El catedrático de la UAB, Manuel Aznar Soler / LENA PRIETO

El catedrático de la UAB, Manuel Aznar Soler / LENA PRIETO

Letras

Aznar Soler: “Los exiliados amaban a una España idealizada por la distancia”

El catedrático, investigador de la herencia cultural de los transterrados por la Guerra Civil, asegura que la idea de la ‘Tercera España’ es “una invención política”

18 octubre, 2021 00:10

Nunca deja asomar a bocajarro lo que sabe, pero es probable que Manuel Aznar Soler (Valencia, 1951) sea uno de los españoles mejor acondicionados para hablar de las letras y la cultura del exilio de 1939. De esa constelación de escritores, pensadores y poetas −“los mejores de su generación”, según sus palabras− que pagaron con el destierro forzoso su fidelidad a la legalidad democrática republicana: Max Aub, Luis Cernuda, María Zambrano, Ramón J. Sender, Luisa Carnés, Francisco Ayala y María Teresa León, entre otros. De las editoriales que fundaron. De las revistas que pusieron en circulación. Y de instituciones, que dejaron un surco imborrable en los países que los acogieron. También una hornada de músicos, actores, fotógrafos, traductores y tipógrafos, además de profesores y académicos. Aznar Soler, catedrático emérito de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), está al frente, desde su fundación en enero de 1993, del Grupo de Estudios del Exilio Literario y dirige la Biblioteca del Exilio de la editorial Renacimiento, donde están las voces de los invisibles, los humillados y los derrotados.  

–¿Es exagerado decir que el exilio republicano de 1939 fue un holocausto cultural para España? 

–Lo que ocurrió fue, sin duda, la ruptura de nuestra tradición cultural democrática. Hubo una cultura y una literatura durante los años treinta en la que se refleja el esfuerzo de la política republicana por elevar el nivel cultural de las clases populares, por llevar la instrucción pública y la extensión cultural desde las aulas universitarias a la calle, a las plazas y pueblos de la España rural, de la España profunda. Es el periodo que José-Carlos Mainer ha acertado en llamar la Edad de Plata de la cultura española, en la que realmente se alcanzó una cultura de excelencia. De forma objetiva, los mejores artistas, escritores e intelectuales fueron leales al gobierno republicano durante la guerra de España y, por tanto, el 1 de abril de 1939, con la victoria del fascismo internacional, tuvieron que marchar al exilio en el mejor de los casos. Al menos, salvaron la vida. Sin embargo, muchos otros republicanos vencidos no tuvieron tanta suerte, como le ocurrió a Miguel Hernández. A partir de esa fecha no llegó la paz, sino la Victoria con mayúsculas, es decir, la dura y cruel represión, los fusilamientos, la cárcel…       

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–¿A qué se debe, en su opinión, que ese patrimonio cultural y literario del exilio aún esté pendiente de recuperación y, sobre todo, de reconocimiento? 

–La recuperación del patrimonio cultural y literario de nuestro exilio republicano de 1939 debería haber sido una cuestión prioritaria y urgente de la política cultural del Estado. Desgraciadamente, ni los gobiernos del PSOE hasta los últimos años, ni mucho menos ninguno de los del PP, se han interesado por recuperar ese patrimonio. Ha faltado, sin duda, una política cultural de Estado para esta recuperación y ante ese vacío han surgido iniciativas desde el ámbito privado ‒la Biblioteca del Exilio de la editorial Renacimiento, por ejemplo‒ y desde el ámbito académico, nuestro Grupo de Estudios del Exilio Literario de la Universitat Autònoma de Barcelona. Este grupo de investigación nació de mi indignación personal al comprobar cómo en 1992, año mítico porque celebrábamos el Quinto Centenario bajo la gestión de un gobierno del PSOE se perdió la oportunidad de propiciar un encuentro de nuestro exilio republicano en América con los países que los acogieron: México, Argentina, Chile, Venezuela… Quiero recordar que en la Exposición Universal de Sevilla únicamente se estrenó La gallarda, obra dramática de Rafael Alberti, y sanseacabó el encuentro con nuestro exilio republicano en América.  

–Ha asegurado en alguna ocasión que, mientras en 1939 se produjo una ruptura de la tradición política y cultural, en la Transición no hubo “una ruptura”, sino una reforma. ¿Podría hallarse ahí la causa de la negligencia con el exilio? 

