La 'Pista de baile' de Guillermo Santomá
El baile, actividad eterna y banal, tiene aquí el reconocimiento de su celebratoria importancia verdadera
15 noviembre, 2020 00:00Cada vez que viene a Madrid transforma un contexto mudo o desecado, en una fiesta, y luego se despide de ustedes y se va “hasta el próximo escándalo”, como decía Dalí. Lo hizo el año pasado (¿o fue el otro?, para mí, fue ayer) en la casa museo Cerralbo, insuflando a los salones suntuosos y decimonónicos de aquel conde y embajador carlista, muy bonito todo, con sus piezas de gran valor incluso, pero tocado por el ala del ángel de la muerte, cubierto por el polvo de un tiempo que pasó sin que se recuerde su sentido, una nueva vida de festival, derramando por los mármoles de los suelos alfombrados unas masas de lava artificial de colores ácidos y otras extravagancias, aportando tan exaltante vitalidad irreverente que era precisamente el mejor servicio que se le pudiera rendir a aquellas salas, reino del horror vacui, de los candelabros y los retratos de próceres y espadones… Para los happy few que contemplamos aquella intervención, la casa Museo Cerralbo ya no es lo mismo, y cuando la visitamos, ya retiradas las masas y demás cosas de Santomá, seguimos viendo como en una dialéctica de “realidad expandida” su eléctrica versión.
¿Protegerse de qué? ¿De una lluvia ácida, de los discursos abrasivos, de un mundo pandémico y hostil? ¿Y para qué? ¿Para celebrar algún raro ritual? Agarrado a las columnas y suspendida en el aire –sin llegar a posarse en el suelo--, ese “entoldado” brutal tiene la particularidad de ser a la vez pesado y flotante, gracias a un alarde de equilibrios y contrapesos…
¿Y eso es todo? No, solo es el principio. Para ingresar en la Pista de baile hay que seguir a lo largo de esa floración micológica de hormigón, metal y cemento, tomando conciencia de aquello hacia cuyo corazón te diriges, hasta encontrar la entrada, y entonces todo cambia: allí dentro de la tienda, bajo su cubierta de curva natural como oleaje o sábana, se baila en la pista presidida por la bola colosal de luz de colores cambiantes: un gran sol cuyos reflejos, rielando en el suelo y las paredes flotantes, tienen algo feérico.
El baile, actividad eterna y banal, tiene aquí el reconocimiento de su celebratoria importancia verdadera. Yo lo entendí, nada más entrar, de una sola mirada. De allí de donde venía, de un mundo ultrajado por los pelmazos, las sanguijuelas y los virus, había accedido, gracias a una simple operación de la inteligencia estética, a un recuerdo, a un reducto de libertad –resguardada por el cemento protector y presidida por un sol de colores candentes. Tuve la suerte de pisar esa Pista de baile (hay estricto control de aforo) el día de la inauguración, y aquel día tocaba un disc jockey estupendo que creo se llama Juanito Jones, pero no estoy seguro, no sé nada djs, sabe Dios que para mí el infierno es una discoteca, tal como se la presenta Satán a Simeón el estilita en la escena final de la película de Buñuel: “¿Cuándo podremos irnos?”, pregunta angustiado Simeón, y para su desesperación el diablo responde: “Nos quedaremos aquí toda la eternidad”. Pero también sé lo mucho que para un espíritu joven, joven como aquellos chicos y chicas que en escaso número, tapados con mascarillas y guardando las distancias de seguridad, en fin, respetando las inevitables restricciones que la plaga impone, bailaban libres,…
…o sea: para un espíritu social, sociable, empático, ilusionado, para cualquier chica o chico con el corazón ardiente, el alma viva y el temor a que llegue demasiado pronto el closing time, significa o sugiere una Pista de baile encantadora como esa: el recuerdo de algo precioso, la alegría que le fue arrebatada y la promesa de que se le devolverá.