Brassens, iconoclastia en los comedores
La canonización en el centenario de su nacimiento del cantautor francés, símbolo de la rebeldía ante la moral dominante, hubiese enojado al creador de ‘La mala reputación’
2 noviembre, 2021 00:00Un transmisor de ideas potentes desde la no idea; un carbonero de locomotoras que todavía desprenden hollín y humo negro; un salteador de los caminos de la libertad sartrianos; un picapedrero de la música de bulevar; un excelso poeta que tuvo la suerte de no conocer a Paul Valèry; un guitarrista de dedos dulces y puños de hierro como su amigo Lino Ventura, eterno boxeador y gánster de alma cándida; un situacionista siempre dispuesto a destruir situaciones propicias; un ex fresador de Billancourt, la vieja fábrica de Renault, que puso a un millón de manifestantes en el centro de París para impedir que De Gaulle sacara los tanques a la calle. Georges Brassens fue muchas cosas además de un peripatético andarín bajo los soportales de la verdad frente al reseco sentido común. Su obra abarca todas las razones para la alegría y la desesperación.
Ahora que no está entre nosotros –falleció hace cuarenta años– y que conocemos con certeza los resultados del laboratorio social del siglo XX, debemos recordar que el músico calificaba a las salvaciones colectivas de falsas esperanzas. Cuando Brassens desapareció, otro sabio de juventud dispersa en los bulevares periféricos de la capital de Francia escribió que “para un hombre como él, la muerte era el acto personal más secreto de todos”, en palabras Gabriel García Márquez días después del fallecimiento del músico. Ha sido un “adiós casi clandestino”, destacó el Premio Nobel colombiano en el artículo que sirve de prólogo al libro dedicado al joven Brassens, Premières chansons (Le Cherche Midi, 2016).
A medida que se acercaba su final, el compositor y poeta se fue mimetizando con su propio paisaje, pisando escenarios y cavas con su inconfundible pipa y el clásico suéter de pico. Su estudiado atrezzo casual le sirvió muchas veces para superar el miedo escénico que le atormentó siempre pese a ser un cantautor amado por el público. Francia entera tiene todavía pendiente una deuda de reconocimiento con un artista valorado por jacobinos y girondinos y especialmente glosado por el Tercer Estado, el pueblo descalzo, que captó su gesto más que sus letras.
Su permanente desengaño fue el rasgo supremo de este gran estoico. Este 2021, año del centenario de su nacimiento, Brassens podría aparecer de repente y decirnos: “¿Nada nuevo no? Ya os lo dije”. Si queremos saber cómo funciona el mundo debemos leer a Balzac o a Tolstoi, pero si queremos conocer cómo se desmorona debemos escuchar a Brassens. Los grandes novelistas, como Victor Hugo y Flaubert, nos colocaron en el pórtico del verdadero amor; con Brassens, en cambio, vamos de la mano de matones y deshechos, pero con sentido del humor. La distopía poética del cantante suavizó el horror de los bajos instintos, democratizó las pasiones; las hizo digeribles; las cotidianizó, por así decir, con ayuda de la risa. Por toda Francia, miles de calles, plazas y colegios llevan hoy el nombre de Brassens; los niños aprenden en la escuela Le petit cheval para entender a este gran trovador nacido en Sète hace 100 años, cuyas canciones se han convertido en himnos internacionales, traducidas en muchos idiomas.
Brassens metió la iconoclastia en los comedores de Francia. Militó en la Resistencia tras la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial; colaboró con la publicación clandestina Libertaries y, aun en plena contienda, en 1942, publicó su primer libro de poemas. En el medio siglo pasado grabó sus primeras y definitivas canciones: Le Gorile, La mauvaise reputation, Les amoureux des bancs publics y chanson pour l'auvergnant. Al filo de los años sesenta, le llegó la petición de su amigo y director de cine René Clair para participar en la película Porte de Lilas. Solo aceptó salir cantando Au bois de mon coeur (En el bosque de mi corazón), una de sus piezas más complejas, esquemáticas, representativas y menos conocidas.
Cuando Brassens llegó a nuestras vidas la “revolución se había separado por primera vez del amor y la amistad”, en palabras de Albert Camus. “Un poder autocrático solo puede derrotarse a sí mismo”, dijo mil veces el cantante para sacarse de encima a los salvapatrias que infectan el planeta de falsas ilusiones. Bakunin y Netchaiev o el mismo Lenin, con su tropa de bolcheviques, no pudieron destruir a la santa Rusia; “solo el zar podía hacerlo y lo hizo”. En sus mejores años, los anarcos europeos tuvieron dos ensoñaciones musicales: el Brassens de La mauvaise reputation y Leo Ferre, con su Rotterdam de putas y poetas (..S'il faut s'taper l'poète/ Ou s'taper la putain...). La libertad o el castillo encantado; la verdad del mago de la paradoja o el viaje al fin de la noche en el que se sumergió Ferré hasta hallar la voz quebradiza de Ferdinand Céline, el lirismo salvaje y descarnado del gran traidor.
En España, fue Paco Ibáñez el introductor de la música de Brassens: en sus actuaciones en directo, solía decir: “yo estoy aquí, delante de ustedes, por Brassens, el más grande entre los cantautores”; y en su primera gran noche en el Olimpia de París, en pleno éxito de aforo, autoridades y mandarines, aseguró: “ustedes están aquí por él”, mientras la madre de Paco, más ancha que pancha en la primera fila, soltó socarrona: “estos todavía no saben que mi hijo está aquí por mí”. Este triángulo, Paco-Brassens-madre de Paco, resulta brasseniano hasta la médula, por su clara simplicidad y comicidad.