–A la muerte de Franco lo que se produce, sin duda, es una Transición democrática, pero hay que subrayar que fue una Transición sin ruptura democrática, una Transición reformista. De hecho, las primeras elecciones las ganaron los franquistas reconvertidos a demócratas, es decir, la Unión de Centro Democrático (UCD) con Suárez al frente, quien había sido, nada más y nada menos, que el Ministro-Secretario General del Movimiento. Tiene mucho que ver esa falta de iniciativa política por recuperar el patrimonio cultural y literario de nuestro exilio republicano con el modo en que se realizó dicha Transición, donde las fuerzas franquistas reconvertidas a demócratas son las que llevaron la iniciativa reformista y las que ganaron las elecciones hasta 1982. Las izquierdas cedieron entonces demasiado, por ejemplo con una amnistía que implicaba también el olvido de los delitos cometidos por los franquistas durante la dictadura. Tal como se hizo la Transición democrática, con su correlación de fuerzas políticas y el papel acomodaticio y vicario de los partidos de izquierda, podría decirse que, a mi modo de ver, hubo amnistía a cambio de amnesia.

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–Abundan cada vez más las iniciativas que tratan de poner en valor a los escritores franquistas o los que realizaron su obra bajo el franquismo. ¿Cómo valora estas propuestas que vienen a decir que la dictadura no fue un erial literario y, para ello, citan a nombres como Manuel Machado, Cunqueiro, Pla…?  

–Es incuestionable que, como le dije antes, los mejores escritores, artistas e intelectuales españoles se exiliaron en 1939. Se trata de un hecho científico objetivo y le aseguro que no hay en esta afirmación ni un ápice de partidismo o de sectarismo. No se puede comparar la grandeza ética y estética de Antonio Machado con la de su hermano Manuel, ni la producción literaria de muchos de los escritores exiliados con la de los escritores franquistas, incluido ese núcleo de falangistas entonces jóvenes integrado por Pedro Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo y Antonio Tovar, entre otros.

Existe en los últimos años –a partir de los gobiernos de José María Aznar, sobre todo– una voluntad revisionista de la historia reciente de España y, entre sus argumentos, sobresale precisamente ése que señala: que la cultura en la España franquista de los años cuarenta no fue un erial. Sin embargo, mi convicción científica, repito que no política, es que la mejor literatura española, que nuestro mejor teatro, se escribe, se estrena y se publica en el exilio y no en la España interior. Me da igual que a esa España franquista de la inmediata posguerra se la llame erial o páramo, porque lo que resulta a todas luces evidente es la pobreza, la miseria cultural de aquella España franquista hasta la aparición, ya en los cincuenta, de una nueva generación de autores, muchos de ellos, los  mejores, por cierto, vinculados a la oposición antifranquista.  

–De sus palabras deduzco que no comparte ese juicio que ha hecho fortuna en torno a que unos ganaron la guerra y otros los manuales de literatura. 

–Mi convicción se la resumiré en una frase: los escritores de nuestro exilio republicano de 1939 han ganado los manuales por sus méritos literarios, no por cuestiones políticas. 

–¿Existió, a su juicio, la denominada Tercera España, esa que encarnarían escritores como Manuel Chaves Nogales? 

–La defensa de una Tercera España es una invención política interesada y realizada, naturalmente, a posteriori. Creo que es inmoral defender la equidistancia en una guerra como la de España en la que estuvo en juego la democracia frente al fascismo. Las guerras las ganan las armas y no las letras, la razón de la fuerza y no la fuerza de la razón. Sin duda, nuestra guerra fue una contienda entre españoles, pero se decidió militarmente por la decisiva intervención del fascismo internacional, de las tropas de Hitler y de Mussolini, que contrastó con la criminal y vergonzante política de no-intervención perpetrada por las democracias occidentales, quienes lo acabarían pagando en la Segunda Guerra Mundial. De Chaves Nogales cabría decir que fue un republicano que, por razones personales y profesionales, decidió abandonar Madrid y borrarse de la guerra. Aunque mantuvo su dignidad republicana, vio la guerra desde París. 

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–Los estudios sobre el exilio republicano de 1939 han puesto el foco en la vida y la producción de los escritores en América (México y Argentina, principalmente), Francia y la Europa del Este (Unión Soviética). Pero, ¿cómo fue el exilio en el Norte de África? 

