Una novela sobre el 'Me Too'
Las democracias necesitan autores valientes, como Mary Gaitskill, capaces de examinar dramáticamente los mitos de una nueva sociedad cada vez más radicalizada
21 julio, 2020 00:00“Que este es el fin de los hombres como yo. Que están enfadadas con lo que está pasando en este país y en el gobierno. Y no pueden golpear al rey, de tal manera que van a por el bufón. Puede que no ganen ahora, pero terminarán ganando”. Así habla, cuando ya se ha consumado su muerte civil, el editor neoyorquino Quin Saunders en Esto es placer (Literatura Random House, 2020), la nouvelle de Mary Gaitskill sobre los estragos del Me Too. En una época de asfixiante debate político, cuando las distintas posturas ideológicas se han vuelto dogmáticas y cerriles, la literatura se ha convertido, otra vez, en el único espacio de libertad. Hoy más que nunca, las democracias necesitan autores valientes y arriesgados que sean capaces de examinar dramáticamente los mitos en los que se está fundando una nueva sociedad cada vez más radicalizada.
La veterana Mary Gaitskill, que tanto tiempo lleva desmontando estereotipos sexuales, se ha atrevido a contar la historia de un personaje que se ve arrastrado por la ola de acusaciones que inició el movimiento Me Too. Quin Saunders es un editor inglés que trabaja en Nueva York, empleado en un prestigioso sello literario, habitual de fiestas y de cócteles, admirado por su criterio, su labia y su carisma. Aunque está casado con una mujer muy guapa, con la que tiene una hija, Quin se pasa el día coqueteando con secretarias, escritoras, periodistas y editoras júnior, siempre a punto de pasarse de la raya pero sin llegar nunca a transgredir el límite. Quin no es exactamente un mujeriego sino una especie de heterosexual en vías de extinción y que podríamos llamar filógino, una palabra que ni quiera existe en español, por la rareza del tipo entre los ibéricos.
Esther Tusquets siempre recordaba que a Gabriel Ferrater las mujeres no sólo le gustaban sino que le interesaban: “Hay unos cuantos hombres a los que de verdad les interesamos y Gabriel era uno de ellos”. Lo mismo solía decir Gil de Biedma de su amigo: “Gabriel era un caso muy raro en España. Tenía mucha afinidad con las mujeres. Los hombres, en cambio, le aburríamos o le dábamos asco”. Quin Saunders cultiva una parecida filoginia, buscando siempre la compañía de las mujeres, escuchándolas, haciéndoles preguntas indiscretas sobre su vida sexual, enviándoles extraños regalos, provocándolas con mensajes, ayudándolas, fungiendo de chevalier servant. Su caso, por cierto, recuerda al de Lorin Stein, el editor de The Paris Review que hace unos años fue acusado de abusos de poder por varias mujeres y desterrado del mundo editorial.
Mary Gaitskill organiza su relato al modo amebeo, como dirían los clásicos, trenzando la voz del propio Quin con la de Margot, una amiga que le ha querido desde siempre y que se ha desmarcado de la unánime condena que la sociedad ha dictado contra él. Por Margot sabemos que la primera vez que los dos comieron juntos él intentó meterle mano entre las piernas y que ella lo paró en seco. Y que después de aquello su amigo nunca más se volvió a propasar. Margot cuenta también cómo eran las mujeres que le acabaron acusando y que antes habían bailado en su órbita, encantadas y fascinadas.
