Menéndez Salmón, memorias y devastación
El escritor asturiano realiza un ejercicio de introspección en ‘No entres dócilmente en esa noche quieta’, unas memorias sobre las ambiguas relaciones entre padres e hijos
6 agosto, 2020 00:00Lo descubrimos tarde y casi siempre con sorpresa. La muerte, tan temida, es un asunto esencialmente prosaico. Vulgar. Nos pasamos toda la vida cavilando sobre su trascendencia, imaginándonosla como un gran misterio, amplificando lo que tiene de irremediable y, cuando llega, con su inconsciencia blanca, apenas si se manifiesta. Pasa como un suspiro o un silencio sostenido. Como un tiempo exacto que se detiene para siempre. Un non plus ultra sin épica, ni versos, ni música. Quien la probó (en la figura de los demás) lo sabe: morirse es una mala costumbre y, como tal, acontece igual que un instante perdido en el calendario, sin hacer excesivo ruido, pero emitiendo al mismo tiempo un silente grito prehistórico.
De este descubrimiento versa No entres dócilmente en esa noche quieta (Seix Barral), las memorias que el escritor Ricardo Menéndez Salmón ha escrito –en su madurez– sobre su relación como hijo con su padre, que es, en el fondo una descripción particular, pero también universal, de los sentimientos que quien sobrevive siente por aquellos que antes habitaban entre nosotros, aquellos que durante décadas fueron nosotros sin serlo por completo. Una historia triste sobre esas ambiguas relaciones entre un progenitor concreto y su descendencia.
'El jardín de la muerte' (1896), un lienzo de Hugo Simberg
El libro de Menéndez Salmón está lleno de sensibilidad y carece por completo –considérese esto un mérito– de sentimentalismo. Es rotundo, seco, objetivista (siendo absolutamente subjetivo) y, aunque a menudo se disgrega por carreteras secundarias, su eje narrativo cuenta, ensaya y explora ese ejercicio de aprendizaje que consiste en analizar al padre cuando el padre ya no está. ¿Qué aparece entonces? Nada y todo. Uno mismo solo frente al espejo. El tiempo que nos queda, como escribió Caballero Bonald. Un tabernáculo profanado. Una íntima sensación de estafa:
“Treinta y tres años más tarde traspasé el umbral de la habitación del secreto, penetré en el santuario de la tragedia y pude mirar a través de aquella ventana donde los ojos de mi padre contuvieron el mundo por última vez, y descubrí que no había nada que justificara la expedición. Ningún deseo que cumplir. Ninguna expectativa que satisfacer. Nada que aferrarse como a un símbolo de lo que significa sobrevivir”.
Solemos buscarle a la muerte un sentido épico o trágico, pero cuando la muerte nos visita (después de haberse anunciado a través del lenguaje de la anticipación) no encontramos en la cita ningún elemento sublime. Acontece como un elemento más de nuestro paisaje ordinario. En esta falla, asombrosa, reside la enseñanza de ver morir a los demás, que es como vernos morir a nosotros mismos en la carne de nuestros ancestros, protagonistas del preludio funerario que rige el mundo. Extinguirse es un hecho banal, aunque todos lo juzguemos como si fuera un suceso categórico. Menéndez Salmón relata la muerte de su padre –enfermo durante más de tres décadas por una dolencia cardiaca crónica, devastado después por un cáncer de garganta, atado durante lustros a la lúgubre condena de un diminuto cuarto de reposo, ordenado con una disciplina enfermiza y un rigor espartano, cercado por el alcohol, con frialdad y un infinito cariño.
El río de la devastación, que guía el relato de estas memorias elegiacas, permanece siempre en un segundo plano, como los silencios de los diálogos importantes de la vida, que en el caso de los padres y los hijos nunca jamás se tienen, quizás por ese pudor aceptado, tácito, que expresa el extraño amor entre quienes son lo mismo, siendo también diferentes.
