Un tocadiscos como los que se usaban en Studio Ono

Un tocadiscos como los que se usaban en Studio Ono

Letras

¡Es que esto es Studio Ono!

Durante un tiempo, mal que me pese reconocerlo, Studio Ono fue lo más de la noche barcelonesa. Si yo nunca le vi la gracia, supongo que es culpa mía

6 julio, 2020 00:00

En la historia reciente del quiero y no puedo nocturno barcelonés, yo diría que brilla con luz propia la difunta discoteca Studio Ono (Calle del Pino, 11, en el Barrio Gótico), inaugurada el 4 de diciembre de 1979 y chapada que me aspen si sé cuándo, aunque intuyo que coincidió con la apertura en el Paralelo de Studio 54, que no tenía nada que ver con el mítico antro neoyorquino de Steve Rubbell más allá del nombre, algo que se podía adquirir aforando unos monises. De hecho, el Studio 54 original fue también el modelo en el que quiso inspirarse Studio Ono, aunque por Barcelona no se dejaran ver mucho ni Bianca Jagger, ni Truman Capote ni Andy Warhol: gañanes con pretensiones, eso sí, los que quieras, que en esta ciudad siempre los hemos tenido a granel.

Si recuerdo Studio Ono es porque las pocas veces que lo visité fue cocido y, por regla general, en contra de mi voluntad, aunque uno de sus responsables, ya fallecido, era un tipo muy simpático llamado Alex Bruguera al que yo había conocido en el Salón Cibeles, cuando ejercía de novio de la voluptuosa hija del cantante cubano Raúl del Castillo. Curiosamente, no recuerdo haberme cruzado jamás con Alex en su local, pero sí con gente que me sacaba ligeramente de quicio. Según mi amigo Xavier Agulló, allí se follaba por los rincones, como en el Studio 54 de Manhattan, pero yo nunca me enteré de nada: bastante hacía encajando aquella música mala que sonaba a un volumen estruendoso y soportando la agresión visual y cromática de la manada de mamarrachos con pretensiones que inundaban el local.

Recuerdo a gogós exhibicionistas --casi todos espontáneos y casi siempre los mismos, gente a la que le daba por encaramarse a una escalera o a una bola a pegar berridos y lucir maquillajes entre Weimar y el mero ridículo--, y a un anticuario gay (valga la redundancia) que solía ir acompañado por una chica con sobrepeso y clamaba “¡Marcha, marcha!” como si en esa palabra repetida y gritada estuviera el sentido de la vida (lo asesinaron años después en un encuentro erótico que acabó como el rosario de la aurora; de la gorda no volví a saber nada), y a una preciosa chica negra y lesbiana que siempre intentaba ligarse a una amiga que solía estar presente las noches que yo acababa en Studio Ono: una vez le pedí amablemente que se fuese a la mierda --aunque mi amiga siempre se mostraba muy halagada ante sus atenciones-- y me llamó homófobo, tras aconsejarme que me metiera en mis asuntos (tampoco volví a saber nada de ella).

Durante un tiempo, mal que me pese reconocerlo, Studio Ono fue lo más de la noche barcelonesa. Si yo nunca le vi la gracia, supongo que es culpa mía. Tampoco sé explicar muy bien por qué me daba tanta grima: a fin de cuentas, solo era una discoteca para dipsómanos renuentes a irse a dormir, categoría de la que yo formaba parte en aquella época, pero el sitio me daba risa, por una parte, gracias a todos aquellos esnobs que se creían los amos de la noche de Manhattan, y mal rollo, por otra. No se podía hablar porque no se oía nada a excepción del mantra del anticuario. Solo se podía beber, drogarse y bailar (y repeler los ataques de la negra sáfica). Una noche, cuando me iba, asistí a una escena de esas que no sabes si reír o llorar. En Studio Ono les gustaba hacerse los exclusivos y tenían un portero que discriminaba en la puerta y decidía quién tenía derecho a entrar y quién no: si tenemos en cuenta que a mí siempre me dejó pasar, pese a mi insistencia en calzar bambas, llegaremos a la conclusión de que su criterio dejaba bastante que desear. Aparte de eso, su aspecto de matón cadavérico con mostacho lo incapacitaba para opinar sobre la pinta de los aspirantes a cliente: si apareciese su dopppelganger, le habría impedido el paso de todas, todas.

Mientras me iba, una pareja insistía en que el bigotón los dejara entrar, pero no había manera. Los pobres no eran muy trendy que digamos, pero tenían mejor aspecto que el portero (de hecho, cualquier homeless de callejón tenía mejor pinta que el cancerbero pretencioso), lo cual no ablandaba a éste, que se mantenía impasible en su negativa a permitirles el acceso a aquel templo de la modernidad, la decadencia y, según el amigo Agulló, ese despiporre sexual por los rincones que yo no detecté jamás. “¿Pero por qué, por qué?”, clamó finalmente la pobre chica. “Señora”, repuso el portero, convencido de su razonamiento inapelable, “¡Es que esto es Studio Ono!”.

¿Y qué coño era Studio Ono? Nada. Menos que cero. Tampoco sé qué fue del portero implacable.