La cultura en la España intramuros
El franquismo, que supuso el retroceso cultural de España e implantó la censura, condicionó el trabajo de escritores y artistas, pero no pudo impedir la disidencia íntima
22 enero, 2022 00:10La eternidad de un instante lo explica todo. A la vista del desastre de la Guerra Civil española, uno tiene derecho de preguntarse por qué entre los generales africanistas no hubo un marqués de Spínola apoyando su brazo sobre el hombro de Justino de Nassau, como en La rendición de Breda de Velázquez. En Holanda, en 1625, Breda fue un signo de respeto por el vencido ¿Por qué no lo hubo en el 39? Digamos que entonces, en pleno siglo XX, el código castrense impuso la regla del jefe supremo de la cruzada: “La historia la escriben los vencedores”. Y así empezó la autarquía, un aislamiento con escasísimas filtraciones como la del ministro de Educación Nacional, Joaquín Ruiz-Giménez, un demócrata-cristiano de los círculos católicos, que se mantuvo en el cargo hasta 1956, cuando fue cesado por autorizar el II Congreso de Poesía en Salamanca y el de Escritores Jóvenes, impulsado por Dionisio Ridruejo, el falangista disidente. Aunque el puño de hierro le enseñó la puerta de salida al brazo político de la mitra, la suerte estaba echada: la cultura bajo el Antiguo Régimen latía desde mucho antes.
Tras el fin de la contienda, en el corazón del sistema la grandilocuencia aparente se hizo íntima hasta convertirse en banal; después de aplastar el edificio republicano, el franquismo rechazó también la escenografía absolutista de la Restauración; se desprendió del azabache y del verde celadón. Las partidas de caza sustituyeron a los encuentros en palacetes de marqueses y duques, refugiados en jardines ajados y belvederes desconchados. Durante el frío autárquico, el escenario se volvió severo, moral y austero. El sistema se refugió en la picardía galante para rechazar de plano la perversidad burguesa. Pero el reduccionismo del partido único, Falange, sembró la disidencia desde dentro. Y gracias en parte a este efecto rebote, el entrismo cultural llegó mucho más lejos de lo que esperaba León Felipe, cuando desde su exilio en México limitó sin remilgos la fractura de los españoles: “…del lado de las harcas, cayeron los obispos y del lado del éxodo, los poetas”.
En los primeros cuarenta, la literatura mostró ejemplos inesperados como el de Carmen Laforet, ganadora del Premio Nadal en 1945, con Nada, arrebatándole el galardón al turbio César González-Ruano, que lo daba por hecho, auspiciado por Editorial Destino de Barcelona y que después del disgusto acabó recobrando la gloria y los halagos al Régimen desde sus columnas en El Heraldo, Época y ABC. La disidencia de Laforet nunca fue política; su propio comportamiento revelaba una necesidad imperiosa de disfrutar de una libertad íntima que se expresa más allá del núcleo familiar.
La editora y autora Esther Tusquets lo definió muy bien medio siglo más tarde en Habíamos ganado la guerra, una crónica que ensalza el heroísmo particular en tiempos difíciles, como una forma primigenia del fin del consenso franquista. Dandy crápula con bigotillo facha, González Ruano exudó tinta de calidad y atravesó varias veces el paseo madrileño de Recoletos para oficiar en dos tertulias a la vez en el Café Gijón y el Teide. Al ritmo de su estilográfica, iban cayendo los últimos mohicanos: Maeztu, Azorín, Unamuno, Bergamín, Chaves Nogales o Julio Camba.
Del horror de la guerra salió el nuevo ciudadano medio, un sujeto sabiamente arcaico, en medio de un paisaje lleno de contrastes y claros de luna. Representó al arquetipo que no consume arte ni compra libros, en espera del don apacible de lo espontáneo. La España de la “pertinaz sequía” practicaba un naturalismo inconsciente; el paisaje parecía hecho a la medida del vecino y el alma humana era entonces una geografía. Campo y ciudad se mostraron como polos enfrentados en la serie El trigo del pintor Josep Guinovart, un futuro vanguardista. Para los propagandistas del sistema, “la vida en las ciudades es perniciosa para la salud mental y desmoralizadora por los permanentes estímulos psíquicos de los bajos instintos”, proclamó el médico Antonio Vallejo-Nájera, introductor de la eugenesia ibérica.
Las dos Españas prexistentes habían dado paso a una tercera: la del exilio interior. Para defenderse de un poder abrasivo, la cultura dejó de comportarse como ejemplo de virtud para acercarse a la púrpura mirífica de los nuevos mecenas. Así ocurrió con la irrupción del Postismo, un movimiento literario con ramificaciones artísticas surgido en Madrid de la mano de Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro y Silvano Sernesi; fue el primer intento de recuperar la irreverencia de las vanguardias en aquel país gris y hambriento. El Postismo desencadenó corrientes subterráneas interconectadas por críticos sobresalientes, como Eduardo Cirlot, Santos Torroella, Eugeni d’Ors o Sebastian Guasch.
