Joyce y Woolf, una rivalidad
El novelista irlandés y la escritora inglesa exploraron al mismo tiempo el comportamiento del lenguaje en la mente y la fluctuación de las emociones
8 febrero, 2022 00:00Pese a que el tiempo es una sustancia misteriosa hay dos rasgos de su comportamiento de los que una persona cabal no puede dudar: que el reloj de agujas dará dos veces al día la misma hora, y que todos los días la cultura estará celebrando algún aniversario: el de una muerte, un nacimiento o la publicación de un libro, ¡se han escrito tantos! ¡Ni un día sin juerga en la cultura! El año pasado, el 2021 fue año grande para la novela, Flaubert y Dovstoievski, nada menos. Pero atención cómo ha venido este centenario del Ulises de Joyce y de La tierra baldía de T. S. Eliot, solo cabe lamentar (a efectos de la jarana) que Virginia Woolf dejase La señora Dalloway para 1925. Se podría calificar 2022 (como hacen algunos desaprensivos) como el año del gran centenario modernuki. En 2022 también celebramos el centenario de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, de la escritura de las Elegías de Dunio de Rilke, del Tractatus logico-philosophicus y de Trilce de César Vallejo; se van a poder leer los suplementos como quien viaja por los pueblos de España en agosto, de fiesta en fiesta.
Bromas aparte, con toda la carga arbitraria que tiene esta cultura de la celebración de los aniversarios, lo cierto es que obliga a reconsideraciones periódicas de libros importantes, como desde luego son los que nos ocupan. De las aventuras biográficas de Joyce y del relieve del Ulises seguro que han leído profusamente, igual que yo, y quizás tengan la misma impresión, que llevados por la épica del momento un número considerable de comentaristas han focalizado la discusión sobre la importancia histórica del libro, asegurando que cambió la literatura para siempre, partiéndola en un antes y en un después. Y lo cierto es que las cosas, cuando se trata de literatura, nunca son así. La novela (ya no digamos la poesía) es un campo demasiado amplio, abierto y múltiple, pasan demasiadas cosas, en demasiados países, para que una novela pueda congelarlo todo y cambiarlo para siempre. Sin ir más lejos, mientras pasaba el Ulises, también pasaba En busca del tiempo perdido.
Lo más útil para el lector, y lo más justo con la novela (con cualquier novela) sería abandonar las generalidades y señalar los méritos propios y específicos. Que en el caso de Joyce son múltiples y variados. Pero como este artículo (el de los méritos) ya se ha escrito muchas veces (esa combinación única de audacia técnica, oído prodigioso y calidez humana), me detengo en la idea de variedad y disidencia dentro del género, pues ni siquiera debemos irnos a Francia o a escuelas rivales, para sentir el rechazo. Dentro del mismo cogollo de escritores ingleses (o de las islas) encontramos los reparos, nada menos, que de Virginia Woolf, a quien se la suele mencionar como compañera en la revolución que el Modernism supuso para las letras inglesas (¡o las mundiales!, si el reseñista se levanta campanudo).
Escuchemos a Woolf: “Me parece el libro de un obrero vulgar y autodidacta, ¿y qué escriben los obreros autodidactas? Obras centradas en ellos, sin otra sutileza que la insistencia, escandalosas para llamar la atención... y a fin de cuentas repugnantes. ¿Quién quiere comerse un filete crudo pudiéndolo cocinar?”. Son palabras duras, pero merecen dos salvedades. En primer lugar, que se trata de palabras escritas en un diario, y no pensadas para la publicación, lo que las vuelve más bien dudosas, o por lo menos nos obliga a cogerlas con pinzas.
Suele considerarse que la verdad de lo que uno opina está en lo íntimo, en los escritos ocultos, pero a poco que lo pensemos dos veces es una asociación insostenible. También hay una verdad de la palabra pública, modulada para la expresión precisa, que no tiene que respetar la palabra privada, donde muchas veces de lo que se trata es de exagerar, de explorar ramas de nuestra opinión de las que no estamos del todo seguros y que necesitamos llevar al extremo aunque sea para purgarlas de emociones parasitarias, como la envidia, el estupor, la incomprensión o los celos.
La segunda precisión tiene en parte que ver con los celos, o por lo menos con la rivalidad (en el sentido de admirar, emular y tratar de hacerlo mejor), un motor sin el que la literatura no existiría. Al fin y al cabo, Joyce y Woolf no solo estaban explorando vías literarias parecidas (el comportamiento del lenguaje en la sede de la mente, el discurso interior de la conciencia, lo fluctuante de las emociones) sino que compartían el mismo tribunal; del que Eliot (que admiraba la inteligencia de Woolf, pero más el Ulises) bien podría ser el sumo sacerdote. Woolf no tenía hacia 1922 nada que oponer al Ulises, apenas El cuarto de Jacob. Una novela meritoria, pero irregular. Pese al tono de la entrada del diario que hemos recogido, y las crestas de clasismo de las que Woolf no podía desprenderse (pese a que fue cada vez más consciente, y terminó usándolo en beneficio de sus novelas), el examen del Ulises de Woolf se sostiene en uno de los respetos más altos entre escritores: se siente concernida, íntimamente atacada, desplazada del área donde esperaba hacerse fuerte, no puede despegarse de los logros de Joyce.
Pocos años después (aunque pasados los fastos de 2022) la cosecha literaria de Woolf incluía La señora Dalloway, Al faro, o Las olas, que en conjunto pueden medirse sin mayores problemas con el Ulises. Woolf moduló la técnica del Joyce, en relación a la dirección que llevaba en El cuarto de Jacob, para volverla más amplia, esos arcos de corriente de conciencia que saltan de una mente a otra, como si aplicase a la técnica joyceana, las cadencias de Proust. Al fin y al cabo, una novela importante (y Woolf nunca dudó que el Ulises lo era) no abre caminos, los cierra. Aunque dé la impresión de que muchos escritores siguen su estela, están pálidos y escriben novelas pálidas.