José Tono Martínez: "Los 80 rompieron el monopolio cultural de las élites"
El activista cultural, exdirector de ‘La Luna de Madrid’ y director de centros de difusión artística, reflexiona sobre la noción de cultura y el fenómeno de la ‘Movida madrileña’
18 mayo, 2020 00:10Dirigió una de las publicaciones esenciales de la Movida madrileña, alentó a los artistas para que tomasen las calles y reivindica la recuperación de la ciudad como espacio para la creación libre. En esa época de destellos, explosión imaginativa y peregrinaciones nocturnas, José Tono Martínez (Ciudad de Guatemala, 1959) cogió las riendas de la revista La luna de Madrid, erigida en referente de la contracultura española, y durante dos años avivó la ebullición y el intercambio de ideas. Desde entonces (en realidad desde siempre) no ha dejado de poner en marcha iniciativas desde todos los ámbitos de la cultura con una visión cosmopolita. En Buenos Aires dirigió el Centro de Cultura de España y la revista Barbaria, además de la editorial Old Book Factory, especializada en publicaciones de arte. El que hiere de lejos, Una fatal pérdida de tiempo y La doma del elefante (ensayos acerca de la poesía en nuestro tiempo) son algunos de los libros en los que ha dado rienda suelta a sus inquietudes literarias. Tono Martínez siempre tiene presente la Movida. Entre las fotografías y murales de las paredes de la Casa Árabe de Madrid relata las vicisitudes de esta época de transiciones políticas, sociales y estéticas hacia la que muchos vuelven su mirada.
–Es antropólogo, sociólogo, profesor de filosofía, comisario de exposiciones, ha dirigido museos y revistas, escritor, ensayista…, ¿hay algo que no haya hecho?
–Volar, yo siempre he querido volar. Estaba enamorado de El Principito y me hubiera gustado ser aviador y aventurero. Estudié Antropología, precisamente, para tratar de andar por el mundo encontrándome con pueblos, culturas, tribus y gentes. Eso sí lo he conseguido porque no sólo lo estudié, sino que he tenido la suerte de vivir en muchísimos lugares del mundo y tener experiencias con culturas aborígenes en América, India, China, Tailandia… Pero lo de volar me habría encantado y, de hecho, siempre me veo en los sueños en una avioneta recorriendo el mundo. A cambio, lo que hago es ir andando. Hace muchos años me convertí en un flâneur, en un defensor de la lentitud. Soy un seguidor de las teorías de Serge Latouche, del decrecimiento feliz. Toda mi obra literaria y mi trabajo están marcados por la idea de vivir el momento, del carpe diem…
No es en términos de crecimiento en los que una sociedad es mejor que otra. De hecho, si miramos los años veinte, en España estaban los mejores escritores del mundo, los mejores pintores, los mejores artistas y premios Nobel, y resulta que éramos la mitad de la población. No por el hecho de que seamos el doble somos mejores. Este es uno de los dictados del mundo en el que vivimos, donde la cantidad se opone a la calidad, y en el que se nos dice: “si usted tiene más, será mejor”. En los años veinte había veinticinco millones de españoles y ahora somos casi cincuenta. ¿Más listos? No, igual somos más tontos y lo que tenemos en la cabeza es un balón de reglamento porque todo el mundo está pendiente del fútbol. Mi defensa de la lentitud la he traducido de muchas formas; por ejemplo, en los viajes. Mis planes artísticos y personales tienen que ver con la idea, en la medida de lo posible, de recuperar esos valores.
–De hecho, en sus libros hace especial hincapié en la mística del viaje, del camino.
–Casi todos mis libros –sean de poesía, de relatos, ensayo o ficción– giran en torno a la idea del viaje y la traslación. Detesto la idea del Estado vinculado a un concepto de patria y nación, me gusta el horizonte cultural del mundo y me siento bien trabajando con todas las culturas. Es bonito que me comentes esto justo cuando le he hecho un homenaje a la fotógrafa marroquí Leila Alaoui, absolutamente maravillosa, que falleció defendiendo los derechos de la mujer. Ese es el mundo que a mí me interesa. Los ochenta fueron un movimiento abierto que reivindicaba la ciudad, no los Estados o los microestados, y ahora resulta que algunos quieren eliminar el concepto de España para que otras naciones se hagan predominantes. Yo defiendo a los individuos y la ciudad, que son los verdaderos actores que construyeron Europa, la del Renacimiento, la de la Liga Hanseática, la de las ciudades castellanas.
–Dirigió La Luna de Madrid, una de las revistas más influyentes de la Movida. ¿Cree que la publicación ayudó a acercar la cultura a quienes tradicionalmente no habían tenido acceso a ella?