–Es cierto que el exilio en el Norte de África ha estado olvidado hasta fechas recientes. Apenas se había revisado a raíz de la permanencia de Max Aub en el campo de concentración de Djelfa, en Argelia, que entonces era una colonia francesa, pero han surgido en los últimos años bastantes investigaciones en torno a las publicaciones del exilio republicano en el continente africano, entre ellas los libros de Saliha Zerrouki y Dánae Gallo. Precisamente, Gexel organizó unas jornadas internacionales sobre el exilio republicano de 1939 en el Norte de África, cuyos materiales se publicaron en el número 20 (2018) de Laberintos, revista de estudios sobre los exilios culturales españoles que dirijo y que edita la Biblioteca Valenciana.

–Al referirse en alguna ocasión a Jorge Semprún, del que acaba de editar al completo su obra dramática, ha asegurado que su nombre está incorporado al canon de las letras francesas. ¿Sucede igual con otros autores exiliados y otras geografías? Quiero decir que, si en España aún no se ha normalizado la producción literaria del exilio, ¿lo ha hecho en los países de acogida? 

–Es una cuestión compleja. A los escritores de la segunda generación exiliada en México, a los llamados niños de la guerra, se les incluye en una generación denominada nepantla, palabra náhuatl que quiere decir en tierra de nadie. Ni están en el canon de la literatura mexicana ni, desde luego, en el canon de la española. La excepción podría ser Angelina Muñiz Huberman, una escritora que nació a finales de 1936 en el exilio francés de sus padres y que no tiene, por tanto, ninguna memoria española. Ella, que fue galardonada el año pasado con el Premio Nacional de Literatura en México, está lógicamente integrada en el canon mexicano, pero sería la excepción a la regla. Autores de esta segunda generación exiliada como Carlos Blanco Aguinaga, Manuel Durán o Roberto Ruiz, por citar a tres que hemos publicado en la Biblioteca del Exilio, están aún pendientes de reconocimiento canónico. Hay muchos escritores que no están integrados en nuestro canon y que tienen muchas dificultades para hacerlo en el de sus países de acogida. La regla es ésa: se han quedado en tierra de nadie.  

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–Querría preguntarle por la edición en catalán en el exilio. ¿Existió, qué importancia tuvo y a qué público se dirigía? ¿Tuvo algún eco fuera de los círculos de los exiliados catalanoparlantes? 

–Naturalmente, había una voluntad de resistencia cultural contra el franquismo en el hecho de estar publicando en catalán en el exilio, dado que la censura de aquella dictadura militar prohibió durante muchos años la edición de libros y revistas en dicha lengua. El público que accedía a esa producción era, por lo general, de catalanes en el exilio. Difícilmente, esos libros llegaban al interior de España y su influencia, fuera de los círculos catalanoparlantes, debió de ser minoritaria. Es relevante recordar el caso de Josep Carner, quien escribió una obra de teatro en castellano, Misterio de Quanaxhuata. Su actitud fue vista en las filas del catalanismo más militante como una traición a la lengua catalana cuando, en realidad, era una forma de reconocimiento, una puntual muestra de gratitud al México del general Lázaro Cárdenas.

También hubo bastantes autores que alternaban en el exilio el catalán y el castellano, aunque quizá el caso más curioso sea el de Artís-Gener. Él decidió autotraducirse al mexicano una de sus obras, Paraules d’Opòton el Vell, al no identificarse con el castellano que había utilizado su traductor. Por lo demás, todavía hoy es perceptible la vitalidad del Orfeó Català de Mèxic, similar a la del Ateneo Español, quizás las dos instituciones culturales en aquel país americano que sobreviven actualmente con más vigor.    

–¿Han sufrido las exiliadas (Luisa Carnés, Mada Carreño, Margarita Nelken…) un doble olvido por su doble condición de mujer y de desterradas? 

–Evidentemente, y para comprobarlo basta con detenernos en una pareja muy simbólica y representativa: Alberti y María Teresa León. Ella es una escritora de una valía literaria impresionante, pero subordina durante bastantes años de su exilio argentino su labor literaria a su dedicación como madre de Aitana y como esposa del poeta. Al mismo tiempo, está desarrollando su compromiso político militante al mantener acciones solidarias con los presos del interior, entre ellos con Marcos Ana, internado en la cárcel de Burgos. Estas mujeres sufrieron un doble olvido por las circunstancias en las que tuvieron que adaptarse a los contextos sociales de sus respectivos países de acogida.

