Brian Eno
A la hora de componer temas vibrantes o pausados y líricos o directamente melancólicos, este artista es insuperable. Es una pena que saliera mal de Roxy Music
18 octubre, 2021 00:00Nadie en 1972 podía prever el brillante futuro que le esperaba a Brian Eno (Melton, Reino Unido, 1948), aquella loca emplumada y prematuramente alopécica que hacía ruiditos chirriantes con sus sintetizadores rupestres en el primer disco de Roxy Music. Cuando abandonó el grupo tras el segundo elepé, descubrimos que sus ruidillos habían constituido una parte fundamental del sonido retro futurista de la banda, que nunca volvería a ser la misma y se convertiría definitivamente en un vehículo para su cantante, líder y principal compositor, Bryan Ferry. También descubrimos que, aunque en Roxy no hubiera escrito ni una canción, en solitario era capaz de facturar unos temas espléndidos que encontraron su lugar en álbumes tan brillantes como Here come the warm jets (1973), Taking tiger mountain by strategy (1974), Another green world (1975) o Before and after science (1977), en los que, por el mismo precio, se mostraba como un vocalista muy competente.
Personalmente, y a riesgo de no parecer lo suficientemente vanguardista, su faceta de autor de canciones es la que más me interesa de Brian Eno, junto a su habilidad para colaborar con otros artistas y enriquecer su obra, ampliamente demostrada junto a Robert Fripp, David Bowie (Heroes es un ejemplo paradigmático), David Byrne o John Cale. Nada tengo en contra de sus discos instrumentales ni tampoco de sus instalaciones artísticas, aunque en ambos apartados los resultados me parezcan irregulares (aplaudo, eso sí, la creación del sello Obscure Records para publicar a autores contemporáneos de los considerados difíciles por la industria, como el peculiar Gavin Bryars, cuyo larguísimo tema Jesus blood never failed me yet es una de las piezas más ingeniosas que uno haya escuchado en su vida). Los discos instrumentales (y experimentales) de nuestro hombre pueden oscilar entre la brillantez de Music for airports (1978) y el sopor al que induce The ship (2016). En cuanto a las instalaciones –como en el caso de esa baraja que se inventó llamada Oblique strategies y que, según él, servía para dirigir la inspiración en una u otra dirección según el naipe que te salía al repartir-, siempre me ha parecido que había cierta diferencia entre lo que prometía la obra y lo que finalmente te entregaba. Lo pude comprobar hace años en Mallorca, donde Eno instaló una efímera covachuela con aires de iglesia contemporánea que, cuando me la contó, me pareció una idea brillantísima y cuando la vi, se me cayó el alma a los pies ante lo cutre del resultado (hay que decir que el señor Eno es un pico de oro que, si quisiera, podría venderles arena a los beduinos).
En su admirable búsqueda de la excelencia y del más difícil todavía, tengo la impresión de que nuestro hombre se ha liado más de una vez. Le tengo por un tipo inteligente e ingenioso, soy consciente de que nunca fue la loca emplumada que aparentaba ser (la calvicie, eso sí, es inapelable) y reconozco que su presencia ha sido fundamental en la historia de la música pop de finales del siglo XX. Me mantengo atento a todo lo que se le pueda ocurrir, pero nunca me hace tan feliz como cuando se dedica a fabricar un disco de canciones. El último, que a mí me conste, fue el excelente Another day on earth, publicado en 2005. A la hora de componer temas vibrantes o pausados y líricos o directamente melancólicos, Brian Eno es insuperable. Es una pena que saliera tan mal de Roxy Music porque en aquel corral solo podía haber un gallo llamado Bryan Ferry. Sé que hicieron las paces, pero echo de menos ulteriores colaboraciones que podrían haber estado muy bien. Como prueba, un botón: la canción I thought, escrita a medias para el álbum Frantic (2002), una joya que destacaba entre las voluntariosas piezas de bisutería que componían el disco.