Rafael Chirbes ante el espejo / DANIEL ROSELL

Rafael Chirbes ante el espejo / DANIEL ROSELL

Letras

Chirbes: mares anónimos, vidas vulgares

Los diarios póstumos del escritor valenciano desvelan la tramoya vital oculta detrás de la imagen pública del mejor novelista de la España de las dos últimas décadas

6 noviembre, 2021 00:10

“Después de muerto, nadie regresa para explicar el sentido de su último acto o padecimiento; y, sin embargo, todos sabemos que una historia se ordena desde el final; el final es lo que da sentido al conjunto”. El desenlace de la novela definitiva de Rafael Chirbes (1949-2015), el escritor más trascendente de la literatura española de los últimos dos decenios, contradice esta frase escrita por el propio novelista en un cuaderno de notas el 30 de abril de 1985, tres décadas y media antes de su súbito crepúsculo, cuando todavía ni siquiera había debutado como narrador –su primera obra, Mimoun, tardaría todavía tres años en salir– y se ganaba la vida como profesor de español (en Marruecos, destino mítico para muchos homosexuales internacionales desde los cincuenta) y, más tarde, como periodista gastronómico en la revista Sobremesa y en el diario El País, del que –cuentan– fue despedido por una reseña demasiado sincera sobre uno de los restaurantes propiedad de la familia Arango. La verdad, molesta.

De sus verdugos (simbólicos) no se acuerda nadie; de sus novelas, en cambio, todos aquellos con un mínimo de criterio literario que hayan leído los libros publicados en España en los decenios más recientes. Decíamos que Chirbes se desdice en sus diarios –A ratos perdidos, recién publicados por Anagrama, su editorial de siempre– porque, aunque no ha resucitado y oficialmente nos falta desde hace seis años, después de que un cáncer de pulmón fulminante terminase con sus días (y sus gloriosas noches), es él, en estos cuadernos de anotaciones, póstumos, quien otorga significado a una vida que, en el instante de pasar de la realidad sensorial a la intimidad confusa de sus libretas, donde escribía con estilográficas imperfectas, estaba por hacer y, en cierto sentido, también deshecha. 

El escritor Rafael Chirbes

El escritor Rafael Chirbes

A mediados de los ochenta, cuando España recién había salido de la oscura noche del franquismo, en el epicentro de la Movida, el escritor fija una estampa vital prematuramente sombría: con menos de cuarenta años ya sabe lo que es la orfandad real –su padre murió cuatro años después de su nacimiento–, la figurada –esa sensación cotidiana de inseguridad, de estar aquí de paso, la infinita fragilidad de las cosas– y la desfigurada (una infancia en las frías urbes de Ávila y León, en colegios para los niños expósitos de los ferroviarios). 

En esa hora, bajo los cielos de un Madrid inhóspito, en un piso vacío adquirido sin excesivo entusiasmo, casi como el personaje de El Extranjero de Camus, este proyecto de escritor, instalado por descarte tras deambular por Barcelona, La Coruña, Extremadura y Alicante, contempla su vaga huella en el mundo, ancho y siempre ajeno, mientras una fístula castiga sus partes innobles, los órganos del pecado. Quien escribe (él es su único lector) es un hombre de poco más de treinta años, pero parece ya el anciano que no es y que todavía tardará muchos años en ser. ¿Un extraño caso de precocidad? ¿Un talento adelantado? Probablemente, ambas cosas. O algo mucho más simple: sabiduría vital e intuición espiritual. La anotación del 1 de diciembre de 1984 de “los restos del cuaderno grande” arroja una posible explicación: Cita del Eclesiastés: “Quien aumenta la sabiduría, aumenta el dolor”. 

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Chirbes sabía, aunque no únicamente en el sentido sexual del término, sino también en el anímico. Su salida del armario se produjo, en el ámbito de la ficción, en París-Austerlitz (Anagrama), una novela póstuma escrita durante los veinte años que precedieron a su muerte, donde relata su historia de amor (oscuro) con François, su amante francés, protagonista también de la primera parte de A ratos perdidos. Los materiales de acarreo con los que compuso esta novela terminal son los mismos de sus diarios. Esta vez es la vida privada en lugar de la vida pública –aquella España corrupta, obscenamente opulenta y demencial de Crematorio o En la orilla–, un aire confesional. Melancolía y altas dosis de angustia