Ellos establecieron las nuevas bases metodológicas en las que se incluían ya los desvelos de la Escuela de Altamira, la tertulia de Cobalto y la simiente de lo que significarían colectivos de artistas plásticos como El Paso en la capital y Dau al Set, en Barcelona. Con D’Ors, como Jefe Nacional de Bellas Artes y Secretario Perpetuo del Instituto de España, volvieron los bodegones, el academicismo, la tradición clasicista y parte de las vanguardias. España seguía a Italia y Alemania en materia de arquitectura nacional-socialista y ofrendaba ante el altar estético y metafísica de De Chirico. Se produjo un cruce entre la lucidez del espíritu y la resurrección de la carne.
Detrás del trauma y la censura aparecían las continuidades. Por las grietas de ruralismo oficial entraron en las ciudades las conexiones con los movimientos internacionales. La diáspora se dejaba sentir en el exterior, pero en la España de los cuarenta, los dados del destino cultural se movían intramuros. Muchos exiliados actuaron como referencia –Picasso, Max Aub, Renau, Maruja Mallo, Margarita Xirgu, Manuel de Falla– reflejada en el interior, donde convivieron los afines, fue el caso de D’Ors, con los críticos, como Joan Miró, que regresó en el temprano 1942 para ocupar su particular insilio, siguiendo un modelo opaco y sin rendijas, equivalente al del poeta del 27, Vicente Alexandre, en su domicilio de Velintonia (Madrid), donde el Nobel resistió pese a su “mala salud de hierro”.
En pleno casticismo reinante, apareció el nuevo teatro siguiendo la vanguardia de preguerra establecida por La Barraca y dramaturgos formados durante la República, como Jacinto Benavente y Enrique Jardiel Poncela. Este último fue considerado como el renovador del humor, junto con Edgar Neville y Miguel Mihura, fundador de la revista La Codorniz. De este principio hasta llegar a la figura transformadora de Buero Vallejo se anduvo un camino arduo y vigilado por la censura.
Los logros intelectuales de la diáspora fueron glosados dentro del país, como el amor por los objetos rotos que se recomponen en la celebración exagerada de una existencia lúgubre. La arquitectura atravesó un primer ímpetu mussoliniano, con el protagonismo de Luis Molla, autor del conspicuo Sueño Arquitectónico para la Exaltación Nacional, cuyo texto y diseño publicó la revista de Falange, Vértice. A las secuelas de aquella exaltación, el experto Cirici Pellicer las calificó de reproducciones, no de creaciones. Pero la renovación plástica de la piedra ya estaba ahí; hizo su aparición en las figuras de José Luis Fernández del Amo o Alejandro de la Sota. Casi de inmediato, el pabellón español en una Trienal de Milán enmarcó la ruptura. Sus creadores, José Antonio Coderch y Rafael Santos Torroella, presentaron artesanía, arte románico, vanguardia y hasta se permitieron un homenaje a Lorca.
Después de los juicios de Nuremberg, el No-Do hablaba de los nazis con distancia y el Palacio del Pardo cambió la Falange por el nacional-catolicismo. En medio de aquel tránsito se produjo el regreso, en 1945, de José Ortega y Gasset, el mejor filósofo español del siglo XX. Tras publicar dos libros de referencia internacional –La idea de principio en Leibniz y los Papeles sobre Velázquez y Goya– Ortega mostró un claro desdén hacia los que pretendían ser sus discípulos (Laín, Tovar, Ridruejo, Torrente Ballester o Rosales, entre otros) y obvió la presencia en la vida pública de los polígrafos estrechamente emparentados con el primer franquismo. Tampoco se compadeció de trayectorias que empezaron siendo volubles pero que acabaron apostando por la apertura de miras, como las de José María Valverde, José Luis Aranguren o Vivanco; y especialmente la de su mejor discípulo, Julián Marías.
La visión más disolvente de Ortega pertenece a Gregorio Morán en su libro, El maestro en el erial, cuando describe el regreso del filósofo a España, convertido en un profesor “fatuo y ridículo”, atravesando la frontera hispano-portuguesa en un “magnífico packard blanco”. Los guiños de Ortega al franquismo fueron atemperados por otros tantos gestos de distanciamiento y crítica más o menos velada, sin llegar a ser incompatible con su presencia en España. En cualquier caso, el resultado final constató la distancia más absoluta entre la cosmovisión orteguiana y la cultura oficial. Durante la posguerra y el pan negro, se discutió, se habló, se pintó, se representó y se editó; el pensamiento fue como el torso sedoso de un caracol que se desliza con habilidad llevando encima su pesada concha. Pasaron cosas; hubo vida en los tiempos del plomo.