Ahora y con ocasión del centenario de su nacimiento aparece una edición completa de todas las letras que escribió el cantante francés para sí mismo y para otros intérpretes, acompañada de textos inéditos en un homenaje discográfico polifacético; todo ello bajo el sello de Mercury. A los aficionados a las efemérides les aconsejo que no busquen el rastro del cantante en la calle Beaujolais ni en el elegante peristilo del Palais-Royal de París; la Francia de Brassens fue la Provincia. No se casó ni tuvo hijos y vivió siempre separado del que fue su gran amor, Joha Heiman, quien a su muerte, en 1999, fue enterrada junto a él en el Cementerio Municipal de Py, en Sète. Si quieren ver la tumba de Brassens no pierdan el tiempo en el elegante Cementerio Marino de la misma localidad, homónimo del cancionero de Valéry. Allí reposa el mismo Paul, desde su muerte, en 1945, el año del fin de la ocupación nazi, un crimen que el más laureado de los bardos franceses consintió desde el silencio.
“Dame la calle, siéntame en un bistró y trae a un amigo que nos vamos a reír un buen rato”. Este fue el credo de Brassens, un hombre bueno que quiso unir su destino a la corte de meretrices y descarriados, que abundaron en Saint Denis; un castigador de turiferarios de la letra y de la música; un apátrida sin adscripción (“seamos franceses, no patriotas”, gritó muchas veces sobre los escenarios). Para desenterrar su lúcida jerga harían falta diccionarios dialectales y destacados lingüistas, desde el Languedoc hasta el Pèrigord o la Borgoña; pero nadie duda de que dotaba a sus letras de una naturalidad prodigiosa, que acababa por convencer a la parroquia.
Fue así como desacralizó el universo de las clases medias en la Francia autocomplaciente, que ya se desmoronaba: le bourgois c’est como les cochons…. cantó su colega Jacques Brel, entrando como un afilado cuchillo en la mantequilla de millones de ciudadanos. Y lo recuerdo porque no hace tanto, en noviembre de 2019, France 2 emitió el debate en blanco y negro celebrado en el lejano 1969 entre los tres grandes de la chanson française: Jacques Brel, Georges Brassens y Léo Ferré. Para los aficionados de medio mundo esta reposición del segundo canal fue como resucitar Apostrophes, el programa de Bernard Pivot.
Sugerir es más eficaz que afirmar. Pero la cultura francesa es dueña de una doble vertiente que va desde el dulce detalle al salvajismo. El Brassens de la Porte de Lilas es el mismo que comparó al hombre contemporáneo con los gorilas y cantó la breve historia de un ser humano violado por un simio. Algunas glosas de los últimos meses en la prensa francesa nos recuerdan que Brassens había anunciado premonitoriamente atentados como la matanza de la sala Bataclán. Habló y cantó sobre la inmigración y las pésimas condiciones de vida de la banlieue. Y dijo así en su himno titulado Morir por las ideas: “Morir por las ideas, la idea es excelente,/ yo estuve a punto de morir por no haberla tenido,/ pues todos los que la tenían, multitud agobiante,/aullando a la muerte, me han caído encima …”.
El Brassens artista es indisoluble del Brassens maestro, con discípulos dilectos, como el citado Brel o como Frabrizio De André. Este año, Francia entera se ha engalanado para un centenario lleno de jolgorio; ha entrado en juego el Hall de la Chanson, en el Parc de la Villette, finalmente reabierto, después de la pandemia. En Sète, la ciudad conocida como la Venecia de La Provenza, el calor del público se hace excepcional en el Bateau-Phare Le Roquerols, con una serie de homenajes que han terminado a finales de este octubre. El genio de la canción francesa revivió en el Théâtre Molière a través de Juliette y François Morel, a la vez que el Museo Paul Valéry alarga hasta final de año la exposición titulada Robert Combas canta a Sète y a Georges Brassens.
Los libros biográficos crecen como las setas al norte de los Pirineos y, en este caso, destacamos la reedición de la Le libertaire de la chanson (Découvertes/ Gallimard), obra de Clementine Doroudille. Por su parte, Loic Richard, el biógrafo canónico de Brassens, retoma Sous la moustache, le rire (Bajo el bigote, la risa), un despliegue genial del humor del cantante con el que el público conectaba al poner un pie en el escenario.
Estandarte de muchas causas de las que se bajó, Brassens se desplegó sobre su siglo en forma de memoria implícita y sin reclamar merecimientos. Recelaba de sí mismo. Hijo de un comerciante masón y anticlerical y de una mujer apostólica y romana, sus poemas y canciones no han dejado de fastidiar a quienes se toman muy en serio lo que hacen. El genio de la chansón no hubiese sido posible sin la experiencia de Stendhal. Fueron los ensayos escritos por el mismo novelista los que empujaron al cantante a conocer a Locke y a Bentham, y a forjar su educación filosófica a través de la pintura italiana, de Molière y de Shakespeare.
Dos críticos sobresalientes, como Stephen Vizinczey y Harold Bloom, han establecido el criterio de semejanza entre Stendhal y Pierre Choderlos de Laclos. Sitúan al segundo, el autor de Las amistades peligrosas, como antecedente del El Rojo y el Negro del primero y les otorgan a ambos un enriquecimiento mutuo similar al que compartieron en la música Haydn y Mozart. Pues bien, en este tipo de cruces y circunloquios alrededor de las artes, se instaló Georges Brassens para contar historias ejemplares de hombres y mujeres nada ejemplares. Para muchos de nosotros, su contribución es una réplica del barroco español, rico en honduras culteranas y dotado de sarcasmo a la hora de alcanzar la verdad. ¿Qué había detrás de sus juegos? La necesidad de insurrección.