Son mujeres republicanas que habían luchado y conquistado en España una serie de derechos, pero que, al llegar a América, descubrieron que la situación de la mujer allá no era ni mucho menos comparable. Van a integrarse en un entorno social donde la lucha de las mujeres está todavía por iniciarse. Con todo y aunque de manera aún insuficiente, se ha hecho mucho durante estos últimos años por la recuperación de estas autoras: Luisa Carnés era casi una desconocida cuando editamos en 2002 El eslabón perdido en la Biblioteca del Exilio, donde también hemos publicado libros de Carmen de Zulueta, Matilde de la Torre, María Martínez Sierra, Concha Méndez, Mada Carreño y Cecilia de Guilarte, la única mujer, corresponsal de guerra en el Frente Norte, que publicó sus crónicas en los periódicos del anarquismo vasco de entonces.     

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–España, y más concretamente la España republicana, fue un anhelo para los exiliados. ¿Cómo modificó el paso de los años esa percepción, sobre todo a raíz del triunfo aliado en la Segunda Guerra Mundial y la constatación de la pervivencia del régimen franquista? 

–Los exiliados pensaban, de forma general, que la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial iba a suponer la caída de Hitler y Mussolini y, en consecuencia, de la dictadura de Franco. Pero sabemos que no sucedió así porque, condicionados por la Guerra Fría, Estados Unidos y Gran Bretaña consolidaron el régimen franquista. Se produce entonces una gran desilusión colectiva, porque, hasta entonces, la esperanza de nuestro exilio republicano era la de volver a una España democrática y, sin embargo, ahora han de asumir que el destierro va para largo. Por decirlo de forma gráfica, los exiliados republicanos no deshicieron las maletas hasta el final de la Segunda Guerra Mundial porque pensaban en la inminencia del retorno. A partir de esa amarga frustración colectiva surgió la necesidad perentoria de integrarse en el país de acogida y no tuvieron más remedio que deshacer sus maletas.   

–¿Se instaló entonces entre los exiliados cierto pragmatismo y se renunció, por ejemplo, a la fórmula política de la República? 

–En los años cuarenta, a grandes trazos, cualquier contacto con los escritores del interior estaba muy mal visto por los exiliados, quienes también rechazaban de plano el regreso por cualquier motivo a la España de Franco. Juan Gil-Albert volvió por razones personales y familiares a Valencia en 1947 y su decisión se entendió por algunos como una traición al exilio y como una claudicación ante Franco. Simbólicamente, habrá que esperar veinte años, hasta 1956 –por cierto, el año de la concesión del premio Nobel de Literatura a Juan Ramón Jiménez, que planteó un serio conflicto a la dictadura franquista por su condición de exiliado republicano–, el año en que el Partido Comunista de España aprobó la política de reconciliación nacional, para que pudiera normalizarse el diálogo entre el exilio republicano y la oposición antifranquista del interior.

En este sentido cabe recordar la rectificación que en 1959 realizó León Felipe de sus famosos versos de veinte años atrás (Franco... tuya es la hacienda.../ la casa, el caballo y la pistola... / (…)  Y, ¿cómo vas a recoger el trigo / y a alimentar el fuego / si yo me llevo la canción?), donde acaba reconociendo las voces de los poetas que viven en la España franquista y luchan en la oposición. Entonces, triunfa el convencimiento de que, para propiciar el cambio político y el derrocamiento de la dictadura, deben sumar fuerzas el exilio republicano y la resistencia interior, tal como se pudo detectar en los disturbios universitarios de Madrid, también en ese año 1956, que acabaron con la destitución por aperturista del ministro de Educación, Joaquín Ruiz Giménez, y de Pedro Laín Entralgo, rector de la Universidad Complutense.     

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–¿Qué impacto tuvo en esa oposición al régimen franquista el Congreso Universitario de Escritores Jóvenes, que usted ha estudiado en La Resistencia silenciada? 