“No consigo ganar espacios para mí (…) Todo me parece provisional, desordenado, revuelto (…) no me da tiempo a poner orden en este caos, a reflexionar, a concentrarme (…) soy un ser plural a la deriva”, escribe un Chirbes que, más que adelantarse a la famosa crisis masculina de la mediana edad, parece habitar en ella desde hace mucho tiempo. En A ratos perdidos, que agrupa dos series de las seis colecciones de vivencias escritas que van desde los ochenta hasta mediados de la década del dos mil, justo antes de su consagración literaria internacional, vemos a un hombre todavía joven envejecer, convertirse en un ser de cercanías que cuenta sus hazañas, asombros y decepciones sin ahorrarse las descripciones expresionistas, impulsado por una estricta poética de la sinceridad –esa potencia, como escribió Rubén Darío– y rebelde ante las normas mínimas del decoro. En lucha contra su amargura.

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De carácter reservado, el escritor valenciano se derrama por completo en estos diarios, donde se desvela la tramoya oculta tras la apariencia del prestigio literario, esa forma de éxito minoritario. Frente al espejo, como en sus novelas, la voz literaria de Chirbes no se engaña. No desvía la mirada. No gesticula. No se embellece. No se disfraza. Habla de su soledad, sus arrebatos sexuales, sus desengaños sentimentales. Enumera los días grises que se joden nada más terminar el desayuno, describe la rutina del trabajo –su descripción sobre el cadalso al que sube cada día el editor encargado de hacer una revista es un pasaje antológico, por su exactitud–, levanta acta de las traiciones ajenas y de las frustraciones íntimas, huye de la familia, convive con la culpa inoculada por la educación cristiana, ironiza sobre sus años maoístas y juzga a los autores que le deslumbran y a quienes detesta. El circo editorial

Viajamos por las sensaciones y las experiencias que configuraron su carácter. Una excursión a las fuentes (vulgares) del País Chirbes. “No pensar es una forma de curarse”, escribe en sus cuadernos, que hacen justamente lo contrario: registrar el flujo de la vida sucia para que su biografía incluya la materia misma de su reverso. A ratos, este Chirbes nos recuerda al Cernuda de Glasgow, en permanente búsqueda (frustrada) de la sensualidad imposible de su infancia, atrapado en una ciudad “con nueve meses de invierno y tres de infierno” que, en lugar de un presente industrial, es un Madrid hosco y tremendista, hecho a golpes, con la rabia y la dureza de los sueños cuando naufragan

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El actor se encuentra encima del escenario. Sobre las tablas vemos a un aspirante a escritor. Comienza el espectáculo y nos sacude el alma de una criatura en lucha consigo misma, falta de confianza, fascinada con la prosa castellana de Santa Teresa de Jesús, alérgica a los juegos de magia de García Márquez en Cien años de soledad. En la primera descubre una vía ascética para su inseguro proyecto literario, “hacer del sufrimiento una energía”; en el segundo una advertencia: los juegos verbales envejecen pronto y mal. Por supuesto, hay más estrellas en su firmamento oscuro de devociones: Balzac, Dostoievski, Hermann Broch. Y un guía mayor, el Walter Benjamin de las Iluminaciones: “Todo hombre, el mejor, igual que el más miserable, lleva consigo un misterio que, de ser conocido, le haría odioso a todos”.

Constantes escapadas entre España y París, salvadas durante noches a bordo de autobuses regulares de largo recorrido. El Chirbes anónimo descubre en esos trayectos la riqueza de Proust y la versatilidad de Kipling, de quien le fascina el título de “los mares anónimos”. Se aprecia de inmediato: es un escritor en ciernes que no sabe por dónde tirar y en el que el descubrimiento de libros y autores vale tanto como la pulsión destructiva del amor furioso, la depravación cotidiana, los tiros de cocaína, el alcohol, ese viejo conocido de su generación, el miedo al sida o el azúcar demasiado alto. Absolutamente todo servía para hacer literatura

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Chirbes nos desvela sus tardes haciendo cruising en el Retiro o en las Tullerías, sus visitas a museos, la inmortalidad humilde de las estatuas, el olor indescriptible del recuerdo, algunas rupturas y escasos entusiasmos. Sus gustos literarios, su preferencias políticas. Los espejismos del triunfo. Todo ese caudal de calambres que llamamos vida. La visión del mar como una teología. La transacción de los amores fenicios. Sábanas sucias. Sueños deshechos. Últimes voluntats. La carcoma comiéndose la madera. Calendarios agotados. Cuentas por saldar. Cajeros sin saldo. Cortinas sucias agitadas por el viento. La maravilla y el espanto de la existencia en crudo, sin aderezos ni afeites. La verdad de su cuento (contra sí mismo).