El clima de estrechez económica e intelectual se alargó hasta 1953. Aquel año, España firmó el Concordato con la Santa Sede, rubricó los acuerdos con EE.UU (Eisenhower estuvo en Madrid) y abrazó oficialmente la abstracción. Era el fin de la autarquía. La muerte de Pío Baroja, tres años después, el 30 de octubre de 1956, constituye una instantánea definitoria de la complejidad de aquella primera transición. Acompañaron al furgón fúnebre del escritor vasco su biógrafo Miguel Pérez Ferrero, el pintor Eduardo Vicente y Camilo José Cela. Fue precisamente Cela quien escribió la crónica del sepelio en la recién fundada revista Papeles de Son Armadans. El de Baroja fue un final diametralmente opuesto a los fastos bajo palio. No hubo santos óleos ni música sacra; transcurrió de forma muy parecida al de los mejores personajes del escritor: Martín Zalacaín (Zalacaín, el aventurero), Juan Alcázar (Aurora roja) o Jaime Thierry (Las noches del Buen Retiro), tal como lo explica José-Carlos Mainer en su libro Pío Baroja (Taurus), la biografía canónica del gran novelista.
Algunos días antes, Baroja había recibido en la clínica de Argüelles la famosa visita de Hemingway, que llevaba bajo el brazo un obsequio: una edición de Adiós a las armas (con la dedicatoria, In homage from his disciple). El hombretón y Premio Nobel que había sido testigo del frente del Jarama, junto a John Dos Pasos, se plantó delante de la cama del escritor moribundo, que llevaba un pijama a rayas e iba tocado por un gorro de dormir orlado. La histórica instantánea salió publicada en la revista Time y de allí saltó a los manuales de literatura. Se cumplía ya una década del momento-ficción en las tertulias pobres en el Café Gijón, trasladadas por Cela a La Colmena, su mejor contribución, un libro costumbrista descollante que pronto se mezclaría con el humor negro de La Codorniz y a la postre con el cine de Berlanga. Desde el primer Cela hasta el último día de Baroja, la cultura española hirvió en el subsuelo de la vida institucional. Paradójicamente, la Arcadia feliz de la España campesina y pobre resultó un ingrediente imprescindible para la aparición hipnótica de la obra de Dalí, para el Postismo de posguerra o para la Escuela de Vallecas, siembra del abstracto peninsular liderada por Benjamín Palencia y refugio en los primeros años de Antonio López.
La intelectualidad española iba y venía desde la resignación a la resistencia, con todos los matices posibles, incluyendo el más común: el aguante, el ir tirando. Los noticiarios italianos de mayo de 1939, las fotos de los exiliados de Robert Capa, el óleo Arrangez vous de Esteban Francés y el cuadro El enigma de Hitler de Salvador Dalí, que presagia la Segunda Guerra Mundial, habían actuado de preámbulo de la cultura bajo el primer franquismo. Pero sus símbolos no se eternizaron. La irrupción del cine contribuyó a romper aquel macabro hechizo. En 1947 se creó la Escuela Oficial de Cinematografía (IIEC) con la intención de reproducir hasta el infinito las experiencias guerracivilistas de Juan de Orduña, Antonio Román y Saénz de Heredia (Raza) y Arévalo (¡A mí, la legión!).
Sin embargo, el castigo estético llevó su propia penitencia, gracias a los esfuerzos de Berlanga y Bardem. En el interín aparecieron figuras tempranamente inesperadas, como la del citado Edgar Neville, periodista, humorista, poeta y autor teatral, que fue capaz de conseguir una libertad creativa sorprendente para las estrechas miras del momento. En 1950, Neville rodó El último caballo, la primera película de estilo neorrealista del cine español. Cuando la eternidad iba a congelar la imagen de la España del caudillo, se celebraron el Congreso Eucarístico y el Referéndum de los 25 años de paz. Muy pronto, la contrapartida laica renovó sus bríos con novelas de alto voltaje, como El Jarama de Sánchez Ferlosio o Tiempo de silencio de Luis Martín Santos; fue también el momento de desgarradoras descripciones, como la presentada años después por Gil de Biedma: “Media España ocupaba España entera / con la vulgaridad, con el desprecio / total de que es capaz, frente al vencido, / un intratable pueblo de cabreros”.
Fue justamente El Jarama (Premio Nadal 1955) el cornetín del cambio de ciclo. Pero tuvieron que pasar diez años antes del complot de Juan Benet, Javier Pradera o Martín Gaite, en la naciente Alianza Editorial, y en el compromiso con la nueva empresa de Arnaldo Orfila, Siglo XXI, tal como lo cuenta Jordi Gracia en Javier Pradera o el poder de la izquierda. Paralelamente se ponían en marcha publicaciones como Ínsula, de José Luis Cano y editoriales, como Arión, de Fernando Baeza. La Transición daba sus primeros pasos entre bambalinas. Finalizaban los sesenta el día en que Manuel Sacristán tuvo que salir de la Universidad y que José María Valverde se despidió de su plaza escribiendo en la pizarra de su aula Nulla aesthetica sine ética, invirtiendo los términos del conocido dictatum de Nietzsche. En el penúltimo estertor del Régimen, Aranguren, Agustín García Calvo y Tierno Galván habían sido expulsados temporalmente de sus cátedras. Pero la cultura ya no se abría paso a machetazos; solo avanzaba, en cauteloso caudal, hacia la libertad.