–La cultura de nuestro país siempre fue elitista. Cuando uno reflexiona, por ejemplo, sobre la Generación del 27 piensa que en el homenaje a Góngora celebrado en el Ateneo de Sevilla los ciudadanos estaban ese día extraordinariamente conmovidos por lo que estaba ocurriendo, pero esa no es la realidad. No se enteró nadie; en el evento había ochenta o noventa personas. Bastante tenían los sevillanos en esos años con buscarse la vida. Las élites españolas eran las que monopolizaron la cultura y eso es algo que se rompió a finales de los setenta y principios de los ochenta. La cultura española es, por supuesto, importantísima y tenemos la suerte de tener una gran trayectoria, pero antes de los ochenta era una cultura de élite en la que sólo las grandes clases burguesas podían ser educadas, ir a exposiciones, museos o salas de conciertos.
–Andreas Huyssen afirma en Después de la Gran Utopía que la Movida permitió romper la frontera tradicional entre la alta y la baja cultura.
–Lo que ocurrió es que, por primera vez, la gente joven empezó a acudir a conciertos de pop, rock, punk, a participar del hecho cultural. La recuperación de la democracia tiene que ver con esto, pero fue un renacer: había que darle a la gente una palmada de optimismo en la espalda. En aquella época los que éramos muy jóvenes estábamos acomplejados por lo que pasaba en Europa, nos sentíamos inferiores. Ahora la gente va de Erasmus pero entonces, cuando cruzabas la frontera en aquellos trenes antiguos de madera, entrabas en una Europa de colores donde todo era bonito. Nosotros veníamos de un mundo terrible. La Movida se erigió en un movimiento de autoafirmación y rebelión contra la cosa casposa que veníamos arrastrando desde el franquismo. Queríamos ser artistas, hacer música, fotografía, pintura, y fuimos a por ello.
–¿De qué modo influyó La Luna en este proceso de autoafirmación?
–Lo que hacíamos era animar a la gente a lanzarse: “Si tú quieres ser artista, hazlo. Coge una guitarra o lo que te apetezca y lánzate”. La cuestión era salir, hacer cosas y ocupar las calles. Tuvimos la suerte de que se produjo un vacío de poder: la generación que estaba en ese momento en los puestos elevados, que era la que se había educado con el franquismo, desapareció, laminada por el cambio político. Esto se trasladó a la radio, a la televisión… Y los que llegan al poder son gente joven, desde Suárez a Felipe González y sus ministros. Lo que sí me pareció injusto es que gente que en ese momento tenía cincuenta años fuese barrida cuando a lo mejor no era culpable de nada y eran profesionales que sólo habían trabajado en los medios, como el diario Arriba. Estaban ahí, pero nadie les quería ver.
Cuando pensamos hoy en la Movida me da rabia que nos hayamos quedado en la parte más frívola y divertida, que la había, por supuesto, pero lo que se produjo, sobre todo, fue un fenómeno de rebelión personal importantísimo Cuando recorríamos España con la revista nos invitaban a presentaciones, llegábamos a los pueblos y cientos de jóvenes en los teatros querían escuchar este mensaje: “Acabemos con esta historia y vayamos a otra cosa, ya no somos el pasado”. Llevar La Luna contigo simbolizaba ese cambio.
–¿No sucedía lo mismo con otras publicaciones de la época?
–No, porque las demás revistas que existían entonces duraron muy poco, como Dezine, dirigida por el escritor Agustín Tena. Con posterioridad a nosotros salió Madrid me mata, de Moncho Alpuente, que duró un poco más, pero no tuvo el mismo carácter. Quizá por nuestros aciertos, o por el empuje de la gente, La Luna de Madrid se convirtió en el emblema de una época y duró lo suficiente, casi cinco años, como para poder reflejar el conjunto del periodo. Había muchos fanzines y revistas de historietas, pero nunca duraron lo suficiente y no se hicieron con el lenguaje total de la época. Nosotros nos convertimos en una revista nacional. En Barcelona, por ejemplo, vendíamos unos 10.000 ejemplares. No habíamos pensado en una distribución nacional y de repente empezó a pedirla todo el mundo.
–En La Luna Borja Cassani y usted cuestionan los círculos cerrados de artistas en favor de un mayor intercambio de ideas. Y escriben: “Los arquitectos se han convertido en pintores; los abogados, en narradores, los electricistas, en cantantes de rock, y todos a buscarse la vida como putas por rastrojo”.