–En ese libro he tratado de reconstruir, a través de los epistolarios cruzados entre sus principales protagonistas, la historia de aquel Congreso impulsado por los estudiantes Enrique Múgica, Jesús López Pacheco, Ramón Tamames, Fernando Sánchez Dragó y Julio Diamante, entre otros, con un clandestino Federico Sánchez (Jorge Semprún) en la sombra, un congreso que finalmente fue prohibido en 1955 por la dictadura franquista. El 1 de abril de 1954 se había creado en la Complutense la primera célula comunista de estudiantes, quienes decidieron organizar actividades culturales al margen del falangista Sindicato Español Universitario (SEU). Obviamente, para poder celebrar esas actividades culturales necesitaban el apoyo del rector, Pedro Laín Entralgo, y, por ello, Múgica contactó con el falangista Dionisio Ridruejo, ya entonces disidente del régimen y amigo de Laín.

Los disturbios y las detenciones de febrero de 1956 en Madrid no se explican sin las iniciativas político-culturales realizadas por estos estudiantes comunistas, por esta resistencia silenciada que desde 1954 organizó los Encuentros entre la Poesía y la Universidad y que intentó celebrar en noviembre de 1955 el Congreso Universitario de Escritores Jóvenes. Confirmada su prohibición, trataron de crear en enero de 1956 un sindicato de estudiantes al margen del SEU y el régimen franquista respondió en febrero con las detenciones de estos “alborotadores y jaraneros”, según palabras del propio Generalísimo. Como valor añadido, reproducimos en facsímil los tres números del Boletín del Congreso Universitario de Escritores Jóvenes que publicaron en 1955 estos estudiantes y que no se conservan íntegros en ninguna biblioteca pública española. 

–Ha abordado también esa etapa en el libro El Partido Comunista de España y la literatura (1931-1977), editado con ocasión del centenario del PCE.   

–Se trata de una recopilación de once estudios sobre intelectuales, escritores y política que se ha publicado con motivo del centenario del Partido Comunista de España. Conste que no es mi línea principal de investigación, centrada en la literatura de la Segunda República, la Guerra y el exilio, así como también en el teatro español contemporáneo. Pero, a la hora de abordar la historia de nuestra literatura española entre 1939 y 1975, el protagonismo de los escritores comunistas me parece relevante, tanto en el exilio como en la España interior. Es un hecho aceptado actualmente por casi todos los historiadores rigurosos que el PCE fue el partido político que más y mejor combatió contra la dictadura militar franquista.  

Camilo José Cela

Camilo José Cela

–¿Ha modificado la progresiva incorporación de las literaturas del exilio al canon el impacto de las consideradas grandes obras de posguerra? Estoy pensando, por ejemplo, en La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela.   

–El Ministerio nos acaba de aprobar un proyecto de cuatro años para estudiar e intentar escribir una Historia de la Literatura española del siglo XX entre 1939 y 1975, donde estén integrados el exilio y el interior. Sería la culminación de un trabajo de veintiocho años de trayectoria investigadora de nuestro grupo de investigación, que ha publicado, por ejemplo, un Diccionario biobibliográfico del exilio republicano de 1939 –cuatro volúmenes, realizados por más de un centenar de colaboradores, que incluyen voces sobre 1.191 autores, 245 revistas y 55 editoriales−; los nueve tomos publicados hasta la fecha de los trece que componen el proyecto Escena y literatura dramática del exilio republicano, dedicado al teatro por ser el arte social por excelencia; y las siete entregas que llevamos –de diecisiete en total– de la Historia de la literatura española en el exilio. Ahora, con nuestro actual proyecto de investigación, queremos construir un nuevo relato de la historia literaria de España en el siglo XX con un ánimo integrador entre exilio e interior, un relato alternativo al relato canónico heredado del franquismo. Claro que en 1942 se publicó La familia de Pascual Duarte, pero también en el exilio están publicando novelas durante los años cuarenta escritores republicanos como Max Aub o Ramón J. Sender, tan españoles como el franquista Camilo José Cela. 

–Usted ha llamado la atención sobre cómo ciertos autores de la Transición (Umbral, Cela…) temieron ser apartados del canon con la llegada de los exiliados y cómo arremetieron contra ellos en la prensa. ¿Qué ocurrió?   