Gaitskill logra que el lector acabe haciéndose una idea muy precisa del personaje, que tan pronto puede parecer un cretino como un mago, un seductor como un narcisista. Y lo más interesante es que resulta muy difícil emitir un juicio definitivo sobre su conducta. No hay duda de que Quin se ha comportado muchas veces de forma inapropiada e incluso grosera, de que ha disfrutado de su posición privilegiada como editor de élite y de que se ha pasado la vida jugando con todas las mujeres con las que se ha cruzado, para desesperación de su esposa. La propia Margot sufre en un momento la frivolidad de Quin cuando ella le cuenta que sufrió abusos a los cinco años, a manos de un amigo de su familia. Su reacción no puede ser más desconcertante: “Estoy seguro de que lo reconfortabas. Debías ser un angelito para él”. Tiempo después, cuando ella le reprocha esa respuesta, Quin se justifica diciendo que “sólo estaba intentando encontrar algo positivo en esa historia”.
El principal mérito de Esto es placer estriba en su habilidad para reflejar todo aquello que queda fuera de una idea absoluta de la relación entre hombres y mujeres. Tanto las fanfarronadas de Quin como sus trabajos de seducción perdidos, el dolor de sus víctimas como antes su comportamiento ambiguo o la compasión excepcional de Margot (“Quin no es como ningún otro hombre que yo haya conocido. No conozco a ningún otro hombre tan cómico y extrañamente lascivo. No conozco a ningún otro hombre capaz de arrodillarse en el suelo de un restaurante y tratar de besarte los pies por pura extravagancia”) ponen de manifiesto una verdad imposible de fijar moralmente. Gaitskill, además, apunta al peligro de leer la propia experiencia a la luz de una furia colectiva, con el riesgo que ello conlleva de integrar los particulares de cada vida en una abstracción general. El propio Quin resume así el problema:
“Relatos, todo son relatos. La vida es demasiado grande para nosotros y por eso nos inventamos relatos. Ahora las mujeres están muy metidas en el relato de la víctima; aquellas a las que ofendí son todas víctimas, por mucho que las celebren en todas partes. Yo también podría hacer mío ese relato, pero no me parece ninguna maravilla, porque es demasiado simple. El mejor relato es el que revela una verdad, como algo que ves y entiendes en un sueño pero olvidas nada más despertarte”.
Mary Gaitskill / SHANKBONE
No hay nada mejor, para denunciar un relato simple y obsecuente, que otro relato complejo y poliédrico como Esto es placer, una celebración de la vida en la que no se rehúye ningún aspecto de nuestra condición, desde los más incómodos y turbadores hasta los más luminosos e inocentes. “La vida”, como dice Quin, “es lo bastante grande para cualquier historia”. Al final de la novela, el ya exeditor trata de acomodarse a su nueva existencia, exiliado de su mundo, pero todavía con fe. Su monólogo es casi un poema:
“Paso frente a un quiosco a cuyo propietario conozco; su mirada se encuentra con la mía y percibe mis lágrimas con cuidado, sin apenas cambiar de expresión. En las entrañas de su cueva de titulares febriles y caras chillonas, tiembla de frío y lucha por respirar; le fallan los pulmones mientras vende revistas y agua embotellada, pastillas de menta y plantitas de albahaca. Nos saludamos. No digo nada pero pienso: Hola hermano. Y la vida pasa a toda velocidad. En la esquina hay gente tocando instrumentos y cantando. Hombres huraños sentados con perros mugrientos y mendigando. En el metro, un chico de nariz aguileña con el pelo teñido, correoso y sin embargo elegante está en cuclillas manipulando unas marionetas mal hechas al ritmo de una música sexy y en medio de un extraño retablo de juguetes viejos. Hay algo siniestro; levanta la vista con ojos pálidos y libidinosos. Una mujer mayor se ríe demasiado fuerte, intentado llamarle la atención. Un mendigo me mira y dice: No estés triste. La cosa irá mejorando. Y le creo. Ya me saldrá otra cosa. Si no es aquí, pues en Londres. Lo noto. Estoy en el suelo y sangro, pero me volveré a levantar. Cantaré himnos”.
Sólo una gran escritora como Mary Gaitskill podía inventar un personaje como Quin y poner en su boca ese “cantaré himnos” que por un instante nos redime de toda la brutalidad que nos rodea.