–Efectivamente, teníamos esa idea de la revista como si fuera un movimiento, no como revista sectorial: no queríamos hacer una publicación específicamente de arte, música o cine. Lo que deseábamos era que la revista fuera en sí un intérprete completo de todo esto, y la única manera de lograrlo era que participasen los representantes de todas las artes. Se trataba de romper el círculo endogámico que entonces existía en España y que, por cierto, también sucede hoy: como nos hemos profesionalizado, te encuentras con muchísimas revistas específicas. Nosotros lo teníamos todo porque queríamos cambiar ese todo con un punto de vista distinto. Entonces no había móviles, la gente se presentaba en la redacción y estábamos todo el día viendo cosas nuevas. Al juntar artistas de todas las disciplinas en nuestras presentaciones se creaban, además, nuevas ideas. La revista era un órgano vivo, con una redacción abierta y más de veinte personas trabajando en ella. Incluso, a veces, nos poníamos todos a contar los cíceros, palabra por palabra, ayudando a los diseñadores de una forma totalmente artesanal.
–¿Cuáles fueron sus referentes a la hora de sacar el proyecto adelante?
–Teníamos una idea moderna y anglosajona. Conocíamos Interview de Warhol, Time Out y Village Boys, y queríamos hacer una mezcla de todas: contar la historia de la ciudad a través de pequeñas historias y emplear grandes despliegues fotográficos con una estética elegante. También nos influyó la revista española Nueva Lente, dirigida por Carlos Serrano y Pablo Pérez-Mínguez. Fuimos la revista que por primera vez empieza a trabajar la fotografía como arte. Hasta entonces encontrabas a comisarios y directores de museos que decían que la fotografía no lo era, pero para nosotros tenía que ser tan importante como el contenido literario.
Estos elementos hicieron que la revista fuera un boom, algo que fue una sorpresa para nosotros, que estábamos en la ruina más absoluta y habíamos impulsado La Luna con muy poco dinero. Cada uno pusimos 25.000 pesetas en 1982 y nos comimos el dinero haciendo exposiciones y conciertos –el primero de ellos, con La Mode y Monaguillosh en la Sala Riviera–, puesto que queríamos ser un grupo de acción cultural. La revista tuvo un enorme impacto y se convirtió en el icono de todo un cambio radical. Tal fue ese cambio que el obispo de París, en 1983, llegó a decir: “Si esta es la nueva España, pobre España”.
–Lolo Rico decía que la Movida “no tenía ideología, pero sí estética y libertad”.
–No había ideología, aunque sí era libertaria, antisistema y estaba relacionada con los movimientos anarquistas españoles. El individualismo y la vocación libertaria la heredamos nosotros, pero no desde el punto de vista ideológico, sino como una rebeldía contra un sistema que no nos daba nada y que culturalmente nos marginaba. Hasta entonces, las ciudades habían sido dominadas por el corsé moral de la dictadura, de ahí que fuéramos la primera generación que experimenta con las drogas, la bebida, la noche… Moralmente nos sentíamos completamente alejados de lo que había sido el pasado. Queríamos experimentar todo con nuestro propio cuerpo.
–A la par que querían combatir el anterior régimen político, en los ochenta surgieron vertientes culturales que reivindicaban el flamenco, la copla o el mundo taurino, como muestran las películas de Almodóvar o las canciones de Gabinete Caligari. ¿No es contradictorio?
–Es muy interesante este apunte. Quizás se trata de una de las cosas que, desde entonces, más han cambiado. El torero Antonio Chenel, Antoñete, era lector de La Luna. El flamenco y los toros habían sido usurpados por el franquismo para convertirlos en la bandera de la autenticidad franquista. En el ambiente en el que vivíamos lo que queríamos era comprobar si se podía hacer flamenco apartándose de lo antiguo y de esta connotación política, un flamenco moderno, distinto. Fue entonces cuando empezaron Los Chunguitos o Kiko Veneno. Llegamos a tener un garito en Malasaña en el que todos los miércoles se organizaban shows flamencos. Éramos hijos de una cultura en la que el mundo taurino era importane. La idea de los derechos de los animales no existía entonces y lo vivíamos como algo norma.
–En sus análisis sobre la Movida dice que fue una revuelta que estuvo en contacto con expresiones culturales del pasado, como el dadaísmo la Internacional Letrista, o Mayo del 68. ¿En qué sentido?
–Éramos muy surrealistas y nuestras acciones tenían un componente gratuito y provocador. En aquella época se debatía si podían existir los sex shops, porque podían corromper a la gente. Estábamos golpeando a una sociedad que se escandalizaba de lo que hacíamos. Los ancianos habían vivido la República, pero los que tenían cuarenta o cincuenta años nos miraban como si fuéramos extraterrestres. Tuvimos la fortuna de poner en relación nuestras acciones y darles un discurso, un medio, una voz. Teorizábamos sobre la posmodernidad y entrábamos en un tiempo fragmentario en el que ya nadie sabía bien quién era porque había que hacerse día a día. Ese fue uno de los éxitos de La Luna, donde podías leer a José Luis Brea, a Miguel Cereceda, a Fernando Savater, a Pedro Mansilla o a Leopoldo María Panero. Conseguimos ahormar un discurso comprensible. La revista era un constante shock. No marginábamos nadie.
