzburg-- y reordenó su propio legado fotográfico en blanco y negro, con momentos inolvidables de Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, André Malraux, Daniel Cohn-Bendit, o Gabriel García Márquez.
El sabio que fabricaba premios Nobel
No había pasado más de un cuarto de siglo de la publicación de Canetti, el día en que Mario encargó la traducción de Abdulrazak Gurnah. Una vez más, pero con una espera más larga: el escritor tanzano, instalado en Londres, fue galardonado por la Academia Sueca en 2021. La nariz de Mario no era la de Pinocho, pero su memoria a la hora de reconocer esfuerzos y éxitos si era prodigiosa. Trabajó con el mismo encono de los Carlos Pujol, Pere Gimferrer, Castellet o Xavier Folch, entre los consagrados.
Mario Muchnik, nacido en Buenos Aires en 1931 y de origen judío-ruso, falleció el domingo en Madrid a los 91 años. Estudió Física y aun siendo un hombre de letras nunca olvidó su raíz científica, una fiebre recibida de su padre Jacobo, el inolvidable forjador del sello Fabril Editora, que tradujo la obra de Witold Gombrowicz. La dualidad de ciencias y humanidades, que Mario lucía como una herencia celebrada en la Institución Libre de Enseñanza, le condujo hasta la obra de Oliver Saks, el influyente neurólogo y ensayista, con destacada presencia en el portfolio del editor.
La primera etapa barcelonesa quedó grabada en la memoria de los Muchnik. El editor enlazó aquel presente con el pasado bonaerense encajado en el recuerdo de Alberti y María Teresa, cuando, yendo en coche por la Calle Corrientes, ellos dos cantaban El pino verde y Los cuatro generales. El antifascismo de un judío errante se inocula por el corazón. Mario lo comprobó en Roma, en el piso de la Calle Garibaldi donde vivían los Alberti años más tarde; pasaron noches vino y poesía, acompañados de Miguel Ángel Asturias y su mujer, Blanquita y con Vittorio Gassman, después de una noche recitando a Rafael en el teatro.
Calvino, Moravia, Miller, Ferrater, todos…
En 1980, Italo Calvino, que como se sabe tartamudeaba en público, dio una conferencia en el Liceo Francés de Barcelona y al confundir la búsqueda con el silabeo, alguien le soltó a grito pelado: ¡Puede hablar en italiano si quiere! Calvino solo dijo É…é lo steso en medio de una risotada general. El editor había conocido a Calvino en el primer Premio Formentor, con Jaime Salinas ejerciendo de secretario y Carlos Barral de maestro de ceremonias. Allí entabló contacto con Vittorini, Henry Miller, Alberto Moravia, Monique Lange o Gabriel Ferrater. Mario y su esposa, Nicole, vivieron un tiempo en Nápoles; el editor, que tenía una Rolleiflex de 6x6 le mandó a Calvino un conjunto de láminas y le propuso una reedición de El barón rampante, con sus fotos, pero Giulio Einaudi les paró los pies a ambos. Se vieron después en San Remo, donde Calvino veraneada en una villa preciosamente destartalada, de jardín añejo bajo el sol, como recuerda Muchnik en su libro memoralístico Lo peor no son los autores. Luego cambiaron ambos de metrópoli, jugando acaso a Las ciudades invisibles. La estancia en París no les duró. Muchnik quería una nueva gran novela de Calvino y le dijo que si no la escribía, en su gran momento, se iba a arrepentir. Pero de arrepentirse nada, porque la palabra y su sentido narrativo siempre están ahí colgadas por si alguien decide utilizarlas. Escritor y editor cerraban un ciclo, cuando Calvino contestó: "lo importante es mirarlo todo a ciglio esciutto".