“Las conversaciones importantes no se tienen a tiempo. Eso es algo que sólo sucede en la literatura o el cine. En la vida real, en la vida espantosa hecha de tedio, facturas y declive, en la vida gozosa hecha de momentos de júbilo, del misterio del mar y de la bondad de ciertos hombres y mujeres, el silencio es la norma. Un silencio educado, un silencio castrante; un silencio que tarde o temprano acabamos por pagar”.
El escritor asturiano conjura, a la manera de Kafka, la agonía y muerte de su padre, un hecho que marcó su infancia, condicionó su juventud, alumbró su huida de la familia y, según esta confesión ejemplar, construyó también su mirada como escritor. Menéndez Salmón ha escrito una oración sobre las postrimerías de esa vida antes de convertirse en tales. Uno de los aciertos del libro es que sitúa a la muerte de su progenitor, trenzada con episodios de su propia vida, donde emerge el autoengaño (necesario) y la sacudida de la culpa (injusta) en los interludios, durante sus antecedentes, antes de que podamos certificarla. La muerte siempre es un antes. No existe sensación más extraña, y más sabia, que percibir esa proximidad del fin antes de que acontezca. El instante en el que sobrevuelas el precipicio en cámara lenta.
Iván el terrible y su hijo (1885), pintados por Iliá Repin
En su caso, esta experiencia se prolongó durante años, porque el padre enfermo, en contra de todos los pronósticos médicos, sobrevivió a su destino una y otra vez, aunque en ese ejercicio de resistencia y dolor condicionara la vida de su esposa –la madre– y del hijo, que es quien en este ensayo intenta liberarse (de una vez y para siempre) de la condicionalidad de una vida ajena e incierta, abocada a la inminencia de un fin que tardó mucho en llegar pero que no dejaba de anunciarse. La evocación del padre está contemplada desde esta expectativa del desastre, que condenó a una familia a 34 largos años de desconcierto. Tiempo más que suficiente para que el significado de las cosas se torne en relativo, para que se aborrezca a quien se ama y para desear lo que años después se lamentará por escrito y entre lágrimas. Esa tortura de desear lo que, de antemano, ya se sabe que nos va a destrozar.
En esta espera, hecha elegía, se mezclan todo tipo de infiernos: el tedio, la ira, el egoísmo, las mentiras, algunas extrañas formas de ternura secreta –un padre coleccionando los recortes de prensa que hablan de su hijo–, la frustración de la impotencia, la resignación ante el destino, las mentiras, tan sinceras; la vida que se malbarata o los efímeros instantes de gloria. Trozos de existencia, flores marchitas, fotografías vagamente amarillas, huellas de sentimientos, la inevitable ruptura del decoro que implica sentir la carne y desnudar el alma.
“El llanto de un hombre de cuarenta y siete años que intenta comprender por qué su vida tomó determinada dirección y no otra, y cómo es posible que en este preciso instante, en este ineludible aquí, la vida haya adquirido una consistencia viscosa y desagradable”.
Todo esto, condensado en una prosa fría, con algunos instantes artificiosos, pero sincera, es lo que ofrece la confesión a tumba abierta de Menéndez Salmón, titulada con un verso del poeta Dylan Thomas –“Do not go gentle into that good night”– y en cuyo epílogo, shakespeareano, se reproduce, en traducción de Andreu Jaume, un pasaje de King Lear:
–Duque de Albania: ¿Cómo has conocido las miserias de tu padre?
–Edgar: Asintiéndolas, mi señor.
Entre ambas emerge la muerte, el único motor de la vida. La madre, la maestra:
“Cuando un hombre pierde a sus padres, cuando deja de ser hijo, descubre que ya sólo cabe pensar en la muerte como una entidad tangible, sólida, como un muro: como una cosa que te sucederá a ti. Lo que la muerte del padre supone para cada hombre es, en definitiva, el paso de lo velado a lo desnudo. Entre uno mismo y la muerte ya no hay nadie, ya no hay nada, salvo el cuerpo exiguo, el tiempo medido, la certeza innegociable de la mortalidad”.