–¿Qué piensa de las voces actuales que califican la Movida como fenómeno elitista utilizado por el poder para relativizar el compromiso político?
–El poder político, por definición, siempre es autoritario y busca emblemas para justificarse a través de grandes celebraciones. Cuando no los crean, tratan de captar a gente que trabaja en el ámbito de la cultura. Pero es falso que se produjera un apoyo sistemático de los socialistas a los grupos musicales. Cuando los ayuntamientos empiezan a funcionar sí comenzaron a contratarlos, lo que produjo un efecto pernicioso desde el punto de vista de la industria porque hasta entonces el elemento musical procedía de salas de conciertos impulsadas por gente particular, o por nosotros. Los ayuntamientos comenzaron a pagar más a las bandas y, con ello, se encarecía todo artificialmente. Los contrataban por mucho dinero y las salas privadas no podíamos competir. Muchos locales quebraron.
–¿No recibieron nunca respaldo político para sus proyectos culturales?
–Me entrevisté dos veces con Tierno Galván, un hombre que tenía una enorme curiosidad por lo que estaba pasando, inteligente y extraordinariamente tolerante. Lo que quería, desde su edad, desde su tradición, desde su enorme respeto hacia todo, era entender lo que sucedía para hacerse una composición. Entendía que los cambios debían realizarse de forma paulatina. Supo estar a la altura y gobernar para todos. Pero Tierno no planteó ningún apoyo a la Movida ni tampoco otras autoridades. Hubo tolerancia pero no cooptación. No querían manipularnos. No esperábamos nada del Estado ni de ninguna institución. Es a posteriori cuando comienza a decir que hemos sido un producto de sus acciones culturales. Y eso es mentira porque éramos un movimiento de contrapoder. Otra cosa distinta es que individualmente haya habido líderes musicales que se han convertido en conservadores con el paso del tiempo, frente a otros que se han ido apartando como Ana Curra, pero, al fin y al cabo, eso es la vida.
–En alguna ocasión ha comentado que con la Movida pagaron un precio enorme.
–El precio más importante es el vital. Como generación hemos sido tardíamente reconocidos. Los ochenta fueron vinculados al mundo del alcohol, a la gente que falleció debido los excesos… Me he pasado la vida yendo al tanatorio. Por eso siempre digo que estamos cerca de los que tienen veinte años. Cuando la sociedad se hizo europea y empezó a crecer todo se hizo de diseño, los medios empezaron a reflejar otro tipo de valores y se alentó el consumismo, mientras que a los jóvenes de los ochenta nos veían como pasaos. Es con la crisis cuando se vuelve a mirar hacia esta época: se produce una recuperación de esos valores y se despierta cierta curiosidad por ver qué hicimos y cómo.
Del mismo modo que pensábamos que no había futuro porque estábamos instalados en un escenario de crisis (como el No future de Sid Vicious), hoy pasa lo mismo. Si ves series como Los juegos del hambre, u otras de cariz histórico, comprobarás que el escenario está lleno de distopías. Hay una sensación de que nadie controla lo que está pasando o lo que puede pasar, lo que provoca una gran inseguridad personal y colectiva y una ansiedad enorme. De nuevo, este escenario se parece al nuestro. Hoy estamos viviendo cambios similares, pero desde el punto de vista tecnológico. Si antes los años ochenta se miraban con miedo, con la consigna de cierra la puerta, no mires ahí, en la actualidad esa década vuelve a ser observada: nuestras ideas sobre la rebelión y la defensa de nuestro mundo vuelven a tener interés para mucha gente.
–¿Esta inquietud se ve reflejada en el ámbito cultural? ¿Hacia dónde caminamos?
–Yo creo que sí se refleja. Si leemos a poetas como Raquel Lanseros o Elena Medel, o a escritores como Eloy Tizón o Sánchez Piñol podemos comprobar que hay una enorme riqueza de artistas que están trabajando sobre la actualidad. Otro ejemplo es el de Monserrat Soto, Premio Nacional de Fotografía. Creo muchísimo en esa generación de los millenials. Son ellos los que tienen que hacer el cambio, aunque todavía no tengamos la perspectiva de determinar el valor de las cosas que están haciendo. Tendrán que organizarse una forma distinta a la nuestra: una revista, por ejemplo, ahora tendría que ser un portal en internet, aunque el soporte papel seguirá existiendo, como sucede en el caso de los libros, que están haciéndose de mejor calidad. La industria editorial, en este sentido, está reaccionando. Confío mucho, además, en la economía colaborativa. Todavía existen estructuras patriarcales en las empresas que marginan a quienes somos diferentes, pero, por fortuna, no sucede en el mundo de la cultura, que es más abierta. Por eso creo que los millenials serán rompedores.