–Por ejemplo, Umbral es absolutamente corrosivo contra los escritores del exilio republicano. Por ejemplo, en Las palabras de la tribu arremete de forma agresiva e injusta contra Max Aub con datos erróneos y tan despreciativos como llamarle “escritor suizo”. Me da la impresión de que se trata de un caso de pura miseria intelectual: Umbral se constituye en portavoz de aquellos escritores del interior que piensan que la incorporación de los exiliados republicanos al canon literario español los iba a relegar a un lugar secundario. El caso de Cela sería distinto, porque fue mucho más inteligente. Este censor franquista, que llegó a ser senador real entre 1977 y 1979, sabía que el premio Nobel no se gana sólo con la publicación de novelas como La colmena y creó en Palma de Mallorca la revista Papeles de Son Armadans, en la que publicaron durante los años sesenta algunos de los mejores escritores de nuestro exilio republicano, con quienes mantuvo una correspondencia editada por Destino en 2009.

Max Aub

–Pese al terrible sufrimiento de los exiliados, no se percibe nunca en ellos un deseo de romper con España. ¿Por qué? 

–Porque el instinto primero de todo exiliado es el retorno, pero entendido en el caso de los republicanos españoles como el regreso a una España democrática. La tragedia de la mayoría de los exiliados es que Franco los enterró. Pocos sobrevivieron más allá del año 1975 y, por tanto, únicamente esa minoría tuvo ocasión de poder volver. Hasta ese instante, cada uno respondió a su manera a la famosa pregunta de Francisco Ayala en 1949 (“Para quién escribimos nosotros…”), pero el público natural, sus lectores ideales, estaban en el interior. La mayoría de ellos mantuvo su amor a España, pero a una España idealizada por el tiempo y la distancia, porque a muchos los relojes se les habían parado en 1939.

Treinta años después, en 1969, Max Aub viajó con pasaporte mexicano a aquella España franquista y a su llegada se apresuró a declarar que había venido, pero que no había vuelto. Fruto de esa experiencia fue la publicación en 1971 de La gallina ciega. Diario español, que cincuenta años después acabo de reeditar en la Biblioteca del Exilio de Renacimiento. Es cierto que hay en la mayoría de exiliados un deseo de vuelta, aunque imposible políticamente, porque en aquella España franquista no podían realizarla con la dignidad debida, es decir, una vuelta a una España democrática con libertades públicas. La excepción a la regla de este deseo de retorno la representa Luis Cernuda, quien rompe totalmente con la España franquista, tal como expresa en su poema “Peregrino” de Desolación de la quimera.  

Pedro Garfias / DANIEL ROSELL

Pedro Garfias / DANIEL ROSELL

–¿Qué dejaron los exiliados republicanos de 1939 en sus países de acogida y qué queda  hoy (publicaciones, editoriales, instituciones...)?

–Hay un verso de Pedro Garfias en su poema "Entre España y México", fechado el 10 de junio de 1939 a bordo del Sinaia, que dice: "España que perdimos, no nos pierdas". Todo lo que perdimos entonces los españoles, y fue mucho, demasiado, lo ganaron los países de acogida, porque nuestros mejores artistas, escritores e intelectuales tuvieron en 1939 que exiliarse. Por citar un ejemplo en el ámbito del teatro, el arte social por excelencia, perdimos definitivamente a la mítica actriz Margarita Xirgu y la ganaron los escenarios de los países americanos. El legado cultural de los exiliados republicanos españoles en los países de acogida es enorme y así ha sido reconocido en Argentina o México, por referirme a los países americanos más importantes. En el pasado año 2019, ochenta años después del inicio del exilio republicano español de 1939, el reconocimiento en México alcanzó su máximo nivel político a través del propio presidente Andrés Manuel López Obrador, pero también ese legado cultural fue reconocido por instituciones como la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) o el Colegio de México, ya que en ambas el protagonismo de nuestro exilio republicano de 1939 fue muy relevante.

Sin embargo, la falta de reconocimiento es un problema interno de España. El exilio republicano de 1939 luchó contra la dictadura militar franquista por el restablecimiento de la democracia en España, por una democracia de calidad basada en valores colectivos como la libertad, la igualdad, la fraternidad y la solidaridad. En teoría, la Constitución de 1978 debería representar esos valores, pero en la práctica, desde la perspectiva privilegiada que nos confiere el presente de 2021, podemos afirmar que, desgraciadamente, la democracia española actual padece un preocupante proceso de degradación de su calidad ética y política y que, desde los mismos años de la Transición, no ha querido asumir, sino más bien olvidar, ese legado republicano. La creación por parte del gobierno actual de una Secretaría de Estado de Memoria Democrática permite albergar alguna esperanza de cambio.