La dificultad para hallar un tratamiento o una vacuna efectiva contra el Covid-19 ha dado lugar a un nuevo tópico que políticos y especialistas sanitarios repiten una y otra vez: “Tenemos que aprender a convivir con el coronavirus porque este ha llegado para quedarse”.

Se trata de un planteamiento con el que, probablemente, la mayoría está de acuerdo. El problema surge cuando hay que traducirlo en medidas concretas.

Convivir con la pandemia implica encontrar un equilibrio entre la preservación de la salud y la protección de la economía. No puede anteponerse una a la otra, ni viceversa. De nada serviría salvar las empresas si la enfermedad se nos lleva por delante a nosotros y a nuestros seres queridos. Como también sería un desastre sacrificar millones de puestos de trabajo para los próximos años a causa de aplicar medidas desproporcionadas contra el virus.

Cada día se difunden discursos populistas que defienden un extremo y el opuesto. Pero ninguno de ellos es válido para afrontar la situación actual. Deberíamos esmerar los esfuerzos para alcanzar y mantener ese punto medio que optimice nuestras expectativas, tanto en lo relativo a la salud como a la economía. Ambas debe ser compatibles.

Unos ejemplos de esas decisiones exageradas que tendrán consecuencias trágicas son el cierre de bares y restaurantes y el recorte de horarios de los comercios que abren 24 horas decretados por la Generalitat de Cataluña. Es evidente que hay que actuar contra el aumento de contagios, pero no de esa forma. No se puede usar la brocha gorda.

Convivir con el coronavirus supone asumir riesgos, como ocurre en muchas actividades de nuestra vida cotidiana. Conducir un coche es peligroso, y no lo prohibimos, sino que limitamos la velocidad y obligamos a ponerse el cinturón. Ir en moto lo es aún más, y establecemos el uso ineludible del casco. Volar también es peligroso, aunque no lo impedimos, sino que imponemos todo tipo de requisitos de seguridad a las aerolíneas.

Convivir con el Covid-19 es arriesgado, pero no tiene sentido ordenar el cerrojazo de la restauración ni vetar la apertura nocturna de los supermercados y las tiendas de alimentación. Sería mucho más razonable intensificar las medidas de protección, tales como ampliar las distancias entre mesas, limitar el aforo o extender el uso de la mascarilla de forma estricta. Y, sobre todo, mantener abiertas las terrazas.

De hecho, pese a la crisis sanitaria, no se nos ha ocurrido cerrar el transporte público porque comportaría la ruina definitiva de la economía y, por tanto, la destrucción de nuestros empleos.

Vivimos unas circunstancias dramáticas pero nuestros gobernantes deben medir muy bien sus decisiones y no dar improvisados palos de ciego, como parece que hacen, ni actuar por electoralismo cortoplacista. Nuestro futuro